Capítulo: Sin aire

Cuando Diana abrió los ojos, observó el lugar donde estaba. Por un instante no recordó nada, pero luego, los recuerdos vinieron de golpe.

Enderezó su postura, miró a todos lados.

—¡¿Dónde estoy?! — Recordó la explosión, las lágrimas corrieron por su rostro como una cascada. Pensó en sus padres, quería negar que su muerte era verdad.

Alzó la vista y vio a ese hombre de pie frente a ella. La mirada de Joaquín era devastadora, había compasión y dolor en ella.

—¡Dime que no es cierto! —exclamó—. Dime que mis padres no murieron, ¡todo es una pesadilla! ¿Verdad que sí?

Joaquín hundió la mirada, sintió mucha tristeza, negó.

Tragó saliva.

—Lo siento mucho, mi amor, no sé cómo ocurrió, hubo una explosión, no pudimos salvar a nadie… Lo siento tanto…

—¡No! —exclamó—. ¡No! —gritó hundiendo su rostro entre sus manos.

Joaquín intentó acercarse, de pronto, Diana lo empujó, se levantó de la cama, lo apuntó con el dedo.

—¡Fuiste tú! ¡Tú los mataste! Eres un ¡Asesino! —gritó con rabia.

Joaquín estaba perplejo, negó.

—Yo no lo hice…

—¡Mientes! ¿Querías vengarte? ¿Querías arruinar a mi padre? ¡Felicidades, me arruinaste a mí! Eres tan malo, ¡ojalá tú estuvieras muerto y no mi familia! Eres muy cruel.

Joaquín intentó acercarse a ella.

—¡Escúchame, Diana!

—¿Qué? ¿Negarás que querías venganza?

Él se quedó congelado, negó.

—Quería venganza, pero…

—¡Te aborrezco, perdí todo por ti! Creí en tu amor, y perdí todo, ¡ya no te quiero! Nunca te volveré a amar.

Diana salió por la puerta, intentó correr y salir de esa casa, pero, al abrir la puerta, y ver a los guardias afuera, que no estaban dispuestos a dejarla salir, entró en pánico.

Joaquín salió y la detuvo.

—Por favor, Diana, entra a la habitación, no estás bien.

—¡Suéltame! Quiero estar con mis padres. ¡Te odio! —exclamó y golpeó su pecho. Sus nudillos le golpearon tan duro, pero él no parecía sufrir, eso la frustró más.

Diana  comenzó a hiperventilar asustada, sintió un fuerte mareo, cayó en los brazos de ese hombre, no pudo escapar.

***

Cuando ella abrió los ojos y vio a ese hombre de pie, al lado de la cama, Diana se levantó como un resorte.

—¡Me iré! —exclamó—. ¿Qué día es hoy? ¡Aléjate de mí! Quiero irme —dijo al sentir que él la tocaba, queriendo calmarla.

Joaquín negó.

—No dejaré que te vayas de aquí, no puedes irte de mí, Diana, eres mi esposa, eres mía, además, ¡estás embarazada!

Los ojos de Diana se ensancharon al escuchar esas palabras.

Dio un paso atrás y tocó su vientre; no podía creer en lo que ese hombre decía.

—¿Qué has dicho? ¡Mientes!

—No miento. Estás embarazada, esperas un hijo de nuestro amor, no voy a dejarte ir.

—¿Qué…? —exclamó Diana, tocando su vientre.

—Seremos padres, Diana, olvida todo, no arruines nuestra vida, ni la de nuestro hijo.

Las lágrimas rodaron por su rostro.

—¡No te quiero cerca de mí, ni de mi hijo! —gritó.

Joaquín negó.

—¡Eres mi esposa, Diana! ¡Eres mía y tendrás a mi hijo! Debemos ser felices.

Ella negó.

—¡Me iré! No vas a obligarme a permanecer al lado del asesino de mis padres.

Joaquín la miró con ojos llenos de dolor.

—No te pregunté si querías quedarte o no, vas a quedarte por nuestro bebé, porque me amas, estamos casados —dijo esta vez severo.

—¡Quiero el divorcio, Joaquín!

—¡Nunca, olvídalo! Eres mía —Joaquín cerró la puerta con llave.

Diana luchó por abrir la puerta, gritó y golpeó la puerta, pero al final, no pudo salir de ahí.

Se sentó en la cama, y lloró.

«¡Te odio, Joaquín! ¿Cómo pudiste matar a mi familia? No te voy a perdonar, ¡no puedes obligarme a amarte!», pensó.

Joaquín bajó la escalera.

—Señor, hay una persona que lo busca.

—¿Quién es?

—Dice llamarse Ronald Veraldi.

Joaquín sintió rabia, fue al salón, y lo encontró ahí.

—¡¿Dónde está Diana?! ¡No puedes mantenerla encerrada y aislada del mundo! Eres un asesino, ella ya no te ama —exclamó el hombre, mientras puso su mano en su cuello, dejándolo sin aire.

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