Uno

I. Reencuentro.

"Apenas nazco, me encamino hacia la muerte."

Corrió de la manera más discreta que pudo, como un animalito indefenso. Se aseguró de sentir los pasos detrás de ella y cuando los oyó, continuó con su trote hacia el refugio, que constaba de un claro escondido entre enredaderas y arbustos de fuerte aroma, sellados desde adentro con cascarones de árboles muertos. Procuró entrar sin develar el interior de aquel lugar, pues si alguien se percataba del gran escondite que ahí había, perderían su espacio y la poca seguridad que poseían. Se quitó los polvorientos harapos de encima cuando ya estuvo adentro y segundos después percibió el mismo ruido de la ropa cayendo, pero con mucha más rudeza. Su camarada había llegado.

—¡Todo ese esfuerzo por unas míseras bayas!

Niel observó con pasividad a quién profería tales quejas; su única amiga y persona con la cual tenía contacto desde que era niña; Brinda. La muchacha en cuestión lucía unas ojeras bajo sus ojos y se veía adormilada, aunque eso no restaba a su expresión de fastidio. Niel deseó que se quejara más despacio, pero no emitió comentario al respecto.

—No puedo creer que perdimos horas de valioso sueño por esto. Qué porquería...

La chica de ojos grises ignoró los comunes berrinches de su amiga y en cambio se marchó hacia un rincón, donde un árbol caído y hueco les servía como almacén para guardar sus escasos alimentos. Después de dejar las bayas envueltas allí, finalmente se volteó para lidiar con la molesta pelirroja.

Todavía recordaba el día en que la conoció, o mejor dicho, cómo olvidarlo. Había permanecido inmóvil y en silencio por días —como siempre— dentro de una madriguera abandonada, llena de huesos y pelos de coyote. Menos mal que los animales se habían despojado de aquel sitio, sino la hubieran devorado. Después de algunas lunas en relativa paz, una especie de gruñido infantil la alertó, aunque no logró sacarla de su estado de pasividad. Y antes de poder decidir su reacción ante un posible ataque o intruso, ya se encontraba frente a una invasora cabeza anaranjada.

—¡Hola! ¿Me dejarías comerte?

Allí comenzó su extraña amistad. Ante la obvia negativa de Niel, Brinda se auto-invitó a la madriguera y no se fue de ahí sino hasta que se llevó a la pequeña consigo. También allí comenzó su vida de nómada, de presa, tan indefensa como el último eslabón en la cadena alimenticia. Pero al menos ya no estaba sola. Esa chispeante niña de cabellos rojos le enseñó a sobrevivir y Niel por su parte le traspasó lo único que sabía; las artes chamánicas. Al principio fue difícil, ambas eran muy opuestas y tenías habilidades diferentes, pero aprendieron a convivir con eso y a absorber lo que la otra tenía por ofrecer. Brinda no podría ni de lejos considerarse una chamán y Niel dejaba mucho que desear como cazadora, pero era mejor que no saber nada y les convenía estar en sintonía con sus conocimientos. De esa manera, formaron un equipo de dos miembros; una, la cabeza pensante, que tomaba precauciones y esperaba en las sombras, y la otra; el ente operante, quien ejecutaba los planes y tomaba acción. Gracias a esa simple pero efectiva dinámica, habían logrado sobrevivir a ese desolador mundo durante veinticuatro y veinticinco años respectivamente. Y aquello era un logro reconocible.

La luz comenzó a escasear a medida que atardecía y los semblantes de ambas muchachas se ensombrecieron. La chamán llevó su mano al pecho con discreción.

—Niel, no me digas que... —comenzó Brinda, sin ganas de concretar la oración.

—Sí, hoy es la noche.

Aquella afirmación fue como una condena. La cazadora apretó sus párpados con vigor y Niel optó por ahorrarse las expresiones, dirigiéndose hacia el agujero donde guardaba sus objetos para realizar rituales. Cuando sintió todos los aromas de los materiales tan familiares, no pudo evitar pensar en su madre y las palabras incesantes que salían de su boca cuando las épocas de luna llena llegaban. Las recordaba bien porque fueron pocas las ocasiones en las que le dirigió la palabra.

"Es cuando más debes esconderte, es cuando nadie puede verte."

