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Capítulo 3. Un juramento

Sebastián la miró sin ninguna expresión en el rostro, por un momento no dijo nada, miró al padre de Franchesca por un par de segundos y luego dirigió su rostro con una máscara de absoluta frialdad a Briggitte y luego con un tono de desdén le respondió.

—¿Por qué iba a querer vengarme de ti? —se burló—. Mi mundo no gira en torno a ti, Briggitte. Nuestra relación terminó cuando te fuiste a Milán, y en cuanto a tu embarazo... —se rio amargamente. —No sé de dónde has sacado esa idea, pero es imposible: No puedes estar esperando un hijo mío porque usabas anticonceptivos mientras estábamos juntos—expuso él con una expresión de indiferencia.

—¿Acaso no sabes que los métodos de contracepción fallan? El único medio seguro de no quedar embarazada es la abstinencia y ese nosotros no lo practicábamos —dijo con sorna, emitiendo una leve sonrisa de burla dirigida más así misma por ser una idiota.

—Entonces debiste practicarla, porque yo no confío en ti… no puedes aparecerte después de un mes a decir que estás esperando un hijo mío, cuando ni siquiera sé qué hiciste durante este tiempo —espetó con una extraña expresión en su rostro.

Briggitte se sintió mal del estómago al darse cuenta de que Sebastián nunca se había preocupado realmente por ella. Solo la había utilizado porque quería acostarse con ella.

—Claro, entiendo, seguro me conociste en una noche de copas y me fui a revolcar contigo la misma noche —expresó con sequedad.

En ese momento la mamá de Briggitte, la tomó por el brazo para echarla.

—¡Vete Briggitte! Sebastián escogió a Franchesca y a su hijo, no tienes nada que hacer, deberías irte y no seguir dando espectáculos —expuso la mujer, sin ningún ápice de simpatía por su verdadera hija.

—Es que ella no sabe comportarse de otra manera, siempre ha sido una vulgar, por muchos intentos que hemos hecho de hacerla una mujer decente —dijo su padrastro en voz alta para que todos en la iglesia escucharan—. Por eso no le importó meterse en la relación de su hermana con su novio.

—¡Eso no es cierto! —exclamó ella al ver todas las miradas de la gente la observaban con recriminación.

—¿No es cierto? ¿Desde cuándo conoces a Sebastián, Briggitte? ¿Desde hace cuánto lo conoce Franchesca y cuántos meses de embarazos tienes tú y cuánto tiempo tiene ella? —inquirió su propia madre y sus palabras se clavaron en el pecho como si fueran filosos puñales.

—Yo no sabía…  —dijo ella tratando de nuevo tragarse las lágrimas, porque no iba a derrumbarse delante de toda esa gente que solo quería verla destruida.

—Pero ahora ya lo sabes… —siseó con enfado—. Lo mejor es que te vayas Briggitte… al parecer Franchesca se te adelantó… y no puedo casarme con las dos… ahora es mejor que te vayas y nos dejes casar en paz —habló girándose para darle la espalda, pero Briggitte lo detuvo.

—Recuerda bien esto Sebastián, porque un día te vas a arrepentir y juro que te tragarás cada una de estas palabras que has dicho hoy en mi contra… soy una mujer que no olvida con facilidad, y profundamente vengativa, lo que me hacen lo multiplico por diez. Y no soy tan estúpida, Sebastián, piensas que casándote con ella, yo voy a seguir detrás de ti, pero estás por completo equivocado… te auguro que a partir de este momento tu vida se convertirá en un infierno, porque Franchesca no te ama, solo te está utilizando para vengarse de mí para hacerme sufrir, y porque va detrás del dinero de tu familia y lo peor de todo es que se lo estás permitiendo —le espetó Briggitte con una expresión de dolor—. Espero que nunca vuelvas a cruzarte en mi camino por el bien de los dos.

Subió una mano y la apoyó en su propio vientre.

—Ay querida hermana… otra vez te gano yo… siempre lo hago, Sebastián me prefirió a mí y a mi hijo antes que a ti y a tu bastardo —dijo la mujer sin dejar de burlarse de Briggitte.

La rabia se agitó en el interior de la joven, y sin pensar ni medir las consecuencias, levantó su mano para abofetear a Franchesca, pero ante de que sus dedos impactaran en el rostro de la mujer, estos se estrellaron en el pecho de Sebastián, quien evitó que ella la golpeara y con los ojos chispeantes del enojo y sosteniéndole la mano con fuerza, pronunció con rabia.

—¡Ya basta! Mejor será que te vayas y dejes de estar dando lástima frente a todos, por lo menos compórtate con dignidad y sal de aquí.

Dicho eso la soltó, pero el tacón se le dobló y cayó en el suelo, ella no esperó que nadie la ayudara a levantarse, lo hizo sola, después de todo ya estaba acostumbrada, siempre era así, toda la vida, las veces que caía, se había levantado sola porque no había nadie para que la ayudara a levantarse, cerró los ojos con fuerza, porque no quería dejar escapar las lágrimas.

“Aquí no Briggitte, que nunca nadie te vea derrotada… que nunca nadie te vea débil ni llorando”, se dijo, una vez que se puso de pie, se apoyó en un banco para no perder el equilibrio. Y se levantó alzando el mentón e irguiéndose con firmeza su cuerpo, como si fuera toda una reina.

—En eso tienes razón… y más cuando aquí ninguno de los presentes vale la pena.

Briggitte giró sobre sus talones y caminó hacia la salida, consciente de que, a partir de ese día, su vida nunca volvería a ser la misma. Se alejó de allí, tan rápido como sus piernas se lo permitieron.

No podía creer lo que acababa de ocurrir, ¿Cómo había sido tan estúpida de creer que Sebastián la amaba?

Cuando salió de la iglesia, no pudo contenerse más, se derrumbó producto del llanto, las lágrimas salían como cascadas de sus ojos, su vista se nubló, pese a ella, nada la detuvo, siguió caminando, casi corriendo, queriendo borrar todo ese dolor de su corazón y su alma, no vio la vía, ni siquiera escuchó el chirrido de los frenos del auto, solo sintió el golpe fuerte en su cadera, y la sensación de que el piso salía a su encuentro y después se sumergió en una profunda oscuridad.

«Porque es tocando fondo, aunque sea en la amargura y la degradación, donde uno llega a saber quién es, y donde entonces empieza a pisar firme» José Luis Sampedro.

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