Bartolomé caminaba por las calles del Barrio de la Boca. Un barrio que le resultaba de lo más atractivo y quizás, simbolizaba con mucha firmeza la dignidad del trabajo, especialmente por la cargas y descargas en los barcos que llegaban a la zona de desembarco del Riachuelo.
-Buenos días, señor Craviotto –lo saludaba una persona al pasar mientras alzaba su sombrero.
-Buenos días para usted –respondía con una leve sonrisa.
Saludarse con los vecinos que a su vez eran compañeros de trabajo, era algo normal para su barrio.
Bartolomé, finalmente llegó a su hogar, el Conventillo, el que ya había quedado atrás como vivienda tradicional.
En vez de entrar a su habitación donde encontraría a su padre, tomó dos baldes y se dirigió a un pozo donde había una fila de dos personas.
Para pasar el tiempo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumarlo. Creía que al terminar de fumar, ya sería su turno. Y efectivamente, así fue.
Mientras ponía los baldes para sacar agua, apareció un conocido al que no quería ver ni en figuritas.
-Hola tano –saludaba Arturo.
Bartolomé lo miraba indistintamente. Por un lado, tenía ganas de asesinarlo ahí mismo. Por el otro, le intrigaba saber qué hacía un inmigrante trabajando para el gobierno en vez de invertir en terrenos como hacía la gran mayoría.
-¿Trabajo servil? –preguntaba Arturo.
-No tenemos criado, ni tenemos mujeres en la familia. Alguien debe hacer este trabajo –respondía con un tono enojado.
-¿También cocinas?
-No soy el mejor pero si.
-Vaya. Sois un infatigable trabajador.
-¿Qué querés gallego?
Arturo sonreía. El mal humor que portaba Bartolomé le hacía gracia. No estaba acostumbrado a ello.
-Nada. ¿Has pensado en la oferta de laburo?
“Laburo” pensaba Bartolomé. Creía que el gallego se estaba adaptando al castellano que se hablaba en Argentina.
-No gallego, no estuve pensando en la oferta de laburo, acabo de llegar a mi hogar. Y lo último que quiero es que termines por acabar mi paciencia.
-¡Vaya! Sois de encabritarte fácilmente.
-Soy peor, tranquilo.
-¿No queréis saber que hago aquí?
-Guardatelo para cuando realmente me interese.
Bartolomé mentía. Realmente le interesaba que hacía un español metido en el gobierno, pero no se iba a precipitar.
Mientras llenaba los baldes, apareció otra persona a la que quería ver menos que al español.
-Hola tano –decía aquella persona que le había golpeado. A diferencia del español, hablaba un castellano más aceptable aunque se notaba que era inmigrante también. Por la fuerza de su acento, le parecía alemán.
¿Por qué todos me dicen tano? Se preguntaba Bartolomé. Quizás desde que el español comenzó a llamarlo así.
Aquel muchacho quería darle la mano, pero Bartolomé se la negó rotundamente.
-Espero que sepas disculparme por el golpe que te di, el señor Rodríguez ya me ha retado.
Bartolomé solo suspiraba en forma de queja. Tenía ganas de golpearlo hasta que no hubiera mañana.
-Soy Michael. Michael Heinrich Avellaneda.
Le sonaba el apellido Avellaneda únicamente por el expresidente Nicolás Avellaneda. Sin dudas era una sorpresa porque casi todo su nombre era alemán.
-Soy el sobrino de Nicolás Avellaneda –dijo, causando el asombro de Bartolomé-. No, estoy bromeando, soy solamente Michael Heinrich. Soy alemán.
-¿Qué es lo que quieres? –preguntó Bartolomé.
-Nada. Solo vine a decirte que el trabajo que te ofrecen no es tan malo.
-¿Y quién me lo dice?
-Yo. Me bastaron pocos meses para saber que Rodríguez es una persona confiable.
-No me fio de nadie.
-Solo… piénsalo, tranquilo.
Los baldes ya se habían llenado y no se había dado cuenta. Tomó los baldes y con un leve gesto y amargado, se despidió de su vecino español y del alemán quien no sabía si también vivía allí.
-Nos estaremos viendo, Tano –decía el español que había quedado en segundo plano.
Llegando a la puerta de su habitación, sentía ruidos extraños, como si se estuvieran rompiendo las cosas.
