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Entre el amor y la venganza de la ex esposa
Entre el amor y la venganza de la ex esposa
Por: LauraC
CAPÍTULO 1 EL DOLOR DE UNA PARTIDA

Charlotte

A veces, en las horas más silenciosas de la noche, el eco de mis propios pensamientos se convierte en un peso insoportable. En mi habitación, me siento atrapada entre la opulencia de la mansión y el vacío que me consume, como si ambos mundos estuvieran en constante conflicto. Mientras contemplaba mi reflejo en el espejo, me sorprendió la frialdad que se reflejaba en mi propio rostro. Acaricié mi mejilla dándome cuenta el mal paso del tiempo; sentí que algo andaba terriblemente mal.

Llevaba ya tres años casada con el amor de mi vida, Federick Maclovin, un famoso inversionista. Era muy guapo, eso no se puede negar, pero su personalidad dejaba mucho que desear, pero ahí estaba yo, locamente enamorada, perdida en lo que, al comienzo, fue un amor entrañable y verdadero.

—¡Charlotte! ¡Charlotte! —Los gritos de Magdalena me sacaron de mis pensamientos—. Muévete, ¿qué esperas? Ven a servir el desayuno. —Mi suegra me trataba peor que si fuera una simple empleada de servicio. Su desprecio por mí era evidente.

Pasé una última vez el trapo sobre la mesa para sacarle brillo, olvidando por completo mi desdicha. Sonreí satisfecha con el resultado; debía atender a la familia.

—¡Un momento, por favor! —Me dirigí a la cocina y, sonriente, comencé a preparar rápidamente el desayuno para todos. Los Maclovin eran una familia de cuatro: la madre, el padre y los dos hijos, siendo mi esposo el mayor de ellos.

Habían pasado quince minutos desde que Magdalena ordenó el desayuno, y aún no llegaba al comedor. Esto hizo que Federick se enfureciera. Se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina, miró hacia mí con enojo y me gritó:

—¡¿En dónde está mi desayuno, Charlotte?! —Los ojos de Federick ardían producto de su enojo, esos ojos que alguna vez me vieron con amor, en ese momento, solamente podían esbozarme un profundo odio, eso realmente rompía mi corazón.

—Mi amor, es que…—tartamudeé—. Aún me demoro un poco.

Federick me tomó por el mentón, causándome un poco de dolor. Su mirada estaba llena de odio, y en sus ojos no había ni una pizca de amor. Solamente me mostraba como nuestro matrimonio se había sumergido en el declive…

—¡Eres una inútil, Charlotte! No sé en qué momento decidí casarme contigo, si es que no sirves para nada. Eres una deshonra para mi familia.

—Pero, mi amor, ¿por qué me estás diciendo esto? —Mi voz se quebró completamente, y un nudo doloroso se formó en mi garganta. Estuve a punto de romper en llanto.

—Porque es cierto, Charlotte. Llevo tres años aguantándote, y no te soporto —Federick me miró con un odio evidente, y sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos—. ¡No te amo, Charlotte!

—No me digas eso, cariño, por favor —supliqué, herida.

—Me fastidias, Charlotte, pero pronto todo esto acabará —respondió con ironía. Federick salió de la cocina, dejándome con un sabor amargo en la boca. Unas cuantas lágrimas rodaron por mis mejillas, pero me obligué a controlarme y a seguir con mi tarea.

Cinco minutos después, serví el desayuno, pero mi esposo ya no estaba en la mesa. Sin embargo, mi suegra no perdió la oportunidad de quejarse.

—¿Otra vez huevos? ¿No sabes hacer nada más? —preguntó Magdalena con evidente enojo.

—Suegra, en la cocina no había nada más. He hecho lo que he podido —respondí, consciente de que mis palabras podían ser una ofensa, especialmente en medio de la crisis económica que estaba atravesando la familia desde que su gran compañía había quebrado. La recuperación parecía muy lejana.

Magdalena, llena de ira, tomó el plato del desayuno y lo estrelló contra el suelo. La comida voló por los aires mientras yo observaba atónita.

—No sé cómo mi hijo se pudo casar contigo, si es que no sirves para nada. Eres una completa inútil, Charlotte, ¡Recoge todo esto! —Gritó Magdalena furiosa, ante la mirada confusa de su hija menor Diane y su esposo John.

John se levantó de la mesa también y dejo servido el desayuno.

—Espero mi hijo se divorcie de ti muy pronto, es mejor que no pertenezcas más a esta familia—Dijo el hombre.

No pude evitar que las lágrimas corrieran por mis mejillas como un torrente incontrolable. ¿Divorcio? La idea me resultaba insoportable. No deseaba separarme de mi esposo; creía que era la mujer perfecta para él. Lavaba su ropa y la de su familia, limpiaba la casa, preparaba las comidas y lo esperaba cada noche después del trabajo, dispuesta a satisfacer sus necesidades. ¿Dónde estaba mi error? ¿Acaso no merecía ser su esposa?

