Capítulo 3

—Ahora todo tiene sentido —espetó Alessia y apartó la mano—. ¿Lo ve? Haciendo bromas de mal gusto sobre mi hija, de seguro el hijo es igual.

—Señora Regil…

—No, no, no estoy dispuesta a escuchar estas ofensas, mucho menos que mi hija esté obligada a convivir con un niño que debe tener los mismos malos modales que el padre.

El hombre enarcó una ceja, por un momento creyó que no hablaba de él, pero Alessia lo señaló de forma acusadora y comprendió que sí, en efecto él era el de los «malos modales».

—Señora Regil, ¿está hablando de mí? —cuestionó el señor Lambert sin evitar señalarse a sí mismo.

Alessia puso los ojos en blanco y espetó:

—¿Ve? El padre obviamente no es muy listo.

La directora se puso de todos los colores. Si el padre del niño explotaba en ira, tendría toda la razón.

—Disculpe, no estoy entendiendo… —musitó él. La situación le parecía inaudita—. ¿Su hija muerde a mi hijo y nosotros somos los maleducados?

Alessia se incorporó, levantó la barbilla y lució amenazadora con su metro y sesenta centímetros.

—Exactamente, eso he dicho, porque mi hija sólo se ha defendido de las agresiones de su hijo.

Él rio por lo bajo, meneó la cabeza y señaló la computadora.

—Directora, ¿le ha enseñado el video que me envió?

—Sí, señor Lambert, pero…

—Pueden llamarme Matthew —dijo él—. ¿Entonces? Ahí está muy claro que su hija mordió a mi hijo.

—Porque algo le hizo su hijo —insistió Alessia.

—¡No se ve eso en la grabación!

—Pues no grabó todo —resolvió la madre—. Y no tengo tiempo para esto, ¿qué hará, directora? Yo sugiero una expulsión porque es peligroso que su hijo se relacione con otros niños.

—¡¿Mi hijo peligroso?! —espetó Matthew, comenzaba a enojarse—. Señora Regil, nosotros nos conformamos con que le explique a su hija que morder a otros está mal, que ella se disculpe con mi hijo y usted como madre averigüe por qué ha hecho eso.

Alessia colocó ambas manos sobre la cintura y, con voz firme, bramó.

—¡Usted no me va a decir cómo debo educar a mi hija!

—No pretendo eso, es sólo que…

—¡Mejor cuide al suyo! —interrumpió ella—. Averigüe qué le hizo a mi hija, si se siente tan buen padre…

Alessia consultó la hora en su celular, llegaría tarde.

»Lo siento, debo irme. No tengo tiempo para estas tonterías.

—Señora Regil… —llamó la directora, enmudeció ante los ojos llenos de ira de Alessia.

—¿Cuál será su solución?

La directora paseó la mirada entre ambos padres, el más accesible era el señor Lambert que hizo un casi imperceptible asentimiento.

—Hablaremos más con los pequeños… —suspiró—. Los mantendremos informados y…

Alessia no terminó de escuchar, sino que recogió su bolso y salió a grandes pasos de la oficina.

Estaba indignada, profundamente indignada, pero también sabía que era ridículo estarlo porque su hija mordió al niño. Tendría que hablar con ella, ¿a qué hora? No tenía idea. Poseía dos empleos, era ama de casa y cuidaba de su hija sola; sus padres continuaban viviendo en México.

Sólo eran ellas dos contra el mundo.

Pasó frente al aula donde se encontraba Lea. La observó unos segundos jugando con algunos niños y, en el rincón, descubrió al hijo del señor Lambert, estaba temeroso.

Eso no era correcto.

«Hoy», se dijo en silencio. No podía postergar esa plática con su hija.

—¿Puedo pasar a darle un abrazo? —La voz del señor Lambert llegó por un costado, estaba hablando con una de las cuidadoras.

—Claro.

La chica se alejó hacia el pequeño en el rincón, entonces Matthew giró el rostro hacia Alessia y se miraron en silencio unos segundos.

Ella se mantuvo firme. El mundo no estaba hecho para los débiles, era su mantra personal.

Alessia emprendió la retirada. Tomó el paraguas que dejó a un costado del casillero de su hija, lo abrió y atravesó el estacionamiento saltando con gracia los charcos en sus tacones altos.

Se refugió en el interior del vehículo, encendió el motor y se marchó. Llegaría veinte minutos tarde, era peor que no llegar, ¿no?

Pisó a fondo el acelerador. Se mezcló entre los vehículos, casi pierde nuevamente un espejo, pero llegó en el tiempo esperado.

Se estacionó en su sitio asignado en el estacionamiento subterráneo de la empresa. Echó un vistazo al cajón asignado al C.E.O., estaba vacío, probablemente iba tarde y nadie notaría su atraso.

Apresuró el paso hasta los ascensores, presionó de forma maniaca el botón y aguardó.

Una elegante camioneta captó su atención; para su sorpresa, el vehículo se estacionó en el lugar del C.E.O.

—Maldito ascensor —masculló mientras volvía a presionar un millón de veces el botón.

La puerta del conductor se abrió y descendió nada más y nada menos que el señor Lambert.

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