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Parte 1. Capítulo 5. Dudas

Durante las primeras horas de la mañana del domingo —y después de una tensa despedida por el carácter arisco que tuvo Marian al no aprobar su salida hacia la cosecha—, Rebeca se subió a la brillante Toyota Land Cruiser de chasis largo de Javier, impresionada por los gustos automovilísticos que se daban los miembros de la sociedad étnica.

Salieron del pueblo y se internaron en la selva por caminos de tierra hasta llegar a los terrenos.

A su alrededor se erguían plantas cacaoteras, junto a otras de mayor tamaño con diversidad de flores y frutos.

—Pensé que la cosecha era exclusivamente de cacao —expresó sin dejar de admirar los alrededores.

—Y lo es, solo que el producto se da mejor en la sombra, por eso sembramos plantas más altas entre ellas. Esos árboles no solo evitan que las alcancen los rayos del sol, sino que además sus frutos, hojas y semillas ayudan a enriquecer el abono que utilizamos para la siembra.

—¿Por eso este cacao es tan bueno?

—En parte —señaló él con orgullo—. A cada planta la tratamos de forma especial, como si fuera única. Esa exclusividad ha resultado beneficiosa. ¿Has probado nuestro cacao?

Ella negó con la cabeza, algo apenada. Javier alzó las cejas con incredulidad.

—Si te animas, más tarde puedo llevarte al pueblo, a los negocios que procesan el cacao que cosechamos y elaboran dulces y bebidas que estoy seguro, te van a gustar.

La propuesta vino acompañada de un guiño de ojos que aumentó las palpitaciones en la chica, se sentía ridícula al dejarse afectar tanto por los gestos cómplices y cariñosos de ese hombre, pero también le enfadaba no experimentar la misma atracción que él mostraba por esas tierras.

Para los miembros de la sociedad, ese sembradío no solo representaba su fuente de ingreso, era lo que establecía su estilo de vida, el elemento más característico de su cultura.

El cacao era lo que los mantenía unidos y activos, no tenerlo sería como perder la identidad.

A los únicos integrantes de esa asociación, a quienes les daba igual lo que allí sucediera, eran a su madre y a ella.

—¿El cacao los pone así? —preguntó para alejar la conversación del tema de la cosecha.

—¿Así como?

—Con esa contextura —expuso en referencia al cuerpo imponente del hombre.

Javier sonrió, pero además, arrugó el ceño. Parecía no comprender las dudas de ella.

—Nuestra forma física es producto de la condición especial que poseemos, no de la manera en que nos alimentamos.

—¿Qué condición especial? —inquirió ella confusa.

Él alejó la vista del camino para observarla por unos segundos, sorprendido por lo que preguntaba.

—Lo que nos une a esta sociedad… y a estas tierras —respondió con inseguridad.

Esperaba que ella entendiera sus palabras sin tantas explicaciones, no sabía qué le había comentado su madre y que no, por eso no podía soltarle de golpe lo que se aprendía durante años de convivencia comunitaria.

Rebeca quedó en silencio. Era consciente de que ese lugar estaba lleno de misterios que Marian nunca quiso revelarle, porque no quería que ella se involucrara con esa gente.

A pesar de los deseos de su madre, necesitaba comprender lo que allí sucedía. Organizó en su mente algunas preguntas para interrogar a Javier sobre la sociedad y sus tradiciones, pero pronto llegaron al lugar que iban a visitar.

—Allí están los chicos —indicó Javier, y señaló con la cabeza a los cuatro sujetos que se encontraban a un costado del camino.

Físicamente, eran similares a él. Sin embargo, en sus rostros y en sus actitudes se podían hallar diferencias.

Dos se acercaron al vehículo cuando se detenía. Uno de ellos la miraba con unos ojos grises divertidos, que algunos mechones de su negro cabello pretendían taparle.

El otro tenía la piel más bronceada y poseía un semblante severo, aunque los recibió con una sonrisa.

