El espejo estaba hecho añicos, pero la habitación seguía impregnada de algo... ajeno. Un silencio denso, antinatural, se había colado por las grietas del cristal, como si lo que estaba dentro aún no se hubiera ido del todo.
—¿Qué demonios fue eso…? —murmuró Eva, sin esperar respuesta. Aún podía sentir la presión en el pecho, como si una garra invisible la hubiese rozado desde el otro lado del velo. Salem dio un sorbo a su botella de whisky, guardándola luego en su abrigo como si necesitara asegurarse de tenerla cerca. Su mirada estaba clavada en el marco vacío del espejo, como si pudiera ver algo más allá. —No era un demonio cualquiera —dijo finalmente—. Eso fue una advertencia. Caín se cruzó de brazos, su voz baja, tensa. —¿De quién? Una carcajada suave, distorsionada, emergió de los trozos rotos del espejo. Un sonido que parecía filtrarse desde algún rincón oscuro del mundo, como si algo se riera desde un túnel lejano. Salem no parpadeó. —Azrakeel. Eva sintió cómo ese nombre caía sobre sus hombros como una piedra. No lo había escuchado antes, pero algo en ella… algo antiguo… lo reconoció. Como si el nombre hubiera estado enterrado en su sangre desde antes de nacer. —¿Y qué es Azrakeel? —Algo que ni siquiera el Infierno quiso contener sin cadenas —respondió Salem, encendiendo un cigarro sin mirar el encendedor, como si lo hiciera por inercia. La habitación tembló levemente. No un terremoto, sino una vibración en la piel, como si una conciencia antigua se arrastrara cerca, husmeando. Las luces parpadearon, y Eva sintió un zumbido en los oídos, un susurro apenas audible: “Vendrá por ti…” —¿Lo escucharon? —preguntó ella, sin aliento. —No —dijo Caín, tenso. Salem sí. Pero no respondió. Se limitó a clavar su mirada en Eva. Él también la oyó. Esa noche, volvieron al exterior. La lluvia caía como cuchillas, y el cielo estaba tan negro que ni la luna se atrevía a mirar. Salem se detuvo junto al coche, sacó su mapa manchado de sangre, y dejó que una gota de su whisky cayera sobre él. Las manchas se movieron, revelando marcas nuevas, símbolos desconocidos… y una silueta. Una figura con alas negras extendidas, atrapada en cadenas ardiendo. Una marca sobre su pecho: un ojo abierto en vertical, rodeado de runas antiguas. —No puede cruzar —dijo Salem, casi para sí mismo. —¿Quién? —preguntó Eva. —Azrakeel. No puede poseer cuerpos como los demás demonios. No de la forma habitual. No está… completo. —¿Entonces cómo…? —Los otros vienen a través del pecado —interrumpió Caín, mirando el cielo como si esperara una emboscada—. Encuentran un alma lo suficientemente rota, lo suficientemente sucia, y entran. Pero Azrakeel… no quiere entrar en un cuerpo. Quiere salir del Infierno. Eva se estremeció. —¿Y los sellos? —Están rompiéndolos —dijo Salem, su voz más baja ahora—. Uno por uno. Cada sello es una llave, y cada llave deja entrar más… cosas. Él no los dirige directamente… aún. Pero los controla a través del miedo. Son sus perros de caza. Su ejército personal. Eva observó cómo la silueta en el mapa parecía moverse, como si respirara. Como si supiera que hablaban de él. —¿Y qué pasa si sale? Salem miró hacia ella. Esta vez, no hubo humor en sus ojos. —No quiere conquistar la Tierra, Eva. —¿Entonces qué? —Quiere reescribirla. Horas después, en una catedral abandonada en la frontera de la ciudad, un sacerdote colgaba de una cruz invertida. Sus ojos se abrían y cerraban sin control, poseído por algo que usaba su cuerpo como títere. Una sombra surgió de la penumbra. No tenía forma fija, solo humo, ojos blancos, y una risa. —Los sellos caerán, uno a uno —dijo el demonio a través del sacerdote—. Los condenados caminarán de nuevo. Y cuando el último sello sea quebrado… La voz se detuvo. Un murmullo sin cuerpo pareció llenar la iglesia. —…él tendrá cuerpo. Y Salem Black tendrá que elegir. Su alma o la de todos. La cruz se partió. El cuerpo cayó al suelo con un golpe seco. Y el infierno… se acercó un poco más.La mujer en la iglesia murmuraba frases sin sentido desde hacía horas. Ojos vidriosos. Boca seca. Un sacerdote temblaba en una esquina. Nadie se atrevía a tocarla desde que, sin previo aviso, se arrancó las uñas y las arrojó al altar como si fueran pétalos de rosa. Ahora estaba quieta. Demasiado quieta.Un susurro en otro idioma rompió el silencio.—Non est hic… sed venit.El sacerdote tragó saliva. Fue entonces cuando ella se alzó de golpe y gritó:—¡NO SOY TU MADRE, PEDRO! —Y se arañó el rostro con fuerza, dejando hilos de sangre en sus mejillas.—Carajo… —dijo Salem, encendiendo un cigarro mientras observaba desde el umbral del templo.Llevaba su chaqueta negra, los ojos cansados y una botella de whisky en la mano. Dio un trago largo. Los policías que lo esperaban afuera no se atrevieron a entrar.—¿Quién lo llamó? —preguntó un agente.—Ustedes. Cuando algo no tiene explicación, me llaman. Y cobro caro, por cierto —dijo Salem, soltando una sonrisa torcida. Caminó hasta el altar.La
