Los días siguieron sucediéndose de manera rutinaria. Marian no paraba de reunirse con los líderes, dejando sola a Rebeca atendiendo la tienda.
Ella intentaba concentrarse en el trabajo para evitar salir y volver a suscitar una situación inquietante, pero cada segundo que pasaba en ese lugar sentía una poderosa necesidad por acercarse a la cultura de su padre y averiguar los motivos de su muerte.
Los aromas marinos y el sonido del mar la atraían como la abeja a la miel.
Mientras hacía un esfuerzo por controlar sus ansiedades recogía las cajas vacías que habían quedado desperdigadas después de reorganizar la mercancía, para apilarlas en la trastienda, pero al divisar a través de los cristales del negocio que una camioneta Nissan Patrol se estacionaba al frente, tuvo que detener lo que hacía.
Una creciente curiosidad la obligó a mantener la mirada en el vehículo.
Un hombre alto, de cabellos castaños y largos hasta los hombros, se bajó con una carpeta entre las manos.
Quedó fascinada con el porte varonil y el cuerpo atlético del sujeto. Jamás se había sentido atraída por tipos de anatomía musculosa, pero sin entenderlo, no podía dejar de admirarlo. Le parecía conocido.
Se inquietó al verlo avanzar en dirección a la tienda. Su corazón se propulsó por la expectativa. Él caminaba con la cabeza gacha, por eso, ella no podía verle el rostro, pero mientras más se aproximaba, más intensas se volvían las emociones en su interior.
Cerca de la puerta, él alzó la cabeza. Al posar sus ojos negros en ella, Rebeca quedó inmóvil. Aquella mirada la envolvió por completo y afectó cada uno de los sentidos.
Ese era el hombre que habían bañado en el río días atrás, quien al parecer, había tenido los ojos ensangrentados.
Con un sobresalto obligó a su cuerpo a reaccionar y apartar la mirada de él, dirigiéndose a toda prisa a la trastienda con las cajas.
Allí escuchó el sonido de la campanilla de la puerta, lo que propulsó sus palpitaciones. Él estaba adentro.
Rebeca dejó las cajas sobre una mesa, se alisó la blusa y se peinó los cabellos con las manos. Nunca en su vida se había sentido tan nerviosa.
Segundos después salió, pero al encontrarlo parado frente al mostrador, con una mirada abrasadora sobre ella, sus pasos de congelaron.
Él no movía ni un solo músculo. Su cuerpo, de hombros anchos y brazos fibrosos, tapaban por completo la visibilidad hacia el exterior.
En su rostro se notaba una mezcla exótica de facciones indígenas e italianas, que le daba una apariencia intimidante a su semblante severo.
—¿Puedo… ayudarte? —preguntó ella con inseguridad. Sentía un nudo atado en el estómago que le helaba la sangre.
Después de un momento de silencio, el hombre reaccionó.
—Busco a Marian Leiva —respondió. Su voz gruesa y vibrante le erizó la piel a Rebeca.
Ella tuvo que entrelazar sus manos para controlar el nerviosismo e intentó parecer despreocupada.
—No está. Tardará unas horas en regresar.
El hombre la miraba con una intensidad perturbadora, que la hizo sentirse como una pequeña y solitaria liebre habitando un bosque poblado por lobos.
—Entrégale esto, por favor —dijo, y colocó la carpeta sobre el mostrador antes de retroceder un par de pasos en dirección a la puerta.
Él no apartaba su atención de ella y Rebeca estaba hipnotizada, no contaba con la voluntad necesaria para alejar sus ojos de él.
Al percatarse de que se marchaba el terror la invadió.
Se acercó con rapidez, como queriendo detenerlo, sin considerar que el mostrador se interponía en su camino. De manera absurda tropezó con el mueble.
—¡Espera! —pidió con apremio. Su ansiedad era mayor a su vergüenza—. ¿Quién eres? —Al ver que el sujeto detenía sus pasos, ella se tranquilizó. Necesitaba saber algo de él. Aquel desconocido la hacía sentirse diferente—. Es para… decirle a mi madre quien le dejó la carpeta.
Con esa justificación el semblante del hombre se relajó. Él respiró hondo y se guardó las manos en los bolsillos.
—Dile que los documentos se los envía Ildemaro Veldetta, el nuevo administrador de la sociedad. Es la relación de las ventas del cacao durante el trimestre pasado. Pablo le pidió que se los hiciera llegar a tu madre.
Después de decir aquello se giró para retirarse. Rebeca volvió a angustiarse. Odiaba que él supiera quien era ella, sin que ella aún tuviera idea de quien era él.
—¿Y tú? —Su preguntar lo obligó a volver a detenerse mientras sostenía la manija de la puerta—. Aún no sé tu nombre —insistió sin dejar de detallar la espalda amplia y de músculos definidos que se apreciaba a través de la camisa.
—Gabriel Veldetta —respondió sin darle la cara y antes de marcharse.
Rebeca lo siguió con la mirada hasta que el hombre subió al auto y los vidrios polarizados le impidieron seguir observándolo.
El corazón le latía con fuerza en el pecho y un cúmulo de sensaciones se agitó en su interior.
