El motor rugía contra la lluvia mientras el auto atravesaba la ciudad. Eva temblaba, con la mirada fija en el parabrisas cubierto de agua. Las gotas parecían arañar el vidrio como si algo las empujara desde el otro lado. Salem, al volante, apretaba el cigarro entre los dientes, su rostro iluminado intermitentemente por los relámpagos. Caín, en el asiento trasero, observaba la carretera con una tranquilidad perturbadora.
—¿A dónde vamos? —preguntó Eva, abrazándose a sí misma. —A un lugar seguro —respondió Salem sin mirarla. —Si es que queda alguno —murmuró Caín. Eva tragó saliva. Aún sentía en la piel el tacto viscoso de las sombras que casi la devoraron. La imagen de los Débora Noctis, esas criaturas que no deberían existir, seguía tatuada en su mente. El auto derrapó en una curva cerrada, y Salem golpeó el volante con furia. —Mierda, vienen tras nosotros. Eva miró por la ventana y sintió que el estómago se le hundía. Entre las calles empapadas, las sombras se arrastraban como una plaga viviente, moviéndose contra la luz de los postes parpadeantes. Sus formas eran borrosas, pero sus ojos brillaban como brasas encendidas. —No puede ser… —murmuró. Caín chasqueó la lengua y se inclinó hacia adelante. —Acelera. Si nos alcanzan aquí, estamos muertos. —Yo ya estoy muerto, amigo —replicó Salem con una sonrisa torcida. El parabrisas explotó de repente. Un Débora Noctis cayó sobre el capó, hundiendo sus garras en el metal. Su boca era una grieta oscura llena de dientes imposibles. Eva gritó. Salem giró el volante con fuerza y el auto derrapó. El monstruo salió despedido, pero otros dos emergieron de los callejones, lanzándose hacia ellos. Caín gruñó. —Esto va a doler. Se abalanzó sobre Eva y la cubrió justo cuando el auto se estrelló contra un poste. El impacto fue brutal. Eva sintió el crujido del metal y su cuerpo rebotó contra el asiento. Todo se volvió un caos de lluvia, sangre y cristales rotos. Cuando abrió los ojos, estaba sobre el asfalto, con la tormenta azotando su rostro. Su vista se aclaró justo a tiempo para ver a Caín levantarse con el cuello torcido de un ángulo imposible. —Oh, por Dios… —susurró. Caín agarró su propia cabeza y, con un chasquido nauseabundo, la enderezó. Luego, se giró hacia ella y sonrió, con los ojos iluminados por un relámpago. —No te preocupes, muñeca. No es la primera vez que muero. Eva retrocedió, aterrada. Caín se sacudió el polvo y miró hacia los Débora Noctis que se acercaban. —Salem, haz lo tuyo. Yo me encargo del resto. Salem escupió sangre y sacó algo del interior de su chaqueta. No era un frasco esta vez. Era un cuchillo de plata, con inscripciones que parecían arder bajo la lluvia. —¿Listo para hacer historia? —preguntó Salem, sonriendo con los dientes ensangrentados. Caín se tronó los nudillos. —Como siempre. Los Débora Noctis se lanzaron sobre ellos. La batalla fue un torbellino de relámpagos, gritos y sombras desgarradas. Salem se movía con precisión letal, cortando la oscuridad con su cuchillo bendito. Caín luchaba como un demonio inmortal, enfrentando a las criaturas con una fuerza que desafiaba toda lógica. Cada vez que lo derribaban, se levantaba, ileso, como si la muerte no pudiera tocarlo. Eva no podía creer lo que veía. Uno de los Débora Noctis intentó alcanzarla, pero Salem lo interceptó, hundiendo la hoja en su cráneo. La criatura chilló antes de desvanecerse en cenizas negras. —Vamos, amor. Es hora de largarnos. Caín los cubrió mientras corrían hacia un edificio abandonado. La tormenta rugía con más fuerza cuando cerraron la puerta tras ellos. Eva cayó de rodillas, jadeando. Su