Para Rebeca, una muchacha de ciudad acostumbrada a la tecnología y a los exclusivos beneficios del progreso, el ambiente rural de La Costa debió resultarle apabullante.Aunque, en realidad, la chica logró encajar con rapidez en el estilo de vida sencillo y natural que esta ofrecía e iniciaba antes del alba, con la sensación de la pronta llegada del sol, un presentimiento que no solo era captado por los animales, sino también, por cada uno de los habitantes que se dejaba absorber por la magia de la selva; y culminaba durante la noche, con el arrullo maternal de la tierra, que abrigaba con el frescor que brotaba de sus poros a quienes se consideraban sus hijos.La chica, cuando no se pasaba los días atendiendo el negocio de orfebrería, se marchaba a las tierras de la sociedad para ayudar en lo que pudiera.Fue así como se relacionó con los hombres que trabajaban sin descanso, haciendo crecer las cosechas o trayendo del mar unos peces de carne gruesa y suave que se deshacían en su boca y
—¿Qué tanto haces en la cosecha? —le preguntó Marian a su hija cierto día mientras la observaba desde la puerta de la habitación.—Lo mismo que haces tú con los líderes: trato de conocer a los trabajadores y cada proceso de la siembra del cacao —respondió Rebeca sin apartar su atención del espejo, para terminar de recogerse el cabello en una cola alta.Marian respiró hondo y cruzó los brazos en el pecho.—Encontraron a la joven desaparecida —dijo con la mirada dirigida al suelo y la voz impregnada de pesar—. Estaba muerta. Le arrancaron el corazón.Rebeca dejó lo que hacía y se giró hacía ella con los ojos abiertos de par en par.—La sangre que hallaron en las manos del negro que apareció muerto cerca de la carretera, era de ella. La policía supone que se trata de una secta religiosa. —Alzó el rostro para mirarla. Sus pupilas reflejaban angustia—. Buscan en la región a grupos que practiquen magia negra.Por algunos segundos, Rebeca quedó petrificada. Finalmente, y con inseguridad, con
De camino a la cosecha, Javier se mantenía silencioso. Su mirada la tenía fija en la carretera, parecía lejano y furioso.Rebeca prefirió no molestarlo para no aumentar su mal humor. Sin embargo, al notar la herida que él tenía en el brazo se alarmó.Javier se había recogido la manga hasta el codo y de ella sobresalían unas marcas rojizas, similares a un profundo rasguño. La sangre, aún fresca, manchaba la tela oscura.—¿Qué te sucedió? —preguntó. El hombre apartó la mirada de la vía un momento para observarla confundido. Al percatarse a qué se refería, endureció el rostro.—Nada. Tuve un accidente esta mañana.—Tienes la herida descubierta, debes curarla o se te infectará.—No te preocupes, pronto sanará, la limpié antes de salir —respondió con una mueca de fastidio.—Esas heridas no sanan rápido, parece que la tienes desde el hombro por la mancha en la camisa. Deberías haberte puesto una gaza —insistió, pero él parecía indiferente—. ¿Cómo te lastimaste?Javier respiró hondo y aceler
En la soledad de su habitación, Rebeca no podía dejar de pensar en lo ocurrido durante el día.La actitud iracunda de los hombres en la cosecha, el miedo exagerado de los habitantes por los misteriosos sucesos que se producían en la región y el comportamiento quisquilloso de su madre por el tema de los asesinatos, le tenían los nervios a flor de piel.No podía dormir, leer o distraerse con alguna otra actividad, ni siquiera era capaz de mantenerse quieta en un solo sitio.Oteaba el trozo de calle, vacía y en penumbras, que podía apreciarse a través de la ventana, abrumada por tanta quietud.El sonido de su teléfono móvil la sobresaltó. Corrió hacia la mesita de noche y lo tomó para revisar los mensajes de texto.Un oleaje de sensaciones se le agitó en el pecho al ver que Gabriel le escribía: «¿No puedes dormir?».Ella arrugó el ceño y le respondió: «¿Cómo sabes?». Pasaron varios segundos antes de que él volviera a enviarle un mensaje. El lento paso del tiempo la ponía más ansiosa.«¿P