Ahora él se notaba diferente a como lo había visto aquella tarde en el río, pero igual le seguía pareciendo intimidante.
En medio de un suspiro miró como el auto se alejaba de la tienda y sin apartar su atención apoyó los codos en el mostrador para descansar sobre sus manos la mandíbula.
Todo en esa la región estaba arropado por una sombra de misterio, pero aquello le resultaba atrayente. Anhelaba revelar cada uno de los secretos que descubría.
—Gabriel Veldetta —suspiró, esforzándose por rememorar su infancia para conseguir algo de él.
Pero los recuerdos que llegaban a su mente eran del momento en que su padre había sido asesinado.
De nuevo le parecía escuchar los gritos, los rugidos y los disparos, así como una débil voz que intentaba colarse entre el bullicio del caos.
«Quédate conmigo», le pedía el niño de la mirada intensa que la mantuvo bajo la mesa durante la masacre, «yo cuidaré de ti», le prometió, y ella confió plenamente en él.
—Es él… —farfulló en medio de un ahogo de sorpresa—. ¡Sí, es él, es su mirada! —exclamó y se irguió por el impacto del descubrimiento—. ¡Es él! ¡Es él! —gritó fuera de sí y se carcajeó por su reacción absurda.
Aquel hombre era el niño que la había tomado de la mano dieciséis años atrás y la escondió durante la matanza que no solo acabó con la existencia de su padre, sino también, con la de muchos otros miembros de la sociedad étnica.
Su gesto le había salvado la vida.
Se tapó la boca con ambas manos sin poder creerse aquello. Su corazón latía a mil por horas.
Sin embargo, su emoción se perdió al recordar un pequeño detalle: la mirada ensangrentada que él le dedicó en el río. La misma que poseía la bestia de sus pesadillas.
Con el temor aleteando de nuevo en su cuerpo, se llevó las manos al pecho y observó con aprehensión la calle desolada.
Al llegar el sábado, Rebeca esperó a que cayera el crepúsculo para cerrar la tienda e informarle a su madre que iría a caminar por la playa. Dentro de casa se sentía como prisionera.Se apresuró a cruzar la calle, la brisa fresca le hacía volar la larga cabellera y los aromas marinos que esta transportaba le inundaban las fosas nasales.Subió con rapidez las escaleras de piedra que precedían al malecón y admiró desde él al mar.Observó embelesada el cielo estrellado que comenzaba a mostrarse sobre el agua a medida que se escondía el sol, y las olas apaciguadas por los rompeolas que creaban junto con el viento una melodía acogedora, capaz de conmoverla.Anduvo por la plaza amurallada con una sonrisa dibujada en los labios. Aquel lugar la hacía sentirse libre y la llenaba de calma.Se alejó de la plaza y se dirigió con pasos lentos al borde del mar. Se quitó los zapatos, permitiendo que los dedos de los pies se le hundieran en la arena suave y la acariciara, produciéndole sensaciones pl
Durante las primeras horas de la mañana del domingo —y después de una tensa despedida por el carácter arisco que tuvo Marian al no aprobar su salida hacia la cosecha—, Rebeca se subió a la brillante Toyota Land Cruiser de chasis largo de Javier, impresionada por los gustos automovilísticos que se daban los miembros de la sociedad étnica.Salieron del pueblo y se internaron en la selva por caminos de tierra hasta llegar a los terrenos.A su alrededor se erguían plantas cacaoteras, junto a otras de mayor tamaño con diversidad de flores y frutos.—Pensé que la cosecha era exclusivamente de cacao —expresó sin dejar de admirar los alrededores.—Y lo es, solo que el producto se da mejor en la sombra, por eso sembramos plantas más altas entre ellas. Esos árboles no solo evitan que las alcancen los rayos del sol, sino que además sus frutos, hojas y semillas ayudan a enriquecer el abono que utilizamos para la siembra.—¿Por eso este cacao es tan bueno?—En parte —señaló él con orgullo—. A cada
Un lugar solía volverse fascinante no solo por las maravillas que pudiera mostrarte, sino por la manera en que uno disfrutaba, y Rebeca comenzaba a disfrutar de La Costa a plenitud.El silencio de Gabriel no la agobiaba, él parecía hablarle a través de su intensa mirada, de sus medias sonrisas y de la forma en que su rostro se iluminaba cada vez que ella mostraba interés por algo.Bastaba con que la chica le dedicara su atención a algún objeto de la naturaleza y él se detenía para acercarla y permitir que lo apreciara mejor.La paseó sin prisa, llevándola a conocer cada uno de los pueblos solariegos de la zona, en cuyas calles aún resonaba el eco rítmico de las risas de los zambos y de los indígenas que habían fundado esa región.Se adentraron en los negocios de algunos de los clientes de la sociedad, quienes transformaban el cacao que ellos cosechaban en materia prima para la elaboración de chocolate, licores, dulces y hasta productos de belleza como cremas para la piel y el cabello,
