Un día después, madre e hija ya estaban instaladas en una casa de alquiler cerca del mar. A Rebeca le correspondía ese día terminar de organizar los mostradores con las prendas de orfebrería que ellas mismas habían elaborado y abrir la tienda.
Por suerte, llegaron a La Costa en época de vacaciones escolares, era común ver a turistas ansiosos por hundirse en las templadas aguas del mar Caribe, posibles clientes que las ayudarían a mantener el trabajo que las hacía sentirse independientes.
Sin embargo, ambas eran conscientes de que la mayor fuente de ingresos con la que contaban provenía de la cosecha de cacao de la que su padre había sido socio, pero Marian no quería sentirse atada a ese dinero, pretendía simular que teniéndolo o no, igual podían subsistir.
Rebeca la apoyaba para evitar que la mujer volviera a caer en una depresión causada por el estrés, aun sabiendo que si no recibían ese beneficio sus finanzas entrarían en serios problemas.
Como ocurría en ese momento. Por eso aceptaron la invitación de los líderes de visitar La Costa y solventar los inconvenientes.
Mientras Marian se reunía con Pablo y con otros miembros de la sociedad, ella se distraía en la organización de los estantes.
El día estaba soleado y comenzaba a vislumbrarse la llegada de turistas.
El olor del mar y el sonido cercano del romper de las olas despertaron los pocos recuerdos que su mente mantenía de esa región y la hicieron sonreír.
Recordó las tardes de juegos en la playa, las risas y las caricias de la brisa marina; los brazos fuertes de su padre que la alzaban en dirección al cielo, las largas caminatas por la cosecha y el sonido incesante de los tambores.
Ese retumbar le hizo perder la alegría.
Quedó estática parada en medio del local siendo invadida por el frío fúnebre que agitaba sus pesadillas.
Se había esforzado por controlar esas emociones, pero La Costa le hacía una mala jugada al regresarlos a su memoria.
Cerró los ojos con fuerza, sin poder evitar que aquellas dantescas imágenes volvieran a pasearse por su cabeza.
Tenía cinco años cuando asistió con sus padres a una fiesta en el hotel más imponente de La Costa. Los miembros de la sociedad étnica celebraban la excelente cosecha producida ese año y las insuperables ventas, ignorando la extraña sensación de agobio que se propagaba en el ambiente y que todos podían sentir, incluso ella.
A los pocos minutos de haber iniciado la festividad se desató el caos.
Rebeca solo recordaba haber escuchado explosiones y gritos llenos de desesperación, así como disparos y rugidos de animales salvajes.
Una mano delgada la ayudó a esconderse bajo una mesa mientras afuera se desataba una sangrienta masacre, y en medio de la oscuridad lo único que divisó fue la mirada intensa del niño que la acompañaba y no soltaba su mano.
Su presencia y cercanía la calmaba.
Al captar el olor de la madera quemada ambos salieron de su escondite, quedando petrificados. A su alrededor poderosas llamas comenzaban a alimentarse con los restos de la destrucción ocasionada y de los cuerpos inertes de los que habían fallecido ese día.
Con los ojos agrandados y rebosantes de lágrimas, ella repasó el lugar. En un rincón su madre lloraba desconsolada, con su padre en brazos.
La sangre cubría casi en su totalidad el cuerpo sin vida del hombre, y tras ellos, una figura fantasmagórica salía agazapada de entre las lenguas de fuego.
Era un animal muy grande y fiero, que la observaba con rencor a través de unas pupilas inyectadas de sangre.
Apretó con fuerza los labios para no dejar escapar el grito de terror que solía emitir cuando recordaba ese fragmento de su vida pasada.
Sentía un miedo inmenso por esa bestia que desde ese día la rondó en sueños por muchos años, hasta que pudo hacerla desaparecer con ayuda de psicólogos y psiquiatras.
De mal humor continuó su día y por la tarde se sintió exhausta. Marian nunca apareció, la había llamado en un par de oportunidades asegurándole estar muy ocupada, por eso ella decidió cerrar antes y darse una vuelta por los alrededores.
Desde que el líder Pablo comenzó con su insistencia de que viajaran a La Costa para resolver los inconvenientes de los envío de dinero, ella lo apoyó para convencer a su madre.
Sentía una ansiedad apremiante por caminar de nuevo por las calles arenosas de ese poblado, lleno de vitalidad y alegría.
Los aromas del mar y el sonido del oleaje la acompañaban hasta en los callejones más apartados, así como el murmullo de la gente y la actividad turística.