mente no podía procesar lo que acababa de presenciar. —¿Qué… qué demonios son ustedes? Salem se apoyó contra la pared, encendiendo otro cigarro con manos temblorosas. Caín sonrió. —Bienvenida al otro lado de la realidad, muñeca. La tormenta seguía rugiendo afuera, pero Eva supo en ese instante que la verdadera tempestad estaba dentro de ella. Horas después, llegaron a la mansión de Caín. Eva, agotada y empapada, siguió a los hombres al interior de la casa. Caín sirvió whisky en tres vasos y le pasó uno a Salem. —Dime la verdad, Black. ¿Qué tan jodidos estamos? Salem tomó un sorbo antes de responder. —No lo sé aún. Pero esto es grande. Es como si alguien estuviera removiendo las piezas para un juego que ni siquiera entiendo. De pronto, un viento helado recorrió la habitación. Un ser de luz descendió, con alas apenas perceptibles que brillaban como el reflejo del sol en el agua. —Caín —dijo el ser con voz grave—. Debes proteger a la chica. Si ella muere... las puertas del infierno se abrirán. El silencio fue sofocante. Salem encendió otro cigarro, inhaló profundamente y exhaló el humo con resignación. —Bueno, amor —murmuró, mirando a Eva—, parece que ahora sí me debes algo más que un trago.La chimenea crepitaba en la mansión de Caín, proyectando sombras largas sobre las paredes de piedra. Eva, aún empapada y con el cuerpo tenso, observaba a los dos hombres. Salem bebía whisky en silencio, con la mirada clavada en el fuego, mientras Caín giraba el vaso en sus manos, pensativo.—Aún no entiendo —dijo Eva finalmente—. ¿Por qué yo? ¿Por qué esas cosas me persiguen?Caín suspiró, apoyándose en la barra.—Porque hay algo en ti que ellas quieren —dijo con un tono más sombrío de lo habitual.Salem exhaló el humo de su cigarro y la miró con una mezcla de lástima y curiosidad.—Déjaselo claro, Caín. No tenemos tiempo para rodeos.Caín dejó su vaso sobre la mesa y se cruzó de brazos.—Las puertas del infierno no pueden abrirse sin los sellos —explicó—. Hace siglos, un exorcista muy poderoso descubrió cómo cerrar esas puertas, pero sabía que los demonios intentarían revertir el proceso. Así que los sellos fueron convertidos en objetos físicos y esparcidos por el mundo, cada uno con
La noche había caído sobre la ciudad con un manto de oscuridad densa. Las luces de neón parpadeaban como si algo invisible drenara su energía. En una esquina apartada de la urbe, un hotel antiguo y olvidado por el tiempo se alzaba con su fachada desmoronada. Nadie en su sano juicio entraría allí… salvo Salem Black.—¿Me puedes decir por qué estamos en este agujero? —gruñó Caín, acomodándose el cuello de la chaqueta mientras miraba el letrero caído del hotel "Eldorado".Salem encendió un cigarro con aire despreocupado y sopló el humo en dirección a la puerta.—Un viejo amigo necesita ayuda —respondió, avanzando sin esperar aprobación.Eva y Caín lo siguieron, intercambiando miradas. A cada paso, el suelo de madera crujía como si el edificio estuviera susurrando advertencias.Al llegar al vestíbulo, encontraron a un hombre encorvado detrás del mostrador. Sus ojos tenían un brillo enfermizo y su piel parecía haber envejecido de golpe.—Black… —su voz era un susurro tembloroso—. Gracias a
