Al llegar el sábado, Rebeca esperó a que cayera el crepúsculo para cerrar la tienda e informarle a su madre que iría a caminar por la playa. Dentro de casa se sentía como prisionera.
Se apresuró a cruzar la calle, la brisa fresca le hacía volar la larga cabellera y los aromas marinos que esta transportaba le inundaban las fosas nasales.
Subió con rapidez las escaleras de piedra que precedían al malecón y admiró desde él al mar.
Observó embelesada el cielo estrellado que comenzaba a mostrarse sobre el agua a medida que se escondía el sol, y las olas apaciguadas por los rompeolas que creaban junto con el viento una melodía acogedora, capaz de conmoverla.
Anduvo por la plaza amurallada con una sonrisa dibujada en los labios. Aquel lugar la hacía sentirse libre y la llenaba de calma.
Se alejó de la plaza y se dirigió con pasos lentos al borde del mar. Se quitó los zapatos, permitiendo que los dedos de los pies se le hundieran en la arena suave y la acariciara, produciéndole sensaciones placenteras.
La Costa se metía dentro de su organismo a través de todos sus sentidos y poco a poco se apoderaba de ella.
Minutos después se abrazó a su cuerpo, una brisa helada la cubrió por completo haciéndola estremecer. Oteó los alrededores algo inquieta, podía asegurar que estaba siendo observada.
Comenzaba a oscurecer y los faros amarillentos de la plaza solo alumbraban la zona cercana a ellos. El borde de la costa estaba sumergido entre las sombras.
Aunque la idea de estar siendo vigilada le aceleraba el pulso, no tenía miedo, solo curiosidad y una confusa sensación de euforia.
Como si supiera que de un momento a otro llegaría lo que había estado esperado durante años.
—El mar es más hermoso de noche que de día.
La intervención la hizo sobresaltar y girar el rostro hacia la persona que le había hablado.
Alzó las cejas al observar que se acercaba a ella un hombre alto e igual de corpulento que Gabriel Veldetta, aunque este tenía el cabello corto y los ojos rasgados.
Su rostro no poseía las facciones italianas que caracterizaban a Gabriel. En la fisonomía de este nuevo sujeto resaltaban aún más los rasgos indígenas.
—Tu madre me dijo que habías venido a caminar —agregó él.
—Soy una chica muy conocida en La Costa —reclamó ella con pedantería, al percatarse que todos allí la reconocían, incluso, sin verla a la cara.
No obstante, su verdadera intención era resultar graciosa.
Sintió alivio al divisar una sonrisa radiante en la cara del hombre.
—Por supuesto, las esperábamos desde hace tiempo. Nos alegra que hayan vuelto a estas tierras y se integren a nuestra sociedad.
Rebeca sonrió con desgano y se guardó las opiniones. Nadie parecía conocer el verdadero motivo de su madre por viajar a ese lugar: el de romper todo tipo de lazo que pudiera unirlas a esa región.
—¿Y tú, de quién eres hijo? —indagó para cambiar el tema.
Una mueca alegre se dibujó en el rostro perfecto de aquel encantador y enigmático sujeto.
Ella no podía creer que todos los miembros de esa sociedad étnica tuvieran una apariencia tan arrebatadora.
—De William Aldama. No sé si recuerdas a mi padre, pero fue muy amigo del tuyo y era quien llamaba con mayor regularidad a tu casa.
—Un poco —comentó, e hizo un esfuerzo por recordar los nombres de las personas de la sociedad con las que solía conversar por teléfono sobre el trabajo en La Costa y el envío del dinero que les correspondía—. Si es así, tú debes ser Javier, ¿cierto? —completó, recordando las relaciones.
El hombre afirmó con la cabeza, pero enseguida dirigió la mirada hacia un costado de la playa, donde la oscuridad parecía absorber todo a su paso.
La sonrisa se le perdió de manera instantánea, como si se enfadara por lo que allí pudiera encontrarse.