Rebeca se alejó del casco central del pueblo en dirección a las plantaciones de café, plátano y naranja; buscaba el río.
Se dejó guiar por una sensación de curiosidad y júbilo a pesar de no recordar nada de aquellos caminos.
Se sumergió entre senderos de tierra, trazados entre matorrales. El colchón vegetal silenciaba los sonidos del mar y agitaba los de la naturaleza, pero además, producía uno que a la chica le erizaba la piel: tambores.
Por un momento se detuvo, sin saber si continuar o no. Aquel sonido despertaba sus temores, porque estaba ligado a sus pesadillas.
Sin embargo, una intensa inquietud la invitaba a seguir. Creía que había algo más allá, algo que necesitaba como al aire para vivir y esperaba por ella.
Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, terminó de atravesar el sendero y se internó en una selva apretada por enormes árboles, arbustos y enredaderas.
En la distancia divisó una casa, construida junto al río, donde se podía distinguir la presencia de algunas personas. La música de los tambores provenía de ese lugar, así como el aroma del incienso y del tabaco.
Movida por la curiosidad se acercó. Los cánticos que acompañaban a la percusión invocaban la ayuda de santos y deidades.
Rebeca miraba con fascinación, semiescondida entre ramajes bajos, los sensuales bailes de cumaco que se producían en el porche trasero de la casa, frente a un altar lleno de estatuillas extrañas, vasijas, flores, velas e infinidad de frutos.
Junto a los bailarines se hallaban los músicos, todos ellos de piel negra y cabellos ensortijados, unos sentados sobre grandes tambores de madera pulida y otros con sus instrumentos colgando del cuello.
Varios estaban vestidos enteramente de blanco, incluso el que cantaba, que se notaba algo embriagado y con el rostro y cuello sudado por el esfuerzo que hacía al entonar con fuerza los temas que parecían oraciones.
Por la vestimenta pudo deducir que se trataba de «santeros», seguidores de alguna secta que rendía devoción a los santos, realizando ceremonias y ritos especiales en su honor y enlazando sus existencias a ellos.
Le era imposible apartar la vista, era como si la hubieran hipnotizado con sus pegajosos acordes.
A pocos metros, en la orilla del río, se encontraba una decena de personas desperdigadas. Unos alrededor de una fogata, donde calentaban un caldo en una enorme olla, y otros en el agua, haciendo una especie de ritual.
Tenían a un hombre sumergido hasta los muslos, era alto, pues las mujeres que lo rodeaban tenían el agua hasta la cintura y lo bañaban recitando oraciones.
Una de ellas, una vieja gorda y de cabellos canosos y enmarañados, fumaba un tabaco y soplaba el humo en el pecho del sujeto mientras él se mantenía con los ojos cerrados y la cara en dirección al cielo.
Sus cabellos, largos hasta los hombros, chorreaban copiosamente agua, y su cuerpo escultural, de músculos definidos y hombros anchos, atrajo con fuerza la atención de Rebeca.
A la chica le era imposible dejar de admirarlo.
Él respiraba con bocanadas profundas, como si fuera víctima de algún dolor, y a medida que se intensificaban, lo hacían también los cantos y la música de los tambores, como si todo formara parte de un mismo rito.
Rebeca lo observaba embelesada. El hombre cerraba los puños con firmeza demostrando que sufría, pero aquello hacía que los músculos de su cuerpo se definieran aún más.
Sintió un ramalazo de placer mientras lo repasaba con hambre, jamás había experimentado tal cosa cuando veía a un hombre, pero le fue imposible evitarlo, era como si hubiera sido afectada por algún embrujo.
Lo deseaba, con una fuerza abrumadora.
Gimió, sosteniéndose de las ramas de los árboles para soportar el arrebato. Pero a pesar de que el sonido que emitió fue muy bajo, él abrió enseguida los ojos y dirigió su rostro hacia ella.
Rebeca se sobresaltó al ver sus pupilas enrojecidas, tan parecidas a las de la bestia que la atormentaba en sueños. Ahogó un grito y retrocedió un paso tropezando con una raíz y cayendo sentada en el suelo.
Aunque los cantos y el ritual continuaron sin que alguien se percatara de su presencia, ella salió huyendo como si la persiguieran. La mirada dura del hombre la había perturbado.
Llegó a su casa con el corazón latiéndole con furia en el pecho, se encerró en su habitación pasando doble cerrojo a la puerta y se acostó en su cama boca abajo, ocultando su cabeza bajo la almohada. Hasta que sus nervios pudieron serenarse.
