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III. El Peso de la Eternidad

El motor rugía contra la lluvia mientras el auto atravesaba la ciudad. Eva temblaba, con la mirada fija en el parabrisas cubierto de agua. Las gotas parecían arañar el vidrio como si algo las empujara desde el otro lado. Salem, al volante, apretaba el cigarro entre los dientes, su rostro iluminado intermitentemente por los relámpagos. Caín, en el asiento trasero, observaba la carretera con una tranquilidad perturbadora.

—¿A dónde vamos? —preguntó Eva, abrazándose a sí misma.

—A un lugar seguro —respondió Salem sin mirarla.

—Si es que queda alguno —murmuró Caín.

Eva tragó saliva. Aún sentía en la piel el tacto viscoso de las sombras que casi la devoraron. La imagen de los Débora Noctis, esas criaturas que no deberían existir, seguía tatuada en su mente.

El auto derrapó en una curva cerrada, y Salem golpeó el volante con furia.

—Mierda, vienen tras nosotros.

Eva miró por la ventana y sintió que el estómago se le hundía. Entre las calles empapadas, las sombras se arrastraban como una plaga viviente, moviéndose contra la luz de los postes parpadeantes. Sus formas eran borrosas, pero sus ojos brillaban como brasas encendidas.

—No puede ser… —murmuró.

Caín chasqueó la lengua y se inclinó hacia adelante.

—Acelera. Si nos alcanzan aquí, estamos muertos.

—Yo ya estoy muerto, amigo —replicó Salem con una sonrisa torcida.

El parabrisas explotó de repente.

Un Débora Noctis cayó sobre el capó, hundiendo sus garras en el metal. Su boca era una grieta oscura llena de dientes imposibles. Eva gritó.

Salem giró el volante con fuerza y el auto derrapó. El monstruo salió despedido, pero otros dos emergieron de los callejones, lanzándose hacia ellos.

Caín gruñó.

—Esto va a doler.

Se abalanzó sobre Eva y la cubrió justo cuando el auto se estrelló contra un poste.

El impacto fue brutal. Eva sintió el crujido del metal y su cuerpo rebotó contra el asiento. Todo se volvió un caos de lluvia, sangre y cristales rotos.

Cuando abrió los ojos, estaba sobre el asfalto, con la tormenta azotando su rostro. Su vista se aclaró justo a tiempo para ver a Caín levantarse con el cuello torcido de un ángulo imposible.

—Oh, por Dios… —susurró.

Caín agarró su propia cabeza y, con un chasquido nauseabundo, la enderezó. Luego, se giró hacia ella y sonrió, con los ojos iluminados por un relámpago.

—No te preocupes, muñeca. No es la primera vez que muero.

Eva retrocedió, aterrada. Caín se sacudió el polvo y miró hacia los Débora Noctis que se acercaban.

—Salem, haz lo tuyo. Yo me encargo del resto.

Salem escupió sangre y sacó algo del interior de su chaqueta. No era un frasco esta vez. Era un cuchillo de plata, con inscripciones que parecían arder bajo la lluvia.

—¿Listo para hacer historia? —preguntó Salem, sonriendo con los dientes ensangrentados.

Caín se tronó los nudillos.

—Como siempre.

Los Débora Noctis se lanzaron sobre ellos.

La batalla fue un torbellino de relámpagos, gritos y sombras desgarradas. Salem se movía con precisión letal, cortando la oscuridad con su cuchillo bendito. Caín luchaba como un demonio inmortal, enfrentando a las criaturas con una fuerza que desafiaba toda lógica. Cada vez que lo derribaban, se levantaba, ileso, como si la muerte no pudiera tocarlo.

Eva no podía creer lo que veía.

Uno de los Débora Noctis intentó alcanzarla, pero Salem lo interceptó, hundiendo la hoja en su cráneo. La criatura chilló antes de desvanecerse en cenizas negras.

—Vamos, amor. Es hora de largarnos.

Caín los cubrió mientras corrían hacia un edificio abandonado. La tormenta rugía con más fuerza cuando cerraron la puerta tras ellos.

Eva cayó de rodillas, jadeando. Su mente no podía procesar lo que acababa de presenciar.

—¿Qué… qué demonios son ustedes?

Salem se apoyó contra la pared, encendiendo otro cigarro con manos temblorosas.

Caín sonrió.

—Bienvenida al otro lado de la realidad, muñeca.

La tormenta seguía rugiendo afuera, pero Eva supo en ese instante que la verdadera tempestad estaba dentro de ella.

Horas después, llegaron a la mansión de Caín. Eva, agotada y empapada, siguió a los hombres al interior de la casa.

Caín sirvió whisky en tres vasos y le pasó uno a Salem.

—Dime la verdad, Black. ¿Qué tan jodidos estamos?

Salem tomó un sorbo antes de responder.

—No lo sé aún. Pero esto es grande. Es como si alguien estuviera removiendo las piezas para un juego que ni siquiera entiendo.

De pronto, un viento helado recorrió la habitación.

Un ser de luz descendió, con alas apenas perceptibles que brillaban como el reflejo del sol en el agua.

—Caín —dijo el ser con voz grave—. Debes proteger a la chica. Si ella muere... las puertas del infierno se abrirán.

El silencio fue sofocante.

Salem encendió otro cigarro, inhaló profundamente y exhaló el humo con resignación.

—Bueno, amor —murmuró, mirando a Eva—, parece que ahora sí me debes algo más que un trago.

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