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Capítulo 6 — Las cicatrices también hablan

La cafetería estaba casi vacía a esa hora, salvo por una pareja de universitarios acurrucados en el rincón y un hombre solitario leyendo el periódico. Valeria entró envuelta en un abrigo largo de color caramelo y una hernosa bufanda gris, con el rostro más tenso de lo que quería admitir.

Allí estaba Leo. Sentado junto a la ventana, con una taza de café entre las manos y la pierna temblando con ese viejo tic que lo delataba cada vez que algo lo ponía nervioso.

No se habían visto desde el cumpleaños número 18 de Leo. Una pelea estúpida sobre dinero, sobre lealtad, sobre quién cargaba con más peso en una familia que parecía deshacerse cada año un poco más.

—Hola —dijo ella, plantándose frente a él.

Leo levantó la vista. Su rostro había cambiado. Más duro, más apagado. Pero seguía siendo su hermano. O lo que quedaba de él.

—Te ves bien —murmuró.

—Tú no tanto.

Él sonrió, con esa mezcla de tristeza y sarcasmo que siempre los había unido.

—Siéntate, por favor. Esto… es raro para mí también.

Valeria se quitó el abrigo y se sentó. Se miraron en silencio durante unos segundos, midiendo el terreno, como dos soldados con la bandera blanca en el bolsillo pero sin decidirse a sacarla.

—¿Qué pasa con mamá? —fue directa.

Leo suspiró y se frotó la cara.

—Llegó esta mañana. No me llamó. Fue directo al taller. Estaba… alterada. Dijo que necesitaba verte. Que era importante.

—¿Importante como cuando nos dejó con la abuela? ¿O importante como cuando no apareció en tu graduación?

Leo la miró con cansancio.

—No la estoy defendiendo, Vale. Solo… hay algo distinto en ella. Se nota que viene jodida. Y no sé si emocionalmente o legalmente.

Valeria se tensó.

—¿Se metió en problemas?

—Algo de eso. Mencionó deudas. Gente que la busca. No fue clara. Pero no está bien.

—¿Y por qué viene a mí ahora?

—Porque tú eres la que quedó entera.

Valeria soltó una risa amarga.

—Crees que quedé entera. Solo aprendí a pararme más rápido que tú.

Leo desvió la mirada hacia la ventana. La lluvia comenzaba a golpear los vidrios con fuerza.

—A veces te envidio. No sé cómo hiciste para salir de ese caos y convertirte en algo más.

—A veces yo también me envidio. Hasta que vuelvo a casa y recuerdo que tengo una abuela enferma, una empresa tambaleante, y un apellido que no me abre puertas, sino que las cierra.

mi vida es un naufragio y estoy tratando de salir a flote.

Leo le tomó la mano, torpemente.

—No quiero pelear, Vale. No esta vez.

—Yo tampoco. Pero no sé si puedo verla. No sé si quiero verla.

—Te entiendo. Pero tal vez necesites hacerlo. Para soltarla… o para enfrentarla. Como sea, ella te va a buscar. No vino a desaparecer otra vez. Vino con una maleta y la cara de quien no tiene a dónde más ir.

Valeria se quedó en silencio. Algo en su pecho dolía. No por su madre. Por esa niña que aún vivía dentro de ella, esperando una disculpa. Un abrazo. Algo.

—¿Dónde está?

—En un hostal cerca del mercado central. No tiene ni un peso. Si no vas tú, voy a tener que llevarla a casa de la abuela. Y sabes que eso no es opción.

Valeria asintió con los labios apretados.

—Iré mañana. Pero no prometo nada.

—Está bien.

Se quedaron así un momento. Dos hermanos que se parecían más de lo que creían, tratando de reconstruir una historia que nunca fue justa con ellos.

Y afuera, la ciudad seguía rugiendo. Como si nada de eso importara.

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