—Vine para invitarte a salir mañana —comentó, al tiempo que posaba de nuevo su atención en ella y retomaba una expresión de júbilo.
—¿Salir?
—Me gustaría que fueras a la cosecha. Eres tan dueña de esas tierras como nosotros, sería un honor que la visitaras y saludaras al resto de miembros de la sociedad.
Un sobresalto interior de alegría la dejó muda por un instante mientras su mente repasaba las imágenes que aún quedaban en su memoria de ese lugar.
Por fin pondría sus pies sobre el calor de esa tierra fértil que tanto añoraba y volvería a ver los rostros que poco a poco se habían ido borrando de su mente.
Pero sobre todo, se encontraría de nuevo con él, con Gabriel Veldetta.
Sin embargo, la emoción se le esfumó al recordar un pequeño detalle.
—Pero… mañana es domingo —citó con recelo. Sus palabras le ensancharon la sonrisa a Javier.
—Para nosotros cuidar de la cosecha no es un trabajo más, es algo que hacemos por gusto y en cualquier momento —alegó con diversión—. Aunque la mayoría de los empleados descansan, los miembros aprovechamos el día para evaluar los sembradíos, revisamos que cada planta haya recibido la cantidad justa de riego y abono orgánico y realizamos desmaleza y poda si es necesario.
La ansiedad invadió de nuevo a Rebeca, pero sus inseguridades no la dejaban tomar una decisión.
—Si están trabajando, puedo ser un estorbo.
—¿Un estorbo? —se carcajeó Javier, lo que provocó un cosquilleó en el estómago de la chica—. A todos nos gustaría verte por allá. Será un honor recibir tu visita.
La brisa marina pasó con rapidez entre ellos y le alborotó los cabellos a Rebeca. Varios mechones le taparon el rostro.
Ella los apartó, pero había uno que se revelaba a su control. Javier acercó una mano y movió al insubordinado. Con el gesto le rozó la piel de la frente.
Un leve gruñido se escuchó entre las sombras. Rebeca se giró asombrada e intentó percibir lo que había producido el sonido.
—¿Qué fue eso? —preguntó inquieta, con el recuerdo de la bestia en su mente.
Javier fijó la mirada en la oscuridad y apretó el ceño.
—Perros —respondió con prontitud—. A esta hora suelen salir y encontrarse en la playa. —Se irguió para llamar la atención de la chica y evitar que ella siguiera indagando entre las sombras e hizo un esfuerzo por relajar las facciones—. Buscan los restos de la comida que dejan los turistas. Pueden presentarse disputas entre ellos si encuentran algo bueno.
A Rebeca la excusa no la convenció, volvió a otear los alrededores mientras el corazón le martilleaba en el pecho.
—Lo mejor es que vuelvas a casa —aconsejó Javier, logrando que ella desviara su atención hacia él—. No es seguro que andes sola por la playa a esta hora.
Rebeca no rebatió sus palabras.
A pesar de creer que acompañada por un sujeto como él nadie se atrevería a hacerle daño, sentía que era momento de marcharse.
Se despidió después de acordar la hora en que se encontrarían a la mañana siguiente y se dirigió a su casa pensando cómo le daría la noticia a su madre.
Marian se disgustaría cuando se enterara de ese paseo, ya que iba en contra de sus dictámenes de no mezclarse con los miembros de la sociedad.
Subió al malecón y al girar el rostro hacia Javier para verificar si él también se había marchado, notó que el hombre se encaminaba hacia la porción de sombras que había emitido aquel extraño sonido.
Andaba con calma, cómo si supiera con qué se encontraría en medio de la oscuridad.