—Bienvenida —la saludó el moreno, después de que ella se bajara del auto y se dirigiera hacia ellos.

—¿Qué te ha parecido La Costa? —preguntó el de los ojos grises.

Ella trató de prestarles atención, pero al notar que, unos metros más alejado del grupo se hallaba Gabriel Veldetta, su corazón comenzó a martillear con tal intensidad que alteró sus nervios.

Él estaba acompañado por un trío de hombres que terminaban de recoger las ramas recién cortadas de los árboles que bordeaban el camino, por supuesto, ninguno se asemejaba a los miembros de la sociedad.

Debían ser personal contratado para eliminar los residuos de la poda. Gabriel posó su mirada profunda en ella mientras enrollaba las sogas que habían utilizado en el trabajo.

—Es… hermosa.

—Nos alegra que te guste —comentó el moreno—. Yo soy Jonathan Ibarra y este imbécil es Deibi Guerra —aclaró y golpeó a su compañero en el hombro mirándolo con irritación, con lo que demostraba que estaba algo enfadado con él.

—¿Ya andas haciendo travesuras? —preguntó Javier en tono burlón al acercarse y ubicarse a la altura del grupo—. No desgastes tan temprano la serenidad de Jonathan.

—Nunca hago travesuras —rebatió Deibi con una gran sonrisa—, es que Jonathan tiene poca paciencia.

—¿Y cómo está la cosecha? —inquirió Javier.

Rebeca notó que el rostro del hombre se endurecía al echar un vistazo hacia Gabriel.

—Bien, ya casi terminamos —expuso Albert, uno de los que se había mantenido alejado.

Rebeca lo había conocido un par de días atrás cuando el hombre fue a su casa para llevarle unos recados a su madre. Era el hijo del líder Pablo, un sujeto rubio y de personalidad amable.

La joven enseguida sonrió al verlo.

—Y el cacao está en excelentes condiciones, pronto estará listo. Muéstrales, Gregory —invitó Albert a su otro compañero, un chico alto y de mirada traviesa, que se acercó con un fruto amarillo un poco más grande que su mano y de forma ovalada y alargada.

Al llegar junto a Rebeca le guiñó un ojo como saludo y tomó un machete clavado en el suelo para, con un solo movimiento, partirlo por la mitad sin hacerse daño.

La chica pudo apreciar las semillas marrones con forma de grandes almendras almacenadas en el interior, y adheridas a una pulpa blanca que las cubría por completo.

—¿Con esas semillas hacen el chocolate? —preguntó.

—¡El mejor chocolate del mundo! —respondieron los cinco al unísono.

Aquella reacción la hizo sonreír.

—Veo que están muy orgullosos de él.

—Dedicamos nuestra vida a cosecharlo —contestó Albert mientras ella echaba un vistazo hacia Gabriel. No podía evitarlo.

El joven también la miraba con disimulo. Se mantenía serio y apartado de los demás.

—¿Y él? —inquirió y lo señaló con un movimiento de cabeza—. ¿Siente la misma emoción que ustedes?

Todos giraron el rostro hacia Gabriel. El ánimo que tuvieron al hablar del cacao se les desvaneció.

—Tiene una forma especial de amar lo que hacemos —confesó Javier con la mandíbula apretada. La actitud de los hombres aumentó la curiosidad de Rebeca.

—¿Puedo ir a saludarlo?

Jonathan la observó como si ella pidiera permiso para hundirse en un pozo de lava ardiente.

—¿A Gabriel?

—Ayer pasó por la tienda a dejarle unos documentos a mi madre, sería de mala educación no saludarlo.

Los cinco quedaron en silencio mientras compartían miradas incrédulas. Sin embargo, no podían detenerla.

Gabriel era tan miembro de esa sociedad como ellos, aunque su comportamiento dijera lo contrario.