El humo del cigarro se disipaba en el aire frío de la noche.Salem Black caminaba por la calle oscura, con las manos en los bolsillos y la chaqueta abierta. La ciudad tenía ese hedor a lluvia y desesperanza que tanto le gustaba. Algo iba mal en el aire, pero Salem no se inmutó.Hasta que escuchó el susurro.Se detuvo en seco.No era un sonido común. No era el murmullo de los borrachos en los bares ni el viento filtrándose por los edificios. Era un eco gutural, inhumano, que se arrastraba entre las sombras.Salem giró la cabeza, entrecerrando los ojos.El callejón a su izquierda estaba oscuro como la boca de un lobo. Y allí, suspendida en el aire, pegada contra la pared de ladrillos húmedos, estaba ella.Una mujer joven, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito mudo. Sus pies colgaban a centímetros del suelo.La sombra la sujetaba.No tenía forma definida, solo una mancha de oscuridad retorcida, pulsante. Se aferraba a ella con filamentos como dedos largos y huesudos, fu
El eco de sus pasos resonaba en la calle húmeda. Eva aún tenía el pulso acelerado, su respiración era un eco agitado entre los callejones. Su mente trataba de procesarlo todo, pero la escena del Devora Noctis aferrándola a la pared seguía ardiendo en su memoria como una pesadilla tatuada en la piel. —Te estás quedando atrás, amor. —La voz de Salem la sacó de su trance. Caminaba con las manos en los bolsillos, el cigarro colgando de sus labios. —¿Qué demonios fue eso? —Eva apretó los dientes. Su voz temblaba. Salem giró la cabeza y la observó con una sonrisa ladeada. —Una muy mala noche para ti. Antes de que pudiera replicar, el aire cambió. Frío. Denso. Como si la ciudad exhalara algo oscuro desde sus entrañas. Las farolas titilaron. Las sombras se alargaron, retorciéndose en las paredes. Un murmullo gutural resonó en el viento. Salem escupió el cigarro y lo aplastó con la punta del zapato. —Nos encontraron. Eva no tuvo tiempo de preguntar qué quería decir. Desde las esquin
El motor rugía contra la lluvia mientras el auto atravesaba la ciudad. Eva temblaba, con la mirada fija en el parabrisas cubierto de agua. Las gotas parecían arañar el vidrio como si algo las empujara desde el otro lado. Salem, al volante, apretaba el cigarro entre los dientes, su rostro iluminado intermitentemente por los relámpagos. Caín, en el asiento trasero, observaba la carretera con una tranquilidad perturbadora.—¿A dónde vamos? —preguntó Eva, abrazándose a sí misma.—A un lugar seguro —respondió Salem sin mirarla.—Si es que queda alguno —murmuró Caín.Eva tragó saliva. Aún sentía en la piel el tacto viscoso de las sombras que casi la devoraron. La imagen de los Débora Noctis, esas criaturas que no deberían existir, seguía tatuada en su mente.El auto derrapó en una curva cerrada, y Salem golpeó el volante con furia.—Mierda, vienen tras nosotros.Eva miró por la ventana y sintió que el estómago se le hundía. Entre las calles empapadas, las sombras se arrastraban como una pla
La chimenea crepitaba en la mansión de Caín, proyectando sombras largas sobre las paredes de piedra. Eva, aún empapada y con el cuerpo tenso, observaba a los dos hombres. Salem bebía whisky en silencio, con la mirada clavada en el fuego, mientras Caín giraba el vaso en sus manos, pensativo.—Aún no entiendo —dijo Eva finalmente—. ¿Por qué yo? ¿Por qué esas cosas me persiguen?Caín suspiró, apoyándose en la barra.—Porque hay algo en ti que ellas quieren —dijo con un tono más sombrío de lo habitual.Salem exhaló el humo de su cigarro y la miró con una mezcla de lástima y curiosidad.—Déjaselo claro, Caín. No tenemos tiempo para rodeos.Caín dejó su vaso sobre la mesa y se cruzó de brazos.—Las puertas del infierno no pueden abrirse sin los sellos —explicó—. Hace siglos, un exorcista muy poderoso descubrió cómo cerrar esas puertas, pero sabía que los demonios intentarían revertir el proceso. Así que los sellos fueron convertidos en objetos físicos y esparcidos por el mundo, cada uno con
La noche había caído sobre la ciudad con un manto de oscuridad densa. Las luces de neón parpadeaban como si algo invisible drenara su energía. En una esquina apartada de la urbe, un hotel antiguo y olvidado por el tiempo se alzaba con su fachada desmoronada. Nadie en su sano juicio entraría allí… salvo Salem Black.—¿Me puedes decir por qué estamos en este agujero? —gruñó Caín, acomodándose el cuello de la chaqueta mientras miraba el letrero caído del hotel "Eldorado".Salem encendió un cigarro con aire despreocupado y sopló el humo en dirección a la puerta.—Un viejo amigo necesita ayuda —respondió, avanzando sin esperar aprobación.Eva y Caín lo siguieron, intercambiando miradas. A cada paso, el suelo de madera crujía como si el edificio estuviera susurrando advertencias.Al llegar al vestíbulo, encontraron a un hombre encorvado detrás del mostrador. Sus ojos tenían un brillo enfermizo y su piel parecía haber envejecido de golpe.—Black… —su voz era un susurro tembloroso—. Gracias a