Bartolomé entró y vio a su padre sentado en una silla, los brazos apoyados en la mesa y sosteniéndose la cara con las manos.
Bartolomé dejó los baldes en la entrada y fue hacía donde estaba su padre, que olía a alcohol.
-Lo he intentado Mitre –le decía Eugenio a su hijo.
-¿Mitre?
-Te pusimos Bartolomé por Mitre –Eugenio no modulaba bien, se notaba que estaba borracho.
Bartolomé sabía de los problemas que tenía su padre con respecto al alcohol. Había comenzado todo desde la muerte su madre.
Bartolomé sacó un cigarrillo de su cajetilla, se lo puso en la boca a su padre quien aceptó y lo encendió con un fósforo.
-Todo lo que hice… soy indigno de tener este techo… de tener tu ayuda… todo lo hago mal –decía el padre mientras lloraba
Bartolomé sentía lástima por su padre. Creía saber a lo que se refería. Pero prefería no hablar y dejar que se exprese.
-Todo lo que gano trabajando… lo que ganamos… no puedo evitar gastarla en este maldito whiskey, este vino… También en prostitutas que viven en este conventillo…
Bartolomé miraba al piso y había botellas de whiskey vacía. Y al lado de su padre, había una botella de vino.
-¡Todo lo que hago es gastar plata en estos malditos vicios! –dijo con furia mientras arrojaba una botella.
-¡Tranquilo papá!
-Por eso no podemos comprarnos una casa… una casa individual cuesta ocho veces más que este alquiler que, por mi culpa, pagamos a duras penas.
Bartolomé sabía que su padre, a pesar de la lástima que le tenía, estaba diciendo la verdad. Si no salían de los conventillos, hogares que gradualmente se fueron dejando de lado e incluso muchos cerraron, era porque no tenían dinero para hacerlo. Su padre no sabía administrar la plata, la gastaba en vicios. Y su hijo, no ganaba lo suficiente si se tiene en cuenta que no solamente tenían que pagar a los inquilinatos, sino también lo necesario para la supervivencia, como comida, ropa, etc.
-Muchas veces nos han atacado… nos acusaban de contraer enfermedades para expandirlas en la ciudad, los inquilinatos nos aumentaban el alquiler como se les daba la gana sin compasión… deseo darte una mejor vida pero no puedo.
-Claro que puedes papá. Podemos quiero decir. Solo hace falta un poco más de esfuerzo.
-No hay futuro conmigo, hijo. Si seguís a mi sombra, vas a vivir toda tu vida en este conventillo, si es que antes no nos aniquilan, como siempre quisieron hacer esos miserables… -se mordía los dientes y golpeaba la mesa.
Bartolomé comenzaba a pensar. No quería que su padre pasara por todo lo que estaba pasando. El conventillo era, más allá de toda la pobreza existente, un símbolo de la vida de su padre. Ahí comenzó a vivir con su esposa cuando se mudaron a Buenos Aires, pronto concibieron a Bartolomé. Era el hogar de los hogares.
Y las cartas de Santa fe… Bartolomé seguía pensando quién se las mandaba. Quién le insistiría tanto como él había dicho. ¿Un amigo? ¿Un familiar? ¿Un jefe? ¿Un colega? No lo sabía y nunca lo iba a saber si las cartas seguían selladas. Pero sus impulsos por ver qué misterio ocultaban, eran controlados. Si alguien las tenía que leer, era su padre, el receptor de las mismas.
Bartolomé tomó a su padre, lo acompañó hasta la única cama que había en la habitación y ayudó a acostarlo.
-Hijo… hoy viene un nuevo compañero de habitación… no pude decir que no, además, necesitamos reducir los gastos del alquiler.
No era una incomodidad vivir con otras familias en la misma habitación pequeña. Cuando nació, ya vivía con otras familias, algo típico.
Bartolomé asintió y antes de salir de la habitación, le dejó a su padre unas pastillas llamadas cafiaspirina. Creía que iba a reducir su malestar físico que debía sentir con todo el alcohol consumido.
Salió de la habitación. Ahora estaba en el pasillo del conventillo. Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar.
A lo lejos, veía como se acercaba una persona con una valija.
-Oh no… -dijo al aire.