Durante las primeras horas de la mañana del domingo —y después de una tensa despedida por el carácter arisco que tuvo Marian al no aprobar su salida hacia la cosecha—, Rebeca se subió a la brillante Toyota Land Cruiser de chasis largo de Javier, impresionada por los gustos automovilísticos que se daban los miembros de la sociedad étnica.Salieron del pueblo y se internaron en la selva por caminos de tierra hasta llegar a los terrenos.A su alrededor se erguían plantas cacaoteras, junto a otras de mayor tamaño con diversidad de flores y frutos.—Pensé que la cosecha era exclusivamente de cacao —expresó sin dejar de admirar los alrededores.—Y lo es, solo que el producto se da mejor en la sombra, por eso sembramos plantas más altas entre ellas. Esos árboles no solo evitan que las alcancen los rayos del sol, sino que además sus frutos, hojas y semillas ayudan a enriquecer el abono que utilizamos para la siembra.—¿Por eso este cacao es tan bueno?—En parte —señaló él con orgullo—. A cada
Un lugar solía volverse fascinante no solo por las maravillas que pudiera mostrarte, sino por la manera en que uno disfrutaba, y Rebeca comenzaba a disfrutar de La Costa a plenitud.El silencio de Gabriel no la agobiaba, él parecía hablarle a través de su intensa mirada, de sus medias sonrisas y de la forma en que su rostro se iluminaba cada vez que ella mostraba interés por algo.Bastaba con que la chica le dedicara su atención a algún objeto de la naturaleza y él se detenía para acercarla y permitir que lo apreciara mejor.La paseó sin prisa, llevándola a conocer cada uno de los pueblos solariegos de la zona, en cuyas calles aún resonaba el eco rítmico de las risas de los zambos y de los indígenas que habían fundado esa región.Se adentraron en los negocios de algunos de los clientes de la sociedad, quienes transformaban el cacao que ellos cosechaban en materia prima para la elaboración de chocolate, licores, dulces y hasta productos de belleza como cremas para la piel y el cabello,
Con la sutileza de un felino corría por la selva. Sus pies cuarteados y desnudos pasaban por encima de piedras, troncos caídos y vegetación.Su respiración agitada hacía más ruido que sus pisadas mientras sus manos ensangrentadas apretaban con firmeza la encomienda que le había sido solicitada por la bruja.Al llegar a una depresión en la montaña, bordeó un inmenso peñasco y se sumergió dentro de un nicho creado con restos de árboles y maleza.Allí encontró escondida a una mujer robusta, de piel negra y cabellos rizados moteados de blanco y caoba, que fumaba un tabaco manteniendo la punta encendida en dirección al cielo.—¡Malditos oráculos! ¿Piensan joderme? —gruñó ella con una voz gruesa que desprendía un olor añejo, impregnado de licor y nicotina—. Siempre hacen lo mismo. Chillan cual viejas sus amenazas.Volvió a fumar el tabaco y expulsó el humo detallando las formas que este creaba y eran débilmente iluminadas por la luz de tres velones blancos que descansaban en el suelo, dentr
Esa noche a Rebeca le fue imposible conciliar el sueño. Se paseaba por la casa inquieta, sintiendo una extraña opresión en el pecho.Marian llegó cerca de la media noche, con el rostro ensombrecido por la preocupación. Entró a la casa, y después de asegurarse de que su hija se encontraba, se dirigió a la cocina y hurgó entre las ollas buscando una pequeña.—¿Dónde estabas? —le preguntó viendo como su madre se afanaba en poner a hervir un poco de agua.—En casa de Pablo —respondió con sequedad sin darle la cara.—Dijiste que nos iríamos de aquí apenas actualizaras los documentos de la herencia y llevamos un mes en La Costa sin haber logrado nada.—Se han presentado algunas complicaciones —justificó la mujer aún de espaldas a su hija y al tiempo que sacaba de la alacena el azúcar y el tarro donde guardaba el café.—¿Cuáles? ¿Por qué no me cuentas? —Marian continuaba ignorándola, lo que afectó aún más los nervios de Rebeca— Dime algo, mamá. No sigas dejándome de lado.—¡No lo hago! —excl
