VI. Azrakeel

El espejo estaba hecho añicos, pero la habitación seguía impregnada de algo... ajeno. Un silencio denso, antinatural, se había colado por las grietas del cristal, como si lo que estaba dentro aún no se hubiera ido del todo.

—¿Qué demonios fue eso…? —murmuró Eva, sin esperar respuesta. Aún podía sentir la presión en el pecho, como si una garra invisible la hubiese rozado desde el otro lado del velo.

Salem dio un sorbo a su botella de whisky, guardándola luego en su abrigo como si necesitara asegurarse de tenerla cerca. Su mirada estaba clavada en el marco vacío del espejo, como si pudiera ver algo más allá.

—No era un demonio cualquiera —dijo finalmente—. Eso fue una advertencia.

Caín se cruzó de brazos, su voz baja, tensa.

—¿De quién?

Una carcajada suave, distorsionada, emergió de los trozos rotos del espejo. Un sonido que parecía filtrarse desde algún rincón oscuro del mundo, como si algo se riera desde un túnel lejano.

Salem no parpadeó.

—Azrakeel.

Eva sintió cómo ese nombre caía sobre sus hombros como una piedra. No lo había escuchado antes, pero algo en ella… algo antiguo… lo reconoció. Como si el nombre hubiera estado enterrado en su sangre desde antes de nacer.

—¿Y qué es Azrakeel?

—Algo que ni siquiera el Infierno quiso contener sin cadenas —respondió Salem, encendiendo un cigarro sin mirar el encendedor, como si lo hiciera por inercia.

La habitación tembló levemente. No un terremoto, sino una vibración en la piel, como si una conciencia antigua se arrastrara cerca, husmeando. Las luces parpadearon, y Eva sintió un zumbido en los oídos, un susurro apenas audible: “Vendrá por ti…”

—¿Lo escucharon? —preguntó ella, sin aliento.

—No —dijo Caín, tenso.

Salem sí. Pero no respondió. Se limitó a clavar su mirada en Eva.

Él también la oyó.

Esa noche, volvieron al exterior. La lluvia caía como cuchillas, y el cielo estaba tan negro que ni la luna se atrevía a mirar. Salem se detuvo junto al coche, sacó su mapa manchado de sangre, y dejó que una gota de su whisky cayera sobre él. Las manchas se movieron, revelando marcas nuevas, símbolos desconocidos… y una silueta.

Una figura con alas negras extendidas, atrapada en cadenas ardiendo. Una marca sobre su pecho: un ojo abierto en vertical, rodeado de runas antiguas.

—No puede cruzar —dijo Salem, casi para sí mismo.

—¿Quién? —preguntó Eva.

—Azrakeel. No puede poseer cuerpos como los demás demonios. No de la forma habitual. No está… completo.

—¿Entonces cómo…?

—Los otros vienen a través del pecado —interrumpió Caín, mirando el cielo como si esperara una emboscada—. Encuentran un alma lo suficientemente rota, lo suficientemente sucia, y entran. Pero Azrakeel… no quiere entrar en un cuerpo. Quiere salir del Infierno.

Eva se estremeció.

—¿Y los sellos?

—Están rompiéndolos —dijo Salem, su voz más baja ahora—. Uno por uno. Cada sello es una llave, y cada llave deja entrar más… cosas. Él no los dirige directamente… aún. Pero los controla a través del miedo. Son sus perros de caza. Su ejército personal.

Eva observó cómo la silueta en el mapa parecía moverse, como si respirara. Como si supiera que hablaban de él.

—¿Y qué pasa si sale?

Salem miró hacia ella. Esta vez, no hubo humor en sus ojos.

—No quiere conquistar la Tierra, Eva.

—¿Entonces qué?

—Quiere reescribirla.

Horas después, en una catedral abandonada en la frontera de la ciudad, un sacerdote colgaba de una cruz invertida. Sus ojos se abrían y cerraban sin control, poseído por algo que usaba su cuerpo como títere.

Una sombra surgió de la penumbra. No tenía forma fija, solo humo, ojos blancos, y una risa.

—Los sellos caerán, uno a uno —dijo el demonio a través del sacerdote—. Los condenados caminarán de nuevo. Y cuando el último sello sea quebrado…

La voz se detuvo. Un murmullo sin cuerpo pareció llenar la iglesia.

—…él tendrá cuerpo. Y Salem Black tendrá que elegir. Su alma o la de todos.

La cruz se partió. El cuerpo cayó al suelo con un golpe seco.

Y el infierno… se acercó un poco más.

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