Después de algunos días me incorporo a la empresa y no tengo ni una semana en mi nuevo empleo, cuando siento el impulso de querer envenenar el café de mi jefe, pero sé que darían con el responsable en un abrir y cerrar de ojos, además de que eso destrozaría a mis padres.
—¡Señorita Bennett! —grita desde su oficina, cierro los ojos y me concentro para no gritarle que use el maldito teléfono que tiene en su oficina para pedirme las cosas de buen modo, me levanto y toco a su puerta—, ¿por qué tardo tanto en llegar? Su escritorio solo está a unos cuantos pasos de mi oficina.
—¿Qué se le ofrece, señor Cavalluci? —pregunto ignorando su ponzoña de esta mañana.
—Esta noche tendré una cena con algunos posibles clientes, por lo que usted debe de acompañarme.
—No me había informado nada.
—Ahora ya lo sabe, ¿o es que no puede asistir? —inquiere con un tono de voz que no augura nada bueno si es que me niego.
—Para nada jefe, ahí estaré, como siempre me avisa a última hora —murmuro esto último tan bajo que no logra escucharme, ya que de lo contrario sus berridos serían como una explosión regándose por todo el edificio.
—Haga la reservación en el restaurante de siempre, después vaya al departamento legal y busque al abogado De Santis, pídale que prepare los contratos correspondientes.
—¿Quiénes son esos clientes? —inquiero anotando todo en mi tablet.
—Es una marca de vestidos de novia, debe de recordar el nombre —responde fulminándome con la mirada como si yo tuviese la culpa de su demencia senil precoz.
—Ya recuerdo es Bridal´s Romero & Dumont, ¿cuántas personas estarán en la cena? —pregunto forzando una sonrisa.
—Seremos cuatro, los dueños y usted quien debe de ir conmigo.
—Perfecto, cuando tenga todo listo le aviso, con su permiso jefe —cierro la puerta y hago como si lo estuviese ahorcando, después de mi pequeña fantasía casi orgásmica, una sensación de alivio me inunda el cuerpo, acomodo mi ropa y comienzo con mi labor.
Durante el resto del día la paso subiendo y bajando por todo el edificio, haciendo mil y un recados para mi jefe, de tal forma que cuando llega mi hora del almuerzo bajo a la cafetería de empleados y pido algo ligero, para llevarlo a mi lugar de trabajo y comerlo ahí, mientras continúo trabajando para el tirano del demonio quien si salió muy puntual rumbo a su restaurante favorito.
Al final de mi jornada laboral comienzo a estirarme como un gato de azotea en un intento por liberarme de la tensión del día, cuando mi jefe me frena con su odiosa voz de fondo.
—Quiere dejar de hacer eso en la oficina, da mala imagen, además, ¿se imagina lo que pensaría un cliente si la ve haciendo eso en horas laborales? Que usted no está calificada para tener el cargo que ostenta —pregunta y se responde él mismo con su lengua viperina, ahora entiendo por qué su anterior asistente huyo. Por muy guapo que sea, ¿quién aguantaría ese humor del demonio que se carga? Es como si odiase a todas las mujeres.
—Lo siento jefe, no volverá a suceder, al menos no cuando usted me vea —respondo en un murmullo.
—¿Qué dijo? —inquiere mirándome con el ceño fruncido.
—A esta hora es imposible que llegue algún cliente, ya son más de las siete de la noche —sin poder contenerme me defiendo apretando mis manos en puños.
—No entiendo cómo fue que la contraté, si en el poco tiempo que tiene trabajando para mí la he escuchado quejarse más de lo que lo hacían mis anteriores asistentes.
Estoy por responderle que solo lo soportaban, por qué deseaban saltar a su cama, pero cuando veo que sus ojos azules se vuelven casi negros debido a que su enojo está llegando a su máximo punto de ebullición, guardo silencio, he decidido que no es momento de tentar al diablo, por lo menos no hoy.
—Es hora de ir a la cena, la espero en el estacionamiento —comenta antes de darse la vuelta y encaminarse al ascensor.