Para Rebeca, una muchacha de ciudad acostumbrada a la tecnología y a los exclusivos beneficios del progreso, el ambiente rural de La Costa debió resultarle apabullante.Aunque, en realidad, la chica logró encajar con rapidez en el estilo de vida sencillo y natural que esta ofrecía e iniciaba antes del alba, con la sensación de la pronta llegada del sol, un presentimiento que no solo era captado por los animales, sino también, por cada uno de los habitantes que se dejaba absorber por la magia de la selva; y culminaba durante la noche, con el arrullo maternal de la tierra, que abrigaba con el frescor que brotaba de sus poros a quienes se consideraban sus hijos.La chica, cuando no se pasaba los días atendiendo el negocio de orfebrería, se marchaba a las tierras de la sociedad para ayudar en lo que pudiera.Fue así como se relacionó con los hombres que trabajaban sin descanso, haciendo crecer las cosechas o trayendo del mar unos peces de carne gruesa y suave que se deshacían en su boca y
—¿Qué tanto haces en la cosecha? —le preguntó Marian a su hija cierto día mientras la observaba desde la puerta de la habitación.—Lo mismo que haces tú con los líderes: trato de conocer a los trabajadores y cada proceso de la siembra del cacao —respondió Rebeca sin apartar su atención del espejo, para terminar de recogerse el cabello en una cola alta.Marian respiró hondo y cruzó los brazos en el pecho.—Encontraron a la joven desaparecida —dijo con la mirada dirigida al suelo y la voz impregnada de pesar—. Estaba muerta. Le arrancaron el corazón.Rebeca dejó lo que hacía y se giró hacía ella con los ojos abiertos de par en par.—La sangre que hallaron en las manos del negro que apareció muerto cerca de la carretera, era de ella. La policía supone que se trata de una secta religiosa. —Alzó el rostro para mirarla. Sus pupilas reflejaban angustia—. Buscan en la región a grupos que practiquen magia negra.Por algunos segundos, Rebeca quedó petrificada. Finalmente, y con inseguridad, con
De camino a la cosecha, Javier se mantenía silencioso. Su mirada la tenía fija en la carretera, parecía lejano y furioso.Rebeca prefirió no molestarlo para no aumentar su mal humor. Sin embargo, al notar la herida que él tenía en el brazo se alarmó.Javier se había recogido la manga hasta el codo y de ella sobresalían unas marcas rojizas, similares a un profundo rasguño. La sangre, aún fresca, manchaba la tela oscura.—¿Qué te sucedió? —preguntó. El hombre apartó la mirada de la vía un momento para observarla confundido. Al percatarse a qué se refería, endureció el rostro.—Nada. Tuve un accidente esta mañana.—Tienes la herida descubierta, debes curarla o se te infectará.—No te preocupes, pronto sanará, la limpié antes de salir —respondió con una mueca de fastidio.—Esas heridas no sanan rápido, parece que la tienes desde el hombro por la mancha en la camisa. Deberías haberte puesto una gaza —insistió, pero él parecía indiferente—. ¿Cómo te lastimaste?Javier respiró hondo y aceler
En la soledad de su habitación, Rebeca no podía dejar de pensar en lo ocurrido durante el día.La actitud iracunda de los hombres en la cosecha, el miedo exagerado de los habitantes por los misteriosos sucesos que se producían en la región y el comportamiento quisquilloso de su madre por el tema de los asesinatos, le tenían los nervios a flor de piel.No podía dormir, leer o distraerse con alguna otra actividad, ni siquiera era capaz de mantenerse quieta en un solo sitio.Oteaba el trozo de calle, vacía y en penumbras, que podía apreciarse a través de la ventana, abrumada por tanta quietud.El sonido de su teléfono móvil la sobresaltó. Corrió hacia la mesita de noche y lo tomó para revisar los mensajes de texto.Un oleaje de sensaciones se le agitó en el pecho al ver que Gabriel le escribía: «¿No puedes dormir?».Ella arrugó el ceño y le respondió: «¿Cómo sabes?». Pasaron varios segundos antes de que él volviera a enviarle un mensaje. El lento paso del tiempo la ponía más ansiosa.«¿P