Tomó un saquito que contenía polvos púrpuras, de matices grises y apariencia poco llamativa. Nadie creería que aquello fuese una fórmula poderosa y que la hubiese cargado encima desde que tenía memoria, incluso antes de ese día en el que todo cambió. Su madre lo había denominado "Polvo de Sombras", un conjunto de ingredientes de la naturaleza conjurados especialmente para ella. Advirtió que quedaba muy poco, probablemente alcanzaría sólo para un uso más, por lo que tendrían que salir el día siguiente para poder preparar otra tanda. Separó ese restante en dos porciones pequeñas, introdujo los polvos dentro de una tela roída y encerró el agujero de la improvisada bolsa entre su mano. Brinda ya se le había acercado, con expresión de fastidio mientras aguantaba la respiración. Níniel comenzó el ritual, en el cual emitía algunos ruidos mezclados con palabras que no se lograban entender, a la vez que espolvoreaba sobre el cuerpo de la cazadora. Repitió el ritual consigo misma pero con otra letra, recitando un mantra que su misma progenitora conjuró hace años para ella.

El destino alteré,

y él dijo; "me vengaré.

No toques aquello que yo

predestiné".

Mas obediente no seré,

pues tengo que proteger

a la doncella de las lágrimas

que en sombra convertiré.

Cuando acabó, todo se sumió en silencio. Brinda se había acurrucado en su avejentada piel de zorro —rompiendo el hábito de permanecer en vigilia todas las noches— y el agua fluía apacible, víctima del encanto de tan atribulada velada. Afuera se libraban cacerías, cruentas matanzas y jugadas, con los seres humanos como centro de atención para ejecutar tales vilezas. Las presas.

"Los monstruos realmente existen", repetían constantemente los ancianos cuando vivió con ellos, aquellos que habían alcanzado a vivir en la época cuando sus actuales verdugos no eran más que mitos y leyendas. Niel no sabía mucho de historia ni del mundo, su madre siempre fue retraída y poco conversadora, por lo que sus pocos conocimientos eran gracias a los viejos chamanes que conoció y que se animaron a contarle historias. "Éramos los reyes del mundo, el ser humano estaba en la cúspide de él", contaban orgullosos de su pasado, comentarios que la pequeña no comprendía. "¿Cómo una raza tan débil como la humana pudo haber sido la más fuerte? ¿Éramos más fuertes que los monstruos?" Los ancianos, con actitud secreta y como si estuvieran diciendo algo prohibido, respondían siempre con la misma frase; "la Gran Caída".

Un silbido cortó el aire junto con una risa macabra, seguida por un grito de dolor que logró despertar a Brinda. Las dos cruzaron miradas, percibiendo el grotesco sonido de algo siendo destrozado para luego sumirse todo nuevamente en silencio. Al cabo de unos segundos, Brinda gruñó y volvió a recostarse, envolviéndose con fervor en su piel de animal.

Niel —como su madre le había ordenado que la llamasen después aquel día— no podía estarse tranquila durante esas noches. Sabía con seguridad que era a causa del temor a los monstruos que estaban allá afuera, al acecho. Las noches de luna llena eran las más violentas, criaturas dejaban sus dominios para salir de cacería, una costumbre que no entendía, pero de la que se cuidaba religiosamente. Ella y su compañera de supervivencia casi siempre estaban calladas y protegidas por los polvos, pero esas noches en particular hacían el ritual completo, pues al parecer, los poderes de los monstruos se potenciaban gracias al plenilunio. Se lamentó de que su fórmula se hubiese acabado, pues preparar el Polvo de Sombras era un proceso minucioso, donde gastaba la mayor parte del día buscando los ingredientes para su composición. Aunque eso no era lo que la preocupaba, sino el que, por alguna razón, perdiera los efectos del camuflaje mientras estuviera en dicha búsqueda. Ahí quedaría al descubierto, totalmente vulnerable y eso la ponía de los nervios, pues aunque su temple siempre fuese sereno, los monstruos la atemorizaban hasta lo más profundo de su ser.

Por nada del mundo quería toparse con uno.

