Capítulo tres

Bartolomé caminaba por las calles del Barrio de la Boca. Un barrio que le resultaba de lo más atractivo y quizás, simbolizaba con mucha firmeza la dignidad del trabajo, especialmente por la cargas y descargas en los barcos que llegaban a la zona de desembarco del Riachuelo.

            -Buenos días, señor Craviotto –lo saludaba una persona al pasar mientras alzaba su sombrero.

            -Buenos días para usted –respondía con una leve sonrisa.

            Saludarse con los vecinos que a su vez eran compañeros de trabajo, era algo normal para su barrio.

            Bartolomé, finalmente llegó a su hogar, el Conventillo, el que ya había quedado atrás como vivienda tradicional.

            En vez de entrar a su habitación donde encontraría a su padre, tomó dos baldes y se dirigió a un pozo donde había una fila de dos personas.

            Para pasar el tiempo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumarlo. Creía que al terminar de fumar, ya sería su turno. Y efectivamente, así fue.

            Mientras ponía los baldes para sacar agua, apareció un conocido al que no quería ver ni en figuritas.

            -Hola tano –saludaba Arturo.

            Bartolomé lo miraba indistintamente. Por un lado, tenía ganas de asesinarlo ahí mismo. Por el otro, le intrigaba saber qué hacía un inmigrante trabajando para el gobierno en vez de invertir en terrenos como hacía la gran mayoría.

            -¿Trabajo servil? –preguntaba Arturo.

            -No tenemos criado, ni tenemos mujeres en la familia. Alguien debe hacer este trabajo –respondía con un tono enojado.

            -¿También cocinas?

            -No soy el mejor pero si.

            -Vaya. Sois un infatigable trabajador.

            -¿Qué querés gallego?

            Arturo sonreía. El mal humor que portaba Bartolomé le hacía gracia. No estaba acostumbrado a ello.

            -Nada. ¿Has pensado en la oferta de laburo?

            “Laburo” pensaba Bartolomé. Creía que el gallego se estaba adaptando al castellano que se hablaba en Argentina.

            -No gallego, no estuve pensando en la oferta de laburo, acabo de llegar a mi hogar. Y lo último que quiero es que termines por acabar mi paciencia.

            -¡Vaya! Sois de encabritarte fácilmente.

            -Soy peor, tranquilo.

            -¿No queréis saber que hago aquí?

            -Guardatelo para cuando realmente me interese.

            Bartolomé mentía. Realmente le interesaba que hacía un español metido en el gobierno, pero no se iba a precipitar.

            Mientras llenaba los baldes, apareció otra persona a la que quería ver menos que al español.

            -Hola tano –decía aquella persona que le había golpeado. A diferencia del español, hablaba un castellano más aceptable aunque se notaba que era inmigrante también. Por la fuerza de su acento, le parecía alemán.

            ¿Por qué todos me dicen tano? Se preguntaba Bartolomé. Quizás desde que el español comenzó a llamarlo así.

            Aquel muchacho quería darle la mano, pero Bartolomé se la negó rotundamente.

            -Espero que sepas disculparme por el golpe que te di, el señor Rodríguez ya me ha retado.

            Bartolomé solo suspiraba en forma de queja. Tenía ganas de golpearlo hasta que no hubiera mañana.

            -Soy Michael. Michael Heinrich Avellaneda.

            Le sonaba el apellido Avellaneda únicamente por el expresidente Nicolás Avellaneda. Sin dudas era una sorpresa porque casi todo su nombre era alemán.

            -Soy el sobrino de Nicolás Avellaneda –dijo, causando el asombro de Bartolomé-. No, estoy bromeando, soy solamente Michael Heinrich. Soy alemán.

            -¿Qué es lo que quieres? –preguntó Bartolomé.

            -Nada. Solo vine a decirte que el trabajo que te ofrecen no es tan malo.

            -¿Y quién me lo dice?

            -Yo. Me bastaron pocos meses para saber que Rodríguez es una persona confiable.

            -No me fio de nadie.

            -Solo… piénsalo, tranquilo.

            Los baldes ya se habían llenado y no se había dado cuenta. Tomó los baldes y con un leve gesto y amargado, se despidió de su vecino español y del alemán quien no sabía si también vivía allí.

            -Nos estaremos viendo, Tano –decía el español que había quedado en segundo plano.

            Llegando a la puerta de su habitación, sentía ruidos extraños, como si se estuvieran rompiendo las cosas.

            Bartolomé entró y vio a su padre sentado en una silla, los brazos apoyados en la mesa y sosteniéndose la cara con las manos.

            Bartolomé dejó los baldes en la entrada y fue hacía donde estaba su padre, que olía a alcohol.

