VII. El Cuarto Sello

La mujer en la iglesia murmuraba frases sin sentido desde hacía horas. Ojos vidriosos. Boca seca. Un sacerdote temblaba en una esquina. Nadie se atrevía a tocarla desde que, sin previo aviso, se arrancó las uñas y las arrojó al altar como si fueran pétalos de rosa. Ahora estaba quieta. Demasiado quieta.

Un susurro en otro idioma rompió el silencio.

—Non est hic… sed venit.

El sacerdote tragó saliva. Fue entonces cuando ella se alzó de golpe y gritó:

—¡NO SOY TU MADRE, PEDRO! —Y se arañó el rostro con fuerza, dejando hilos de sangre en sus mejillas.

—Carajo… —dijo Salem, encendiendo un cigarro mientras observaba desde el umbral del templo.

Llevaba su chaqueta negra, los ojos cansados y una botella de whisky en la mano. Dio un trago largo. Los policías que lo esperaban afuera no se atrevieron a entrar.

—¿Quién lo llamó? —preguntó un agente.

—Ustedes. Cuando algo no tiene explicación, me llaman. Y cobro caro, por cierto —dijo Salem, soltando una sonrisa torcida. Caminó hasta el altar.

La
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