En cuanto desaparece lanzó un grito y le dedico mis mejores malas palabras destinadas a este repugnante ser, que es tan insensible a tal extremo que encabeza el primer lugar de las personas que más odio, aunque de momento es el único que figura en ella.
Cuando llegó al subterráneo me apresuró a subir al auto de mi jefe y justo cuando me estoy acomodando en el asiento delantero comienza con sus reclamos.
—¿Por qué se sentó adelante, señorita Bennett? —inquiere fulminándome por el espejo retrovisor.
—Por qué no quiero que se me impregne el olor a azufre —murmuro tan bajito que me parece, nadie pudo escucharme, sin embargo, cuando Paolo lanza una pequeña carcajada la cual oculta, fingiendo toser, al instante lo miro mordiendo mi labio inferior con temor a que me vaya a delatar con nuestro querido jefe y conociéndolo es capaz de bajarme de su auto gritándome que estoy despedida, algo que no me gustaría, ya que no me apetece llegar a pie hasta mi casa. Llámenme interesada, pero me he acostumbrado a los lujos que me ha proporcionado mi jefe en estos pocos días.
—¿Estás bien Paolo? —le cuestiona nuestro jefe con evidente preocupación, demasiada diría yo.
—Sí, jefe. Lo siento es solo que creo que estoy por resfriarme —responde con naturalidad.
—Señorita Bennett, que espera para pasarse acá atrás, necesito discutir algunos puntos con usted sobre esta cena.
—Vamos, señorita Reyyan, atrás estará más cómoda —comenta Paolo con una sonrisa asomando por sus labios, se acerca a mí y me ayuda a desabrochar el cinturón, lo cual toma como excusa para susurrarme al oído—: tal vez el olor a azufre combine bien con su dulce perfume.
—¡Paolo! —gimoteo aferrándome al cinturón como si fuese una pequeña sanguijuela, este me lanza una sonrisa malvada y tan rápido como el aleteo de un pájaro arrebata el cinturón de mis manos para después abrir la puerta y darme un ligero empujón.
Una vez atrás y después de que mi jefe me lanzará un discurso de la importancia que es el que siempre esté a su lado, eso sin contar con su mirada envenenada a la cual ya me estoy acostumbrando, comienza a decirme todo lo que debo hacer en esa reunión.
Cuando llegamos al restaurante, la hostess se devora con la mirada a mi jefe antes de permitirnos pasar y vamos, que yo también lo haría si no supiese el humor tan ácido que se carga y no deseo enfermar de indigestión visual por su culpa. Nos lleva a una mesa un poco apartada donde ya se encuentra una hermosa mujer de cabellera oscura acompañada de un hombre bastante bien parecido y, en cuanto nos acercamos, se ponen de pie para saludarnos.
—¡Señor Cavalluci, buenas noches! —saluda la mujer—. Lamento no haber coincidido antes, pero me es difícil viajar seguido a Italia, soy Camille Dumont y como ya sabe él es mi socio Mario Romero —se presenta con una pequeña sonrisa.
—Mucho gusto señorita Dumont —estoy por decirle que es la señora Ruíz, pero mi jefe me lanza una mirada de advertencia por lo que guardo silencio y lo dejo que meta la pata—, bueno a mi asistente la señorita Bennett ya la conocen —comenta con formalidad, estos asienten y después procedemos a tomar asiento.
—Me gustaría ser directa, señor Cavalluci los elegimos a ustedes como nuestra agencia madre, por qué desde hace algún tiempo vengo siguiendo su trabajo, a lo largo de todos estos años y he visto como han mejorado a tal grado que son una de las mejores agencias de publicidad en el país.
—Eso me halaga, señorita Dumont —responde mi jefe con modestia, sin que pueda verme le ruedo los ojos, por qué sé que eso no va con él, es más soberbio que una chica ganando un concurso de belleza.