-Hola, permiso para dejar mis pertenencias –dijo el español.
-No me digas que tu vas a ser nuestro compañero.
-Así es.
Bartolomé puso los ojos en blanco como si no pudiera creer lo que estaba presenciando. Estos me quieren cagar la vida pensaba.
El español estaba por entrar a la habitación, pero antes, Bartolomé lo freno con la mano.
-Tengo una decisión tomada –dijo.
-¿Y bien? –preguntó el español como si no contuviera la intriga generada.
-Llevame con el señor Rodríguez –respondió.
-¿Por qué sos tan misterioso gallego? –preguntaba Bartolomé. Ambos estaban parados en el medio del patio principal del conventillo. Estaban fumando. Arturo lo miraba sorprendido. ¿Qué le habría querido decir? ¿Otra vez habría querido insultarlo? -Disculparme Tano. ¿Qué quisisteis decir? -Venís de España y trabajás para el gobierno nacional. ¿Por qué? ¿Cuántos extranjeros más hay colaborando? Arturo ahora lo entendía. -Quizás más adelante os diga. Pero primero debéis hablar con el Señor Rodríguez. -¿Por qué es tan importante? -Es una persona de la confianza de vuestro gobierno nacional. Bartolomé ponía los ojos hacia arriba y tiraba al piso su cigarrillo para apagarlo. No le caía del todo bien su compañero de habitación, pero poco a poco comenzaba a tolerarlo. -Vos sois un misterio también –dijo Arturo. -¿Yo? -Si, vos. -¿Acaso yo te oculté alg
Habían pasado dos semanas desde el cumpleaños número veinte de Bartolomé. Sabía que había aceptado un trabajo difícil, pero creía que la suma ofrecida era inigualable. Ganaría más que en cualquier trabajo tradicional. Para su suerte, estaba acomodándose en la vida castrense. Bartolomé estaba en la esquina del conventillo donde vivía, hablando con su nuevo jefe, el señor Lisandro Rodríguez. -Nuestro objetivo es Filomeno Díaz. Es un subteniente de la confianza del General Uriburu. Sospecho que es quien hace el trabajo de adhesión. -¿Adhesión? -Exacto querido amigo. Se encarga de atraer a la muchedumbre. Bartolomé miraba sin entender. No tenía experiencia trabajando de espía, no era algo que se imaginó alguna vez. -¡El se encarga de sumar personas a su causa revolucionaria! –se impacientaba el señor Rodríguez. -¿Y qué tengo qué hacer? -Pues, ganar su confianza. Que te haga entrar en las reunio
Arturo estaba manteniendo una conversación con su compañero de piso en la habitación donde vivían. Su padre no estaba presente debido al trabajo. Sin embargo, la ausencia que más le llamó la atención a Bartolomé fue la de Nélida, la criada. -¿Y la criada? –preguntó Bartolomé. -No sé, creo que tenía una reunión familiar. Mañana viene. -Ah. Arturo veía en Bartolomé cierta preocupación por la criada. No tendría forma de saber que había pasado algo entre ellos, pero aún así, sospechaba, como si fuera un detective. -¿Os pasa con vuestra criada? -No, nada. Solo quería saber dónde estaba, es todo. -Según mi juicio, ella os interesa por algo más que solo simple información de su paradero. -Dejate de embromar gallego. Arturo prefirió dejar el tema de conversación para otro mejor momento. No quería causar la molestia en Bartolomé. Así solo lograría distanciarse de él. -Y decim
Bartolomé se encontraba en un bar hablando con Rodríguez. Ambos estaban bebiendo un café. -Así que dígame, Sr. Craviotto. ¿El subteniente lo espera en la Pulpería Hernández a las siete de la tarde? -Así es. -¿Y le dijo que fuera solo? -Cierto. -Interesante –concluía Rodríguez mientras suspiraba. El ambiente no era para nada tenso, pero Rodríguez igual se preocupaba. Lo ideal hubiese sido que pudiera ser acompañado por Arturo. -¿Y usted qué piensa hacer? –Preguntaba su jefe. -No lo sé. Eso le iba a preguntar. ¿Qué debería hacer? Rodríguez sonreía. Se daba cuenta que Bartolomé, si bien era muy testarudo en algunas cosas, difícil para aceptar las propuestas, era un hombre fiel, un hombre de palabra. Sabía que podía confiar en él y por eso lo había querido para el trabajo. -Tiene dos opciones. La primera, anotarse las cosas importantes que Filomeno pueda decir.
