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Parte 1. Capítulo 4. Sensaciones

Al llegar el sábado, Rebeca esperó a que cayera el crepúsculo para cerrar la tienda e informarle a su madre que iría a caminar por la playa. Dentro de casa se sentía como prisionera.

Se apresuró a cruzar la calle, la brisa fresca le hacía volar la larga cabellera y los aromas marinos que esta transportaba le inundaban las fosas nasales.

Subió con rapidez las escaleras de piedra que precedían al malecón y admiró desde él al mar.

Observó embelesada el cielo estrellado que comenzaba a mostrarse sobre el agua a medida que se escondía el sol, y las olas apaciguadas por los rompeolas que creaban junto con el viento una melodía acogedora, capaz de conmoverla.

Anduvo por la plaza amurallada con una sonrisa dibujada en los labios. Aquel lugar la hacía sentirse libre y la llenaba de calma.

Se alejó de la plaza y se dirigió con pasos lentos al borde del mar. Se quitó los zapatos, permitiendo que los dedos de los pies se le hundieran en la arena suave y la acariciara, produciéndole sensaciones placenteras.

La Costa se metía dentro de su organismo a través de todos sus sentidos y poco a poco se apoderaba de ella.

Minutos después se abrazó a su cuerpo, una brisa helada la cubrió por completo haciéndola estremecer. Oteó los alrededores algo inquieta, podía asegurar que estaba siendo observada.

Comenzaba a oscurecer y los faros amarillentos de la plaza solo alumbraban la zona cercana a ellos. El borde de la costa estaba sumergido entre las sombras.

Aunque la idea de estar siendo vigilada le aceleraba el pulso, no tenía miedo, solo curiosidad y una confusa sensación de euforia.

Como si supiera que de un momento a otro llegaría lo que había estado esperado durante años.

—El mar es más hermoso de noche que de día.

La intervención la hizo sobresaltar y girar el rostro hacia la persona que le había hablado.

Alzó las cejas al observar que se acercaba a ella un hombre alto e igual de corpulento que Gabriel Veldetta, aunque este tenía el cabello corto y los ojos rasgados.

Su rostro no poseía las facciones italianas que caracterizaban a Gabriel. En la fisonomía de este nuevo sujeto resaltaban aún más los rasgos indígenas.

—Tu madre me dijo que habías venido a caminar —agregó él.

—Soy una chica muy conocida en La Costa —reclamó ella con pedantería, al percatarse que todos allí la reconocían, incluso, sin verla a la cara.

No obstante, su verdadera intención era resultar graciosa.

Sintió alivio al divisar una sonrisa radiante en la cara del hombre.

—Por supuesto, las esperábamos desde hace tiempo. Nos alegra que hayan vuelto a estas tierras y se integren a nuestra sociedad.

Rebeca sonrió con desgano y se guardó las opiniones. Nadie parecía conocer el verdadero motivo de su madre por viajar a ese lugar: el de romper todo tipo de lazo que pudiera unirlas a esa región.

—¿Y tú, de quién eres hijo? —indagó para cambiar el tema.

Una mueca alegre se dibujó en el rostro perfecto de aquel encantador y enigmático sujeto.

Ella no podía creer que todos los miembros de esa sociedad étnica tuvieran una apariencia tan arrebatadora.

—De William Aldama. No sé si recuerdas a mi padre, pero fue muy amigo del tuyo y era quien llamaba con mayor regularidad a tu casa.

—Un poco —comentó, e hizo un esfuerzo por recordar los nombres de las personas de la sociedad con las que solía conversar por teléfono sobre el trabajo en La Costa y el envío del dinero que les correspondía—. Si es así, tú debes ser Javier, ¿cierto? —completó, recordando las relaciones.

El hombre afirmó con la cabeza, pero enseguida dirigió la mirada hacia un costado de la playa, donde la oscuridad parecía absorber todo a su paso.

La sonrisa se le perdió de manera instantánea, como si se enfadara por lo que allí pudiera encontrarse.

—Vine para invitarte a salir mañana —comentó, al tiempo que posaba de nuevo su atención en ella y retomaba una expresión de júbilo.

—¿Salir?

—Me gustaría que fueras a la cosecha. Eres tan dueña de esas tierras como nosotros, sería un honor que la visitaras y saludaras al resto de miembros de la sociedad.

Un sobresalto interior de alegría la dejó muda por un instante mientras su mente repasaba las imágenes que aún quedaban en su memoria de ese lugar.

Por fin pondría sus pies sobre el calor de esa tierra fértil que tanto añoraba y volvería a ver los rostros que poco a poco se habían ido borrando de su mente.

Pero sobre todo, se encontraría de nuevo con él, con Gabriel Veldetta.

Sin embargo, la emoción se le esfumó al recordar un pequeño detalle.

—Pero… mañana es domingo —citó con recelo. Sus palabras le ensancharon la sonrisa a Javier.

—Para nosotros cuidar de la cosecha no es un trabajo más, es algo que hacemos por gusto y en cualquier momento —alegó con diversión—. Aunque la mayoría de los empleados descansan, los miembros aprovechamos el día para evaluar los sembradíos, revisamos que cada planta haya recibido la cantidad justa de riego y abono orgánico y realizamos desmaleza y poda si es necesario.

La ansiedad invadió de nuevo a Rebeca, pero sus inseguridades no la dejaban tomar una decisión.

—Si están trabajando, puedo ser un estorbo.

—¿Un estorbo? —se carcajeó Javier, lo que provocó un cosquilleó en el estómago de la chica—. A todos nos gustaría verte por allá. Será un honor recibir tu visita.

La brisa marina pasó con rapidez entre ellos y le alborotó los cabellos a Rebeca. Varios mechones le taparon el rostro.

Ella los apartó, pero había uno que se revelaba a su control. Javier acercó una mano y movió al insubordinado. Con el gesto le rozó la piel de la frente.

Un leve gruñido se escuchó entre las sombras. Rebeca se giró asombrada e intentó percibir lo que había producido el sonido.

—¿Qué fue eso? —preguntó inquieta, con el recuerdo de la bestia en su mente.

Javier fijó la mirada en la oscuridad y apretó el ceño.

—Perros —respondió con prontitud—. A esta hora suelen salir y encontrarse en la playa. —Se irguió para llamar la atención de la chica y evitar que ella siguiera indagando entre las sombras e hizo un esfuerzo por relajar las facciones—. Buscan los restos de la comida que dejan los turistas. Pueden presentarse disputas entre ellos si encuentran algo bueno.

A Rebeca la excusa no la convenció, volvió a otear los alrededores mientras el corazón le martilleaba en el pecho.

—Lo mejor es que vuelvas a casa —aconsejó Javier, logrando que ella desviara su atención hacia él—. No es seguro que andes sola por la playa a esta hora.

Rebeca no rebatió sus palabras.

A pesar de creer que acompañada por un sujeto como él nadie se atrevería a hacerle daño, sentía que era momento de marcharse.

Se despidió después de acordar la hora en que se encontrarían a la mañana siguiente y se dirigió a su casa pensando cómo le daría la noticia a su madre.

Marian se disgustaría cuando se enterara de ese paseo, ya que iba en contra de sus dictámenes de no mezclarse con los miembros de la sociedad.

Subió al malecón y al girar el rostro hacia Javier para verificar si él también se había marchado, notó que el hombre se encaminaba hacia la porción de sombras que había emitido aquel extraño sonido.

Andaba con calma, cómo si supiera con qué se encontraría en medio de la oscuridad.

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