Comienzan a platicar sobre la nueva apertura de una sus tiendas aquí en Italia y el gran impacto que tendrían al trabajar de la mano con nosotros. Hacemos nuestro pedido y en lo que nos lo sirven seguimos platicando sobre los nuevos diseños que están por sacar al mercado.
Cuando por fin llegan con nuestros platillos, sin perder tiempo, le doy una probada al Ossobuco que pedí y por Dios que sabe a gloria, tanto así que mis pupilas gustativas casi explotan de placer y si pudiesen se pondrían a cantar, por lo menos el aguantar los cambios de humor de mi jefe ha tenido su recompensa esta noche.
El resto de la cena solo es interrumpido para aclarar ciertas dudas de nuestros clientes y después de revisar con mucho cuidado los contratos deciden firmar, por lo que celebramos con una copa de vino.
En cuanto termina la cena nos retiramos no sin antes concretar una nueva cita y al salir no puedo evitar lanzar un pequeño lamento interno, en primer lugar por contenerme de pedirle una foto a Camille Dumont y en segundo lugar me hubiese gustado trabajar para alguien como ellos, pero para mí, mala suerte me tocó con el peor ángel caído del inframundo.
He llegado a pensar que ni el mismísimo Satanás lo soportaba a su lado y nos lo mandó a los pobres mortales como recordatorio de ser un buen samaritano, le lanzó una mirada fulminante que por suerte pasa desapercibida por él y seguimos nuestro camino hasta el auto donde nos espera Paolo.
—¡Oh por Dios! Esa mujer es realmente hermosa y lo mejor de todo es que es una reina del encaje —comento en voz alta sin poder contenerme.
—Sé lo que pretende —responde ácidamente mi jefe y mirándome con tanta frialdad que si tuviésemos un duelo de miradas seguro él sería el ganador sin discusión alguna.
—¿A qué se refiere? —pregunto sin entender sus palabras.
—La contraté como mi asistente, no como casamentera.
—Pero que mie… —al instante freno mi lengua, no puedo decirle eso a mi jefe por muy molesta que me encuentre—, nunca he intentado algo semejante —me defiendo con vehemencia.
—Durante toda la cena me di cuenta de cómo intentaba hacerme interactuar con esa mujer, grábeselo en la cabeza, no debe de meterse en mi vida privada. No me interesa conocer a ninguna mujer —me rebate entrando al auto y juro que solo por qué desapareció de mi vista si no le hubiese dicho que es un completo idiota, Camille Dumont está casada con Leonardo Ruíz un hombre que está más bueno que el mejor de los vinos añejado en barrica de roble francés, sin mencionar que debe de tener mejor carácter que el suyo, el cual es más agrio que leche fermentada en pleno verano.
—Esa mujer…
—No me interesa, entienda de una vez —me interrumpe y como no pienso seguir amargando mi noche, lo ignoro, prefiero que siga viviendo en la ignorancia el muy bruto.
Llegamos hasta mi minúsculo departamento el cual es del tamaño de una caja de cerillas, bajo del auto como si el mismísimo demonio me estuviese persiguiendo y antes de que mi jefe diga algo le cierro la puerta en la cara, escucho como Paolo vuelve a lanzar una pequeña risita fingiendo toser y sin mirar atrás entro a la seguridad que mi edificio puede proporcionarme.
Subo hasta mi departamento y después de desnudarme de camino a mi cama dejando todo en el pequeño y viejo sofá me tiro a mi cama.
Maldito Cavalluci cuando mencionó que tendría que hacer ciertos sacrificios, nunca dijo que estos eran carecer por completo de vida social, solo llevo unos días y ya deseo renunciar, regresar con mis padres y dejar que papá me diga que no era necesario dejar la buena vida que ellos me daban por unos cuantos euros.