Con la sutileza de un felino corría por la selva. Sus pies cuarteados y desnudos pasaban por encima de piedras, troncos caídos y vegetación.Su respiración agitada hacía más ruido que sus pisadas mientras sus manos ensangrentadas apretaban con firmeza la encomienda que le había sido solicitada por la bruja.Al llegar a una depresión en la montaña, bordeó un inmenso peñasco y se sumergió dentro de un nicho creado con restos de árboles y maleza.Allí encontró escondida a una mujer robusta, de piel negra y cabellos rizados moteados de blanco y caoba, que fumaba un tabaco manteniendo la punta encendida en dirección al cielo.—¡Malditos oráculos! ¿Piensan joderme? —gruñó ella con una voz gruesa que desprendía un olor añejo, impregnado de licor y nicotina—. Siempre hacen lo mismo. Chillan cual viejas sus amenazas.Volvió a fumar el tabaco y expulsó el humo detallando las formas que este creaba y eran débilmente iluminadas por la luz de tres velones blancos que descansaban en el suelo, dentr
Esa noche a Rebeca le fue imposible conciliar el sueño. Se paseaba por la casa inquieta, sintiendo una extraña opresión en el pecho.Marian llegó cerca de la media noche, con el rostro ensombrecido por la preocupación. Entró a la casa, y después de asegurarse de que su hija se encontraba, se dirigió a la cocina y hurgó entre las ollas buscando una pequeña.—¿Dónde estabas? —le preguntó viendo como su madre se afanaba en poner a hervir un poco de agua.—En casa de Pablo —respondió con sequedad sin darle la cara.—Dijiste que nos iríamos de aquí apenas actualizaras los documentos de la herencia y llevamos un mes en La Costa sin haber logrado nada.—Se han presentado algunas complicaciones —justificó la mujer aún de espaldas a su hija y al tiempo que sacaba de la alacena el azúcar y el tarro donde guardaba el café.—¿Cuáles? ¿Por qué no me cuentas? —Marian continuaba ignorándola, lo que afectó aún más los nervios de Rebeca— Dime algo, mamá. No sigas dejándome de lado.—¡No lo hago! —excl
Para Rebeca, una muchacha de ciudad acostumbrada a la tecnología y a los exclusivos beneficios del progreso, el ambiente rural de La Costa debió resultarle apabullante.Aunque, en realidad, la chica logró encajar con rapidez en el estilo de vida sencillo y natural que esta ofrecía e iniciaba antes del alba, con la sensación de la pronta llegada del sol, un presentimiento que no solo era captado por los animales, sino también, por cada uno de los habitantes que se dejaba absorber por la magia de la selva; y culminaba durante la noche, con el arrullo maternal de la tierra, que abrigaba con el frescor que brotaba de sus poros a quienes se consideraban sus hijos.La chica, cuando no se pasaba los días atendiendo el negocio de orfebrería, se marchaba a las tierras de la sociedad para ayudar en lo que pudiera.Fue así como se relacionó con los hombres que trabajaban sin descanso, haciendo crecer las cosechas o trayendo del mar unos peces de carne gruesa y suave que se deshacían en su boca y
—¿Qué tanto haces en la cosecha? —le preguntó Marian a su hija cierto día mientras la observaba desde la puerta de la habitación.—Lo mismo que haces tú con los líderes: trato de conocer a los trabajadores y cada proceso de la siembra del cacao —respondió Rebeca sin apartar su atención del espejo, para terminar de recogerse el cabello en una cola alta.Marian respiró hondo y cruzó los brazos en el pecho.—Encontraron a la joven desaparecida —dijo con la mirada dirigida al suelo y la voz impregnada de pesar—. Estaba muerta. Le arrancaron el corazón.Rebeca dejó lo que hacía y se giró hacía ella con los ojos abiertos de par en par.—La sangre que hallaron en las manos del negro que apareció muerto cerca de la carretera, era de ella. La policía supone que se trata de una secta religiosa. —Alzó el rostro para mirarla. Sus pupilas reflejaban angustia—. Buscan en la región a grupos que practiquen magia negra.Por algunos segundos, Rebeca quedó petrificada. Finalmente, y con inseguridad, con
De camino a la cosecha, Javier se mantenía silencioso. Su mirada la tenía fija en la carretera, parecía lejano y furioso.Rebeca prefirió no molestarlo para no aumentar su mal humor. Sin embargo, al notar la herida que él tenía en el brazo se alarmó.Javier se había recogido la manga hasta el codo y de ella sobresalían unas marcas rojizas, similares a un profundo rasguño. La sangre, aún fresca, manchaba la tela oscura.—¿Qué te sucedió? —preguntó. El hombre apartó la mirada de la vía un momento para observarla confundido. Al percatarse a qué se refería, endureció el rostro.—Nada. Tuve un accidente esta mañana.—Tienes la herida descubierta, debes curarla o se te infectará.—No te preocupes, pronto sanará, la limpié antes de salir —respondió con una mueca de fastidio.—Esas heridas no sanan rápido, parece que la tienes desde el hombro por la mancha en la camisa. Deberías haberte puesto una gaza —insistió, pero él parecía indiferente—. ¿Cómo te lastimaste?Javier respiró hondo y aceler