La Costa no solo le despertaba antiguos recuerdos, sino que además, brotaba sus miedos. Tal vez aquel hombre en realidad nunca tuvo los ojos enrojecidos, pero ella ahora los veía en todos lados, incluso en los ojos de quienes la rodeaban, al igual que había ocurrido en el pasado.
Como si aquella bestia demoníaca la acosara, atrayéndola hacia sus fauces.
Creyó haber superado ese terror. Su madre había gastado dinero llevándola con especialistas, pero al parecer, el esfuerzo se había perdido.
Vivir en una urbe moderna y agitada como Caracas quizás fue lo que la ayudó a no pensar más en ello y mirar siempre adelante, pero el aroma del mar y la cercanía de la selva le agitaron las emociones, así como viejos miedos.
Los días siguieron sucediéndose de manera rutinaria. Marian no paraba de reunirse con los líderes, dejando sola a Rebeca atendiendo la tienda.Ella intentaba concentrarse en el trabajo para evitar salir y volver a suscitar una situación inquietante, pero cada segundo que pasaba en ese lugar sentía una poderosa necesidad por acercarse a la cultura de su padre y averiguar los motivos de su muerte.Los aromas marinos y el sonido del mar la atraían como la abeja a la miel.Mientras hacía un esfuerzo por controlar sus ansiedades recogía las cajas vacías que habían quedado desperdigadas después de reorganizar la mercancía, para apilarlas en la trastienda, pero al divisar a través de los cristales del negocio que una camioneta Nissan Patrol se estacionaba al frente, tuvo que detener lo que hacía.Una creciente curiosidad la obligó a mantener la mirada en el vehículo.Un hombre alto, de cabellos castaños y largos hasta los hombros, se bajó con una carpeta entre las manos.Quedó fascinada con
Al llegar el sábado, Rebeca esperó a que cayera el crepúsculo para cerrar la tienda e informarle a su madre que iría a caminar por la playa. Dentro de casa se sentía como prisionera.Se apresuró a cruzar la calle, la brisa fresca le hacía volar la larga cabellera y los aromas marinos que esta transportaba le inundaban las fosas nasales.Subió con rapidez las escaleras de piedra que precedían al malecón y admiró desde él al mar.Observó embelesada el cielo estrellado que comenzaba a mostrarse sobre el agua a medida que se escondía el sol, y las olas apaciguadas por los rompeolas que creaban junto con el viento una melodía acogedora, capaz de conmoverla.Anduvo por la plaza amurallada con una sonrisa dibujada en los labios. Aquel lugar la hacía sentirse libre y la llenaba de calma.Se alejó de la plaza y se dirigió con pasos lentos al borde del mar. Se quitó los zapatos, permitiendo que los dedos de los pies se le hundieran en la arena suave y la acariciara, produciéndole sensaciones pl
Durante las primeras horas de la mañana del domingo —y después de una tensa despedida por el carácter arisco que tuvo Marian al no aprobar su salida hacia la cosecha—, Rebeca se subió a la brillante Toyota Land Cruiser de chasis largo de Javier, impresionada por los gustos automovilísticos que se daban los miembros de la sociedad étnica.Salieron del pueblo y se internaron en la selva por caminos de tierra hasta llegar a los terrenos.A su alrededor se erguían plantas cacaoteras, junto a otras de mayor tamaño con diversidad de flores y frutos.—Pensé que la cosecha era exclusivamente de cacao —expresó sin dejar de admirar los alrededores.—Y lo es, solo que el producto se da mejor en la sombra, por eso sembramos plantas más altas entre ellas. Esos árboles no solo evitan que las alcancen los rayos del sol, sino que además sus frutos, hojas y semillas ayudan a enriquecer el abono que utilizamos para la siembra.—¿Por eso este cacao es tan bueno?—En parte —señaló él con orgullo—. A cada
Un lugar solía volverse fascinante no solo por las maravillas que pudiera mostrarte, sino por la manera en que uno disfrutaba, y Rebeca comenzaba a disfrutar de La Costa a plenitud.El silencio de Gabriel no la agobiaba, él parecía hablarle a través de su intensa mirada, de sus medias sonrisas y de la forma en que su rostro se iluminaba cada vez que ella mostraba interés por algo.Bastaba con que la chica le dedicara su atención a algún objeto de la naturaleza y él se detenía para acercarla y permitir que lo apreciara mejor.La paseó sin prisa, llevándola a conocer cada uno de los pueblos solariegos de la zona, en cuyas calles aún resonaba el eco rítmico de las risas de los zambos y de los indígenas que habían fundado esa región.Se adentraron en los negocios de algunos de los clientes de la sociedad, quienes transformaban el cacao que ellos cosechaban en materia prima para la elaboración de chocolate, licores, dulces y hasta productos de belleza como cremas para la piel y el cabello,