Cuando la terrorífica noche dio indicios de acabar, Niel inició su rutina diaria, sintiéndose extraña al no dormirse apenas clareaba el alba. Eso le sucedió porque los humanos desde hace ya tiempo habían cambiado sus hábitos de sueño para poder sobrevivir, siendo lo normal para ellos permanecer despiertos durante las noches y descansar durante el día, un horario hecho para estar alertas durante las cacerías nocturnas. Niel usualmente se despertaba antes que Brinda, cerca del ocaso y empezaba a prepararse para la vigilia, pero ahora su amiga tenía el sueño cambiado gracias a que el día anterior salieron a buscar comida y dormía sin importarle nada. La chamán sonrió hacia su durmiente amiga, pensando en qué haría sin ella.

Ya desperezada, fue hacia el depósito y tomó una de las pociones que allí había, abriendo y vertiendo el líquido en el afluente. Esa poción servía para ocultar el aroma del agua, de una composición inofensiva que no impedía su consumo. Eso se lo habían enseñado los ancianos. Tomó otra preparación, esta vez una que lucía como lodo y la untó en ciertos huecos, lo que servía como aislante para que en el exterior no se escucharan sus ruidos. Eso lo había aprendido sola.

Le llevó aproximadamente una hora hacer ese procedimiento. Cuando ya hubo dejado todo en su sitio volteó otra vez hacia su camarada, que roncaba como león y no parecía tener intenciones de despertar pronto. Niel se halló en un dilema; esperar a que Brinda despertara y desperdiciar las pocas horas de luz que el día ofrecía o dejarla dormir y salir sola a buscar lo faltante para hacer el Polvo de Sombras. Era una decisión difícil, pues no se consideraba la persona más valiente —más bien se sentía cobarde— y pocas veces había estado fuera sin la compañía de Brinda, quien por su pasado de cazadora era temeraria y siempre la protegía. Meditó durante un rato su elección; llevaba un día y medio sin dormir, no tenían provisiones y se quedarían sin camuflaje también, estaba contra las cuerdas. Miró a Brinda, no sería tan grave despertarla, pero el hecho de depender absolutamente de ella le molestaba, no quería sentirse una inútil, pues si se quedaba sola algún día estaría perdida. Debía aprender a valerse por sí misma.

Con ese pensamiento se armó de valor y vistió sus viejos harapos, llenándolos de chucherías. Se embetunó de diferentes polvos para ahuyentar animales y hasta humanos, pero que no servían para evitar a la calamidad de la que precisamente se escondía.

Al salir del claro, apartando las enredaderas y ramas blandas que las protegían del mundo, se quedó parada en silencio, adaptándose a la molesta luz diurna, a la que poco conocía por estar siempre durmiendo a esas horas. Sus sentidos no eran los más excepcionales, pero hasta ella podía olisquear la sangre en el aire. Los vellos de su nuca se erizaron al aspirar el metálico aroma. Repensando, volteó hacia la entrada y arrancó un buen par de enredaderas, recordando los escuetos consejos de su madre; "mientras más extraña luces, mejor". Se vistió con las plantas, encorvándose y comenzando su trayecto hacia los límites de su Zona, donde en un precipicio cercano se hallaban los mejores yacimientos de minerales. El día estaba nublado —como siempre— y el aire no alcanzaba a ser frío, sino que una usual sensación de sofoco reinaba en el ambiente, incluso siendo invierno. Así era el Sur, la Zona más clemente en cuanto a clima. Niel divagó que, como pronto llovería, debería preparar recipientes para conseguir un poco de agua de lluvia, la cual siempre era útil. Con esos pensamientos logró hacer el miedo a un lado, respirando tranquila y más confiada cuando llegó al precipicio y pudo recolectar todos los materiales que necesitaba sin dificultad. No había sido tan terrible después de todo. Quizá los monstruos estaban agotados después de una larga noche y necesitaban descansar. No lo sabía, pues si bien era especialista en ellos, era para evitarlos y no para conocerlos.