Al día siguiente, cuando llegó a mi escritorio, me dejo caer en mi silla bastante agotada, de tan solo imaginar los gritos que tendré que escuchar a lo largo del día, suelto un suspiro y enciendo mi computador antes de que aparezca mi adorado jefe y comience con venenosos comentarios sobre lo que ocurrió ayer. —¿Tan temprano y ya está cansada? —escucho su horrible voz. Cierro los ojos y después de contar hasta tres levanto la mirada y sonrío de tal forma que los músculos de mi cara se tensan tanto que es casi seguro que terminaré con un desgarre facial, y aunque en mi mundo imaginario me gustaría responder con algo como «¿Tan temprano y de tan mal humor?», me obligo a ser tan cortés como puedo serlo con este despreciable ser. —¡Buenos días, señor Cavalluci! En un momento le llevo su café y los pendientes del día. Pasa de largo y sin saludar, por lo que en cuanto se cierra la puerta de su oficina, lanzo un grito ahogado. Me pongo en pie y, como cada día de esta larga semana, preparo
Justo, como lo dijo Marcello, regreso a mi lugar de trabajo y por suerte no aparece mi jefe hasta que termina mi jornada laboral. Me lanza una mirada fulminante y sube al ascensor sin decir nada de lo que sucedió hace un par de horas. Recargo mi cabeza en mi escritorio y lanzo un pequeño suspiro de alivio; por lo menos no desperté a la bestia que habita en mi jefe. Tomo mis cosas y salgo de la oficina con rumbo a mi departamento. Días después de la cena con Camille Dumont me enteré por Gianluca de que algunas asistentes a las que despidieron resultaron ser infiltradas de algún empresario importante (con hijas en edad de casarse) y las cuales fueron enviadas para hacer de casamenteras con mi jefe. Organizaban alguna cena con un posible cliente y esos empresarios aprovechaban para presentarle a su hermoso retoño que resultaba no estar comprometida, convirtiendo una cena de negocios en una cita a ciegas, mi jefe harto de todo ello fue que decidió contratar a una asistente mayor y bueno
Al otro día, cuando llego a la oficina por cada lugar que paso, el tema de conversación es el amorío entre mi jefe y el señor Marcello, por lo que me dirijo de inmediato al lugar de Gianluca. —¿Por qué corriste el chisme de mi jefe y del señor Marcello? Te dije que no contarás nada —lo acuso en cuanto lo tengo de frente. —Ya sé a qué te refieres y te aseguro que yo no dije nada. Cuando llegué, todos hablaban de ello, además salió una foto en una revista y tu jefe se ve bastante acaramelado con mi ex pastelito —musita con tristeza—. Ahora que Marcello ya tiene dueño, me doy cuenta de que lo he perdido, me quedé con ganas de probarlo —se lamenta con un pequeño mohín. —¿S-salió en una revista? —inquiero con incredulidad. —Sí —busca en su celular y después de algunos segundos me enseña el titular de esa revista y debajo de este una foto de mi jefe cenando con el señor De Santis en un lugar bastante elegante y hasta cierto punto romántico. —Nunca pensé que mis sospechas fuesen ciertas.
Durante alrededor de dos horas me la paso caminando de un lado al otro, apoyando ya sea en revisar los guiones a los cuales se deben de apegar los talentos, así como revisar que algunas cosas de utilería se cambien por otras de acuerdo con algunas exigencias de los modelos. En un momento la grabación se detiene y, por fin, después de varias horas sin probar bocado, llega el servicio de catering del hotel con tantos platillos que no sé por cuál decidirme. Estoy por servirme un poco de estofado cuando uno de los modelos se acerca a mí y me sonríe. —Eso se ve muy rico —musita, señalando con su barbilla una de las bandejas. —S-sí, eso parece —le doy la razón sin poder apartar mi mirada de él, dado que sus hermosos ojos verdes contrastan a la perfección con su piel trigueña. —Creo que probaré un poco —toma el cucharón que aún sostengo entre mis manos y simplemente de un momento a otro esa pequeña burbuja de éxtasis se pincha en cuanto mi jefe me manda llamar. —¡¡Señorita Bennett!! —esc