Con la sutileza de un felino corría por la selva. Sus pies cuarteados y desnudos pasaban por encima de piedras, troncos caídos y vegetación.Su respiración agitada hacía más ruido que sus pisadas mientras sus manos ensangrentadas apretaban con firmeza la encomienda que le había sido solicitada por la bruja.Al llegar a una depresión en la montaña, bordeó un inmenso peñasco y se sumergió dentro de un nicho creado con restos de árboles y maleza.Allí encontró escondida a una mujer robusta, de piel negra y cabellos rizados moteados de blanco y caoba, que fumaba un tabaco manteniendo la punta encendida en dirección al cielo.—¡Malditos oráculos! ¿Piensan joderme? —gruñó ella con una voz gruesa que desprendía un olor añejo, impregnado de licor y nicotina—. Siempre hacen lo mismo. Chillan cual viejas sus amenazas.Volvió a fumar el tabaco y expulsó el humo detallando las formas que este creaba y eran débilmente iluminadas por la luz de tres velones blancos que descansaban en el suelo, dentr
Esa noche a Rebeca le fue imposible conciliar el sueño. Se paseaba por la casa inquieta, sintiendo una extraña opresión en el pecho.Marian llegó cerca de la media noche, con el rostro ensombrecido por la preocupación. Entró a la casa, y después de asegurarse de que su hija se encontraba, se dirigió a la cocina y hurgó entre las ollas buscando una pequeña.—¿Dónde estabas? —le preguntó viendo como su madre se afanaba en poner a hervir un poco de agua.—En casa de Pablo —respondió con sequedad sin darle la cara.—Dijiste que nos iríamos de aquí apenas actualizaras los documentos de la herencia y llevamos un mes en La Costa sin haber logrado nada.—Se han presentado algunas complicaciones —justificó la mujer aún de espaldas a su hija y al tiempo que sacaba de la alacena el azúcar y el tarro donde guardaba el café.—¿Cuáles? ¿Por qué no me cuentas? —Marian continuaba ignorándola, lo que afectó aún más los nervios de Rebeca— Dime algo, mamá. No sigas dejándome de lado.—¡No lo hago! —excl
Para Rebeca, una muchacha de ciudad acostumbrada a la tecnología y a los exclusivos beneficios del progreso, el ambiente rural de La Costa debió resultarle apabullante.Aunque, en realidad, la chica logró encajar con rapidez en el estilo de vida sencillo y natural que esta ofrecía e iniciaba antes del alba, con la sensación de la pronta llegada del sol, un presentimiento que no solo era captado por los animales, sino también, por cada uno de los habitantes que se dejaba absorber por la magia de la selva; y culminaba durante la noche, con el arrullo maternal de la tierra, que abrigaba con el frescor que brotaba de sus poros a quienes se consideraban sus hijos.La chica, cuando no se pasaba los días atendiendo el negocio de orfebrería, se marchaba a las tierras de la sociedad para ayudar en lo que pudiera.Fue así como se relacionó con los hombres que trabajaban sin descanso, haciendo crecer las cosechas o trayendo del mar unos peces de carne gruesa y suave que se deshacían en su boca y
—¿Qué tanto haces en la cosecha? —le preguntó Marian a su hija cierto día mientras la observaba desde la puerta de la habitación.—Lo mismo que haces tú con los líderes: trato de conocer a los trabajadores y cada proceso de la siembra del cacao —respondió Rebeca sin apartar su atención del espejo, para terminar de recogerse el cabello en una cola alta.Marian respiró hondo y cruzó los brazos en el pecho.—Encontraron a la joven desaparecida —dijo con la mirada dirigida al suelo y la voz impregnada de pesar—. Estaba muerta. Le arrancaron el corazón.Rebeca dejó lo que hacía y se giró hacía ella con los ojos abiertos de par en par.—La sangre que hallaron en las manos del negro que apareció muerto cerca de la carretera, era de ella. La policía supone que se trata de una secta religiosa. —Alzó el rostro para mirarla. Sus pupilas reflejaban angustia—. Buscan en la región a grupos que practiquen magia negra.Por algunos segundos, Rebeca quedó petrificada. Finalmente, y con inseguridad, con