El mozo traía un mini barril de madera con bebida dentro. Bartolomé no sabía bien qué bebida era, pero para hacer un buen papel, debía tratar de no rechazarle nada a su subteniente. -Un poco de vino no nos va a hacer mal, Sr. Craviotto –dijo Filomeno. Bartolomé sintió cierto alivio. El vino no le disgustaba así que no iba a tener que consumir algo por la fuerza. Filomeno sacó uno de sus cigarros avanti. Bartolomé no estaba acostumbrado a ello. Solo fumaba cigarrillos comunes y corrientes ya que no costaban tanto dinero. Luego, el subteniente encendió su cigarro y fumando dirigió su mirada hacia Bartolomé. -¿Quiere uno? ¿Qué hago? Si digo que si, quedo como un confianzudo. Si digo que no, lo estoy rechazando. Era su gran duda. -Claro –respondió Bartolomé en un tono vergonzoso. El subteniente le extendió uno, le dio una cajita de fósforos y lo encendió. Los dos estaban fumando con copas de vi
El Sr. Rodríguez estaba impaciente. Esperaba a Bartolomé hacía más de una hora en una esquina. Siempre fue puntual en las reuniones que tuvieron. Le llamaba la atención. Para su suerte, pudo visualizar la caminata de Bartolomé. Eso lo tranquilizó por completo. Tenía miedo de que le hubiesen hecho algo. -¿Por qué llega tarde? –Le recriminó apenas llegó- Me he tomado tres cafés esperándolo. -Se me pasó. Estaba muy cansado y me desperté un poco más tarde de lo habitual –explicaba. Y era verdad. Bartolomé estaba agotado. El Ejército le demandaba un esfuerzo físico que cansaría a cualquier persona. Pero el agotamiento de Bartolomé era más mental que otra cosa. Tenía miedo a que algo fallara, quería que todo saliera perfecto para no sufrir ninguna consecuencia negativa. Rodríguez dudaba pero no le dio importancia. Solo quería conversar con él para saber qué ocurrió con Filomeno. -¿Y…? –preguntaba Rodríguez esperando que
Eran las ocho de la mañana. El ambiente era triste. Hacía frío y el viento terminaba de decorar esa tenebrosidad. El Sr. Rodríguez se había ofrecido para financiar el entierro y mantenimiento de Eugenio. Además, financió el traje que Bartolomé debía usar para despedir a su padre. Se encontraban Rodríguez, Bartolomé, Arturo y otros colegas que trabajaban para el Jefe. No había abundancia de gente. Los familiares de Bartolomé, en su mayoría, vivían en otras provincias y debía avisarles de lo sucedido. -Lo siento mucho, Tano –le hablaba Arturo manifestando su pésame. Bartolomé lo aceptó, al igual que aceptó el de Rodríguez y todos los que estaban allí presentes. Se notaba que Bartolomé estaba triste. Pero también estaba enojado. Miraba a cualquier lado pensando en cualquier cosa para despejar su mente, pero era inútil. El sabía que era lo que ocupaban sus pensamientos. -¿En qué estáis pensando? –preguntaba Arturo. -E
Bartolomé acomodaba las cosas de su casa. Estaba acostumbrado a hacerlo en el conventillo pero sin una criada, la situación se hacía más difícil. No veía a Nélida desde el año anterior, el mismo día que asesinó a Michael. Preparó su vestimenta con la que salía a correr por las calles para hacer ejercicio. Se tomaba muy en serio su entrenamiento militar, así como su trabajo de espía. Salió de su casa. Pensaba en su padre, en que no estaba presente para poder mostrarle que luego de tanto esfuerzo, pudo comprarse la tan ansiada casa. La situación para comprar casas era sencilla. Desde la Ley de Casas Baratas del legislador Cafferata sancionada en el 1915, era más sencilla la compra de una casa y de esa manera, de forma gradual, se fueron abandonando los conventillos. Bartolomé sabía que si salió tarde de allí, se debía a su padre, aunque no podría echarle la culpa, se sentía culpable. Corría por la calle en un día típico de invierno. Un clima frío y c