Rebeca no esperó a que le concedieran el permiso y se encaminó hacia él. Apreció como el hombre se inquietaba a medida que ella se acercaba.

—Hola —lo saludó al estar a su lado.

—Hola —respondió él con recelo.

—¿Qué haces? —Gabriel arrugó el ceño y dirigió su mirada hacia las sogas. Rebeca se avergonzó, fue tonto preguntar por algo tan evidente—. Digo, ¿qué haces? De, ¿cómo te sientes? Tú sabes, es un decir. ¿Qué haces? Es cómo: ¿qué tal? ¿Entiendes?

Gabriel la observó fijamente. Sus facciones se relajaron.

Ella pensó que el hombre pronto estallaría en una risa burlona. Se sentía una completa idiota mientras balbuceaba explicaciones sin sentido.

—Estoy bien. Gracias por preguntar.

El silencio volvió a apoderarse de ambos. Las voces de los empleados que cargaban ramas hacia un camión apostado a la orilla del camino era lo único que les aseguraba que mantenían los pies en la tierra.

—Vine a conocer la cosecha —informó Rebeca para propiciar alguna conversación.

—Espero te sientas a gusto en este lugar.

Ella apretó la mandíbula. No estaba conforme con las respuestas que él le daba.

—Me encanta… Javier me dijo que me llevara al pueblo para probar los dulces que preparan con este cacao.

Gabriel dirigió una mirada severa hacia sus compañeros sin dejar de enrollar las sogas.

—Javier en ocasiones suele ser… muy caballeroso —dijo con frialdad.

A ella se le arrugó el corazón. Él ahora parecía ignorarla, dedicaba toda su atención a la tarea que realizaba.

—Me gustaría ir contigo —soltó de golpe.

Gabriel detuvo el trabajo y la miró con los ojos muy abiertos. Rebeca sintió temor por su rechazo. Ansiaba pasar más tiempo con él.

—Javier puede ofenderse —argumentó con inseguridad.

—Él quiere que me sienta a gusto aquí tanto como los demás y yo me sentiría mejor si viajo contigo.

Gabriel se irguió. Sus labios se arquearon en lo que probablemente era una sonrisa, pero enseguida volvieron a enderezarse para reflejar severidad.

—No tengo problemas en llevarte. Podemos ir cuando quieras.

—Puede ser, ¿ahora?

Él volvió a mirarla con atención. Detallaba los labios entreabiertos de la chica, que esperaban ansiosos una respuesta positiva.

—Claro que puede ser.

La afirmación la hizo sonreír. Gabriel soltó las sogas que enrollaba y se pasó una mano por los cabellos, revelando nerviosismo.

—Le avisaré a mis hermanos —indicó.

—¿Tus hermanos? ¿Por qué les dices así si en realidad, no lo son?

Él la observó confundido.

—Porque, en cierto modo… lo son.

—No son hermanos de sangre —insistió ella.

—Pero sí de espíritu.

Esa respuesta la llenó aún más de dudas. Rebeca dirigió la vista hacia Javier, Jonathan, Deibi, Albert y Gregory, quienes ayudaban a los empleados a almacenar las ramas cortadas en el camión mientras vigilaban con disimulo la conversación entre ellos.

Al verlos juntos, ella pudo notar las características físicas que los emparentaba. No obstante, sabía que lo único que los unía era su relación con la sociedad étnica, no un lazo de sangre.

—¿Aún quieres ir al pueblo?

Él se había quedado muy quieto frente a ella, con una postura rígida. Parecía molesto.

—Por supuesto, estoy ansiosa por ir.

—Espérame aquí, iré a avisarles.

Rebeca lo observó dirigirse hacia los hombres. Las preguntas que había ideado para Javier ahora se unían al montón que ansiaba hacerle a Gabriel.

Esta vez no perdería la oportunidad de conocer sobre los secretos de esa sociedad. Así su madre la odiara por eso.

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