El espejo estaba hecho añicos, pero la habitación seguía impregnada de algo... ajeno. Un silencio denso, antinatural, se había colado por las grietas del cristal, como si lo que estaba dentro aún no se hubiera ido del todo.—¿Qué demonios fue eso…? —murmuró Eva, sin esperar respuesta. Aún podía sentir la presión en el pecho, como si una garra invisible la hubiese rozado desde el otro lado del velo.Salem dio un sorbo a su botella de whisky, guardándola luego en su abrigo como si necesitara asegurarse de tenerla cerca. Su mirada estaba clavada en el marco vacío del espejo, como si pudiera ver algo más allá.—No era un demonio cualquiera —dijo finalmente—. Eso fue una advertencia.Caín se cruzó de brazos, su voz baja, tensa.—¿De quién?Una carcajada suave, distorsionada, emergió de los trozos rotos del espejo. Un sonido que parecía filtrarse desde algún rincón oscuro del mundo, como si algo se riera desde un túnel lejano.Salem no parpadeó.—Azrakeel.Eva sintió cómo ese nombre caía so
La mujer en la iglesia murmuraba frases sin sentido desde hacía horas. Ojos vidriosos. Boca seca. Un sacerdote temblaba en una esquina. Nadie se atrevía a tocarla desde que, sin previo aviso, se arrancó las uñas y las arrojó al altar como si fueran pétalos de rosa. Ahora estaba quieta. Demasiado quieta.Un susurro en otro idioma rompió el silencio.—Non est hic… sed venit.El sacerdote tragó saliva. Fue entonces cuando ella se alzó de golpe y gritó:—¡NO SOY TU MADRE, PEDRO! —Y se arañó el rostro con fuerza, dejando hilos de sangre en sus mejillas.—Carajo… —dijo Salem, encendiendo un cigarro mientras observaba desde el umbral del templo.Llevaba su chaqueta negra, los ojos cansados y una botella de whisky en la mano. Dio un trago largo. Los policías que lo esperaban afuera no se atrevieron a entrar.—¿Quién lo llamó? —preguntó un agente.—Ustedes. Cuando algo no tiene explicación, me llaman. Y cobro caro, por cierto —dijo Salem, soltando una sonrisa torcida. Caminó hasta el altar.La
El humo del cigarro se disipaba en el aire frío de la noche.Salem Black caminaba por la calle oscura, con las manos en los bolsillos y la chaqueta abierta. La ciudad tenía ese hedor a lluvia y desesperanza que tanto le gustaba. Algo iba mal en el aire, pero Salem no se inmutó.Hasta que escuchó el susurro.Se detuvo en seco.No era un sonido común. No era el murmullo de los borrachos en los bares ni el viento filtrándose por los edificios. Era un eco gutural, inhumano, que se arrastraba entre las sombras.Salem giró la cabeza, entrecerrando los ojos.El callejón a su izquierda estaba oscuro como la boca de un lobo. Y allí, suspendida en el aire, pegada contra la pared de ladrillos húmedos, estaba ella.Una mujer joven, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito mudo. Sus pies colgaban a centímetros del suelo.La sombra la sujetaba.No tenía forma definida, solo una mancha de oscuridad retorcida, pulsante. Se aferraba a ella con filamentos como dedos largos y huesudos, fu
El eco de sus pasos resonaba en la calle húmeda. Eva aún tenía el pulso acelerado, su respiración era un eco agitado entre los callejones. Su mente trataba de procesarlo todo, pero la escena del Devora Noctis aferrándola a la pared seguía ardiendo en su memoria como una pesadilla tatuada en la piel. —Te estás quedando atrás, amor. —La voz de Salem la sacó de su trance. Caminaba con las manos en los bolsillos, el cigarro colgando de sus labios. —¿Qué demonios fue eso? —Eva apretó los dientes. Su voz temblaba. Salem giró la cabeza y la observó con una sonrisa ladeada. —Una muy mala noche para ti. Antes de que pudiera replicar, el aire cambió. Frío. Denso. Como si la ciudad exhalara algo oscuro desde sus entrañas. Las farolas titilaron. Las sombras se alargaron, retorciéndose en las paredes. Un murmullo gutural resonó en el viento. Salem escupió el cigarro y lo aplastó con la punta del zapato. —Nos encontraron. Eva no tuvo tiempo de preguntar qué quería decir. Desde las esquin