Para sosegar los nervios de la chica, Gabriel la tomó de la mano y la levantó del banco dispuesto a dar una caminata con ella.Al pasar el malecón, la línea de costa se sumergía por una oscuridad solo amparada por la luz de la luna y precedida por una arena salpicada de una vegetación llena de hierbas, arbustos y palmeras de gran tamaño.De haber estado sola, Rebeca jamás se habría introducido por esos parajes y menos a esa hora de la noche, pero de la mano de Gabriel se aventuró, andando primero entre las rocas para atravesar el rompeolas, hasta llegar a una playa desolada, cuyas olas llegaban con mayor agresividad pues no existía muelle de piedra que suavizara su recorrido.Aquel lugar era frecuentado por turistas adeptos al surf y por personas que les gustaba el mar en soledad, ya que en esa parte no se encontraban puestos de venta de comida o alquiler de sombrillas y sillas para el descanso.Esa noche ese sitio les pertenecía. Nadie se hallaba en los alrededores.Lo recorrieron si
Una extraña sensación alteró los nervios de Gabriel cuando estaban de regreso al malecón.Rebeca quedó petrificada al escuchar el leve gruñido que él produjo y percibir un brillo amarillento recorrer las pupilas del joven.—¿Qué sucede? —preguntó con nerviosismo.Gabriel estuvo inmóvil unos segundos, con la mirada fija en el camino que dirigía a la casa de la chica.—Alguien llegó a tu casa. Vamos —ordenó, y apretó su mano para apresurar el paso.Ella pensó que Marian podía haber regresado de la reunión con los líderes. Si su madre la veía con él, le reclamaría durante toda una semana su desobediencia de no alejarse de ese joven.—¿Irás conmigo? —consultó preocupada mientras él la llevaba casi arrastras por el malecón—. Mi madre se va a enfadar.—Ya lo está.Ella lo miró confundida. El rostro de Gabriel estaba tenso y tenía el ceño fruncido.—¿Ya lo está? ¿Cómo lo sabes?Era imposible mantener una conversación con él. Con largas zancadas cruzó la plaza empedrada, obligándola a acelera
Rebeca sabía que lo dicho por su madre era una orden, no una sugerencia, pero en esa ocasión no podía obedecerla. La siguió para dejarle en claro su posición: no iba a alejarse de Gabriel.—Mamá, yo no me iré —informó al entrar en el dormitorio. Marian ya había sacado parte de la ropa que tenía en el armario y la dejó sobre la cama mientras buscaba la maleta.—Yo sabía que esto sucedería. No debimos volver a esta selva —alegó con temor.—¿Qué sabías? —Marian no dejaba de moverse. Su rostro mostraba una gran preocupación—. Mamá, ¿puedes calmarte? Por favor, dime qué sucede.—¡Ese hombre es el diablo! —exclamó angustiada—. Yo no quería que tú pasaras por lo mismo que yo pasé, por eso te alejé, pero el destino siempre anda torciendo las cosas.Rebeca comenzaba a desesperarse. Se interpuso en el camino de su madre y la tomó con firmeza de los hombros para detenerla y exigir su atención.—Háblame claro. No me iré de La Costa sin una explicación convincente.Marian bajó los hombros en señal
Manejaba a toda velocidad por un estrecho camino bordeado de vegetación. Los altos árboles de frondosas ramas no dejaban pasar la luz de la luna, haciendo maquiavélicas a las penumbras, pero ella estaba decidida a traspasarlas.A un costado se hallaba la montaña, que se erguía imponente, y del otro, kilómetros de selva que seguramente finalizarían en la costa.Rebeca no tenía seguridad de dónde estaba ni qué hacía, solo seguía el camino que recorría a diario con Javier hasta la cosecha.Sabía que al pasar los terrenos llegaría a las residencias de los miembros la sociedad. Allí, de alguna manera, encontraría la casa de Gabriel.No obstante, tuvo que detener el auto de forma repentina haciendo patinar el vehículo sobre el asfalto varios metros, hasta detenerse a pocos centímetros de un hombre alto, que estaba inmóvil en medio de la vía, con el torso desnudo empapado de sudor y sangre y marcado con heridas de garras.La adrenalina casi logró que el corazón se le saliera por la boca.Gra