Después de mi pequeño desahogo, comienzo con todas las llamadas, así que cuando vuelvo a observar la hora en mi computador, me doy cuenta de que ya pasan de las diez de la noche. Por suerte, la mayoría de las asistentes trabajan hasta tarde, por lo que pude terminar de concretar las citas con mi jefe. Apago mi computador y después de tomar todas mis cosas, bajo por el ascensor hasta el lobby del edificio. Debido a que ya es bastante tarde, solo quedamos el personal de seguridad y yo, cuando paso a su lado, me despido con un pequeño movimiento de mi mano, mismo que ellos me responden, pero cuando veo que del otro lado de los grandes ventanales comienzan a verse algunos relámpagos acelero el paso para conseguir un taxi antes de que la lluvia que seguro está por llegar me empape. Salgo al implacable aire que azota la noche y no he caminado ni cinco metros cuando una fuerte tormenta descarga su furia sobre todas las personas que caminan apresuradas en un intento por huir de esa ducha hel
Me encojo de hombros y con paso lento me dirijo a la oficina de mi jefe. Después de tocar dos veces, me permite pasar. —¿Por qué se tardó tanto? Por un momento pensé que ya se le había olvidado traer mi café —me regaña con el ceño fruncido. —Me había quedado muy caliente y tuve que enfriarlo un poco —me excuso fingiendo estar apenada. —Déjelo en esa parte de mi escritorio, no quiero que se me acerque —lo fulmino con la mirada, pero dado que no levanta la vista de sus documentos, no puede verme—. Toda usted es una bomba andante de virus —exclama con un escalofrío—. Es más, no sé ni por qué vino a la oficina. —Porque usted me obligó a venir, le hablé a su celular y solo se dedicó a darme órdenes sin escucharme al decirle que quería tomarme un día. —Puede retirarse, pero llévese el portátil a su casa para que trabaje desde ahí. No quiero que siga dejando su virus en mi empresa. —Y no solo en su empresa, sino también en su taza —mascullo cuando lo veo tomar un trago de su café y sabo
Después de unos cuarenta minutos llegamos a la hermosa casa de nuestro jefe y algo es seguro, el demonio ese tendrá mal carácter, pero no mal gusto. Siempre que vengo a su casa me encanta perder el tiempo, mientras miro el jardín desde los enormes ventanales que adornan la planta baja. Paolo me abre la puerta y bajo resignada a que estos serán los peores tres días de mi semana. —Ya sabes donde se encuentra su habitación, así que te dejo para que tú lidies con él —musita Paolo con una enorme sonrisa. —Claro como tú no eres al que están sacrificando como cerdo —refunfuño, molesta. Tomo todas mis cosas y me dirijo a la habitación de mi jefe, toco a la puerta y al instante su horrorosa voz me permite pasar. —¡Dios, luce terrible! —exclamo cuando lo veo con los ojos hinchados, el cabello parado y la nariz tan roja como una gran cereza. Ante mis palabras me fulmina con la mirada y me indica con su mano que me acerque a donde se encuentra. —Gracias, pero aquí estoy bien —sin darle tiem
—¡¿Esto fue lo que le diste?! —grito sin poder creerlo. —Sí. —Este es medicamento para la diarrea, Paolo. ¡¡Ahora, gracias a ti, estará estreñido!! Las pastillas para la temperatura son estas —saco una cajita roja y veo como Paolo se pone pálido al darse cuenta de su error. Saco una pastilla y tomo el vaso con agua que dejé hace unos minutos en su mesita, mientras Paolo me ayuda a sentar a nuestro jefe y lo obligamos a tomarse el medicamento. —Será mejor que le pongamos unas compresas con agua fría en lo que el medicamento comienza a hacer efecto. Paolo baja por un pequeño recipiente con agua y yo me dirijo al baño, de donde tomo algunas toallas, las cuales humedezco bajo el chorro de agua en lo que llega Paolo. Cuando pongo la primera compresa en su frente, mi jefe abre sus ojos e intenta enfocarme; sin embargo, casi al instante los vuelve a cerrar. —Aquí está el recipiente con agua —musita Paolo dejándolo a mi lado. Retiro la compresa y la vuelvo a humedecer un poco para despu