Aprovechando la tranquilidad del día, la chamán decidió no volver de inmediato al refugio, sino cubrir ciertas tareas que usualmente no hacía sin la compañía de la cazadora. Se dirigió hacia la Zona Este, donde una extensa cadena montañosa le proporcionaba leña seca de un bosque quemado que sobrevivía a los pies de la montaña. Cuando llegó después de al menos una hora caminando, ató todas las ramitas que halló con una raíz y las guardó entre las capas de su ropa, que eran bastante útiles a la hora de cargar cosas. A eso de la tarde emprendió camino a la Zona Norte, donde el clima era más húmedo y por lo tanto se daban mejor las frutas —según Brinda, que aun así prefería la carne—. Niel no recordaba haber estado en ese lugar, ya que los chamanes de su anterior grupo estaban asentados en el Sur por sus ventajas como el clima y los yacimientos de minerales. Su madre había mencionado algo sobre aquel lugar antes de dejarla, pero no lo recordaba con exactitud pues en ese momento era muy pequeña y estaba conmocionada por el incidente. Aunque ahora creía que, siendo una adulta cautelosa, no tendría nada de malo.

Se dio cuenta de que estaba llegando por la cantidad de vegetación y humedad en el aire. Casi eran palpables las gotitas de bruma que bailaban a su alrededor. Era un bosque abundante en clorofila y variedades de plantas, la mayoría beneficiosas para sus prácticas. Le pareció un desperdicio que su grupo chamán se haya atascado en el Sur, habiendo tanta abundancia en cada una de las zonas. Sin perder tiempo, sus manos tomaron diferentes tipos de cortezas, savia y frutas. Nunca se había sentido tan dichosa, las opciones que le daba la naturaleza eran maravillosas y se lamentó profundamente de siempre haber temido al exterior. No era tan malo, de día podría vivir con normalidad, no tenía que estar siempre escondida y asustada como un pequeño roedor, pensando constantemente en la posibilidad de una sorpresiva muerte.

Cuando emprendió camino de vuelta al claro, imaginándose la histeria de Brinda por no haber estado en todo el día, la niebla se volvió cada vez más espesa. No le extrañó, ya que el lugar poseía esas características tan intrínsecas. Era como caminar en medio de una nube, empujando con el cuerpo la bruma a su paso, tan densa que pronto dejó de ver hacia donde se dirigía. Se detuvo, agudizando sus sentidos para hallar algo que la ayudara a orientarse, cuando al dar un paso, pisó en falso y hundió su pie en algo blando y viscoso.

Hizo una mueca de desagrado, no quería ni imaginar qué era.

Molesta por sentir la desagradable sensación cremosa en su pie, agitó un poco los brazos para espantar la niebla y divisó un chorro de agua escurriendo de una pared de piedra. Se acercó con dificultad y puso su pie bajo el chorro, enjuagando primero la sustancia y luego quitándose el trozo de cuero que le cubría el pie para lavarlo. Después de estrujar la piel de animal y dejarla sobre la piedra, limpió su pie y finalmente lavó sus manos, bebiendo agua y mojándose la cara de paso. Suspiró, agotada por las nuevas actividades realizadas aquel día y se dispuso a envolver su pie nuevamente en el cuero, cuando como un deja vú, oyó un aullido a la distancia, acompañado de un gruñido que volvió a inundarlo todo.

Niel se convirtió en un contenedor de miedo puro, aunque cierta emoción la removió sin saber porqué. Ese sentimiento no era suyo.

Mientras yacía congelada en su sitio, haciéndose cada vez más pequeña entre sus ropajes, las advertencias de su madre y las precauciones que tomó durante toda la vida para evitar ese preciso momento, iban y venían como relámpagos. No pudo ni darse cuenta de su garrafal error y renacientes recuerdos cuando ya había atraído a la calamidad, aquella bestia que la acechaba desde el día en el bosque cuando era pequeña, ese día en que todo cambió. Gruesas lágrimas escaparon de sus ojos, disparadas y únicas, sólo dos, lágrimas de puro terror. Ni siquiera entendía bien qué era lo que iba a pasar, pero sí tenía claro que nada volvería a ser como antes, otra vez. Su tiempo de sobreviviente se había agotado y sólo un milagro la podría salvar.

Pero incluso así, quiso ver a su verdugo a la cara. Fuera lo que fuera a pasarle, lo perecería conociendo la imagen de lo que durante toda la vida había huido. Merecía al menos saber eso. Debía entender.

Níniel se volteó y miró al lobo a los ojos. Y como un engranaje atascado por años, el destino finalmente echó a andar.

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