A mis veintiséis años, soportaba la humillación de una familia que no era la mía, todo por amor, o al menos eso pensaba yo.

Tras un largo día, me senté frente al espejo, solté mi cabello y pasé un cepillo por mi rubia melena. Mis ojos verdes, rodeados por oscuras ojeras, opacaban mi belleza, y mi rostro pálido carecía de vitalidad, pues no salía de la mansión ni siquiera para tomar un poco de sol. Me sumía en las tareas domésticas con la esperanza de ganarme el afecto que siempre me eludía.

Pero ¿a quién le importaba? Mi única fuente de felicidad dependía de la presencia de mi esposo.

Me recosté en la cama con un libro, esforzándome por no quedarme dormida antes de que llegara Federick. Debía calentar su comida y atenderlo como él merecía, esperando que eso me permitiera dormir a su lado. Sin embargo, esa noche había algo diferente en la mansión de los Maclovin. Una atmósfera densa parecía envolver el lugar, y un escalofrío recorría mis huesos mientras mi esposo se acercaba a la habitación.

La puerta se abrió y Federick entró, con una expresión vacía y un sobre en la mano. Al verlo, me levanté de la cama rápidamente.

—Buenas noches, querido. Voy a calentar tu comida.

—Ya cené, Charlotte.

Agaché la cabeza, aceptando lo dicho, y me dirigí a quitarle los zapatos, pero él me apartó bruscamente, lanzándome un sobre al pecho.

—¿Qué es esto? —pregunté, confundida.

—Los papeles del divorcio. ¿Acaso eres ciega o qué?

Sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mi cuerpo, frágil, sucumbió ante el frío de la noticia. Las manos comenzaron a temblarme y, una vez más, el llanto inundó mi rostro.

—¡No, mi amor! No quiero divorciarme, por favor. —Dejé la carpeta sobre la mesa y me lancé hacia él, desesperada, pero me empujó, alejándome con desdén.

—¡No me toques, Charlotte! Firma y lárgate de mi casa.

—No, no me dejes, por favor. Haré lo que sea por ti. ¡Te amo demasiado! No me hagas esto, cariño, ¡por favor! —Me encontraba en un estado de desesperación total. El divorcio no era parte de mis planes, no ahora. No me importaba soportar lo que fuera, pero perderlo... no podía aceptarlo.

Me arrodillé ante él, aferrándome a sus piernas mientras mis lágrimas caían sin control. Rogaba que no me dejara, que reconsiderara. Pero Federick, insensible, se zafó de mi agarre. Caminó hacia el armario y, sin mirarme, sacó una maleta. Descolgó mi ropa y la tiró al suelo, dejándome ver lo poco que le importaba todo lo que yo había entregado.

—¡Lárgate ya, campesina! —me gritó, señalando la puerta.

—Es casi medianoche, ¡no me hagas esto, por favor! —seguí suplicando—. No tengo a dónde ir.

—¡Que te vayas! —Federick me miró con furia, su voz amenazante.

—Por favor, Federick, dame una segunda oportunidad, mi amor. Prometo que haré las cosas mejor —insistí, desesperada.

—¡Eres increíble! —espetó con una sonrisa cruel—. ¿Qué parte no entiendes de que no quiero seguir casado contigo?

Recogí mis pocas pertenencias, viendo el odio en los ojos de Federick. No me quedó más opción que salir de la mansión con el alma rota y sin un solo centavo en el bolsillo. Toda la familia Maclovin fue testigo de mi humillación, pero en lugar de defenderme, se sumaron a mi desgracia. Las carcajadas burlonas de la madre y la vergüenza evidente en el rostro del padre terminaron de aplastar mi dignidad.

Con el corazón hecho trizas, solo quedaba una salida: regresar al hogar que nunca debí abandonar. Pero estaba tan lejos, tan desprotegida, que ni siquiera sabía cómo me recibirían. Me había casado perdidamente enamorada de un Federick que, en otro tiempo, fue dulce y devoto. Sin embargo, con el paso de los meses, se convirtió en mi verdugo. No soportaba mi amor, ni mi presencia.

Nunca entendí por qué cambió. Lo que jamás habría imaginado era que su corazón pertenecía a otra persona. Ese desprecio que mostraba hacia mí no era más que el reflejo de una traición. En los caprichos del amor, solo manda el sentimiento verdadero, y el suyo ya no era mío.

Bajo la lluvia, empapada y sin abrigo, llegué a la estación de tren. Sin consuelo y completamente desolada, una mujer, movida por la piedad, se acercó y me dio dinero para un billete. Tomé el primer tren de la mañana, dejando atrás los últimos tres años de mi vida. No podía creer lo que mi esposo me había hecho.

Me negaba a aceptar su crueldad, y la forma en que rompió mi corazón, condenandome al fracaso y a una tristeza profunda. 

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