            -Lo he intentado Mitre –le decía Eugenio a su hijo.

            -¿Mitre?

            -Te pusimos Bartolomé por Mitre –Eugenio no modulaba bien, se notaba que estaba borracho.

            Bartolomé sabía de los problemas que tenía su padre con respecto al alcohol. Había comenzado todo desde la muerte su madre.

            Bartolomé sacó un cigarrillo de su cajetilla, se lo puso en la boca a su padre quien aceptó y lo encendió con un fósforo.

            -Todo lo que hice… soy indigno de tener este techo… de tener tu ayuda… todo lo hago mal –decía el padre mientras lloraba

            Bartolomé sentía lástima por su padre. Creía saber a lo que se refería. Pero prefería no hablar y dejar que se exprese.

            -Todo lo que gano trabajando… lo que ganamos… no puedo evitar gastarla en este maldito whiskey, este vino… También en prostitutas que viven en este conventillo…

            Bartolomé miraba al piso y había botellas de whiskey vacía. Y al lado de su padre, había una botella de vino.

            -¡Todo lo que hago es gastar plata en estos malditos vicios! –dijo con furia mientras arrojaba una botella.

            -¡Tranquilo papá!

            -Por eso no podemos comprarnos una casa… una casa individual cuesta ocho veces más que este alquiler que, por mi culpa, pagamos a duras penas.

            Bartolomé sabía que su padre, a pesar de la lástima que le tenía, estaba diciendo la verdad. Si no salían de los conventillos, hogares que gradualmente se fueron dejando de lado e incluso muchos cerraron, era porque no tenían dinero para hacerlo. Su padre no sabía administrar la plata, la gastaba en vicios. Y su hijo, no ganaba lo suficiente si se tiene en cuenta que no solamente tenían que pagar a los inquilinatos, sino también lo necesario para la supervivencia, como comida, ropa, etc.   

            -Muchas veces nos han atacado… nos acusaban de contraer enfermedades para expandirlas en la ciudad, los inquilinatos nos aumentaban el alquiler como se les daba la gana sin compasión… deseo darte una mejor vida pero no puedo.

            -Claro que puedes papá. Podemos quiero decir. Solo hace falta un poco más de esfuerzo.

            -No hay futuro conmigo, hijo. Si seguís a mi sombra, vas a vivir toda tu vida en este conventillo, si es que antes no nos aniquilan, como siempre quisieron hacer esos miserables… -se mordía los dientes y golpeaba la mesa.

            Bartolomé comenzaba a pensar. No quería que su padre pasara por todo lo que estaba pasando.  El conventillo era, más allá de toda la pobreza existente, un símbolo de la vida de su padre. Ahí comenzó a vivir con su esposa cuando se mudaron a Buenos Aires, pronto concibieron a Bartolomé. Era el hogar de los hogares.

            Y las cartas de Santa fe… Bartolomé seguía pensando quién se las mandaba. Quién le insistiría tanto como él había dicho. ¿Un amigo? ¿Un familiar? ¿Un jefe? ¿Un colega? No lo sabía y nunca lo iba a saber si las cartas seguían selladas. Pero sus impulsos por ver qué misterio ocultaban, eran controlados. Si alguien las tenía que leer, era su padre, el receptor de las mismas.

            Bartolomé tomó a su padre, lo acompañó hasta la única cama que había en la habitación y ayudó a acostarlo.

            -Hijo… hoy viene un nuevo compañero de habitación… no pude decir que no, además, necesitamos reducir los gastos del alquiler.

            No era una incomodidad vivir con otras familias en la misma habitación pequeña. Cuando nació, ya vivía con otras familias, algo típico.

            Bartolomé asintió y antes de salir de la habitación, le dejó a su padre unas pastillas llamadas cafiaspirina. Creía que iba a reducir su malestar físico que debía sentir con todo el alcohol consumido.

Salió de la habitación. Ahora estaba en el pasillo del conventillo. Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar.

            A lo lejos, veía como se acercaba una persona con una valija.

            -Oh no… -dijo al aire.

            -Hola, permiso para dejar mis pertenencias –dijo el español.

            -No me digas que tu vas a ser nuestro compañero.

            -Así es.

            Bartolomé puso los ojos en blanco como si no pudiera creer lo que estaba presenciando. Estos me quieren cagar la vida pensaba.

            El español estaba por entrar a la habitación, pero antes, Bartolomé lo freno con la mano.

            -Tengo una decisión tomada –dijo.

            -¿Y bien? –preguntó el español como si no contuviera la intriga generada.

            -Llevame con el señor Rodríguez –respondió.

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