Capítulo 5.

Sofía Castel.

Espalda recta, cabeza en alto, cabello perfecto, imagen impecable para que la figura del gobernador Kirchner no quede por el suelo en el minuto que se acerque a mí.

La máxima autoridad debe ser perfecta, tanto cómo lo son sus gustos y a saber sobre eso me dedico al atravesar la puerta sin mirar a ningún otro lado que no sea el frente. Mis pies tocan el mármol y todos están pendientes. Mi colonia se dispersa, atrayendo más miradas; me aseguré de que las feromonas fueran efectivas.

Me siento en la mesa del centro manteniendo la imagen de chica descuidada hasta que la carta llega a mí. El mesero se planta a mi lado y asiento sutilmente antes de que este llene mi copa para luego retirarse.

Me deja sola en lo que preparan mi pedido pasado noventa y siete segundos para que unos pies se planten frente a la mesa. Subo con lentitud hasta toparme con ese rostro conocido para mí, que sonríe pícaramente, dejando en claro que no se irá sin una respuesta afirmativa a lo que desea proponer.

—¿Necesita algo? —pregunto con descuido tomando de mi copa. —No requiero compañía, gracias.

Mueve las comisuras de sus labios preguntando con la mano si puede sentarse a lo que ladeo la cabeza.

—Creo que tiene problemas auditivos porque claramente dije que no quiero compañías, señor.

—Nael Kirschner —se presenta. —Me gustaría invitarle una copa, señorita...

—Sofía.

—Un gusto, Sofía. —se sienta frente a mí.

Corro la silla hacia atrás, poniéndome en pie alcanzando el bolso del que saco billetes que coloco sobre la mesa.

—Recordé que tengo algo importante que hacer. —me excuso.

—¿Estás huyendo de mí? —pregunta directamente sumándose otro punto. —Esas justificaciones son las que suelen dar las mujeres cuando el tipo no les agrada y quieren zafarse de él. Un poco curioso. —añade.

—¿Curioso? ¿Por qué le resulta curioso? —le doy la atención que quiere.

—Porque no me mira como si fuera la quinta maravilla del mundo, o un cajero automático. —lanza su primera jugada.

—No entiendo, porqué debería verlo como tal cosa si no lo conozco en absoluto. —enmiendo. —Ahora, con su permiso. Me retiro.

Una sonrisa se le escapa mirando por encima del hombro a sus amigos que están desde la mesa en donde se encontraba.

El frío se cuela por mi vestido cuando salgo al exterior y las piernas se me erizan al sentir las gotas de lluvia que me caen en los hombros y brazos.

Empiezo a contar los segundos llegando a mi cuenta regresiva favorita.

Diez, suelto una bocanada de aire cruzando mis brazos para verme más vulnerable.

Nueve, miro al cielo suplicando con la mirada que no llueva más fuerte, pero tal súplica jamás será escuchada.

Ocho, curvo un poco la espalda.

Siete, saco el móvil, impaciente.

Seis, me cubro de las gotas de lluvia con las manos en la cabeza, “inocentemente”.

Cinco, cuatro, tres...

Un saco es puesto sobre mis hombros a modo de protección, antes de sentir como un paraguas me cubre del todo. Observo al tipo que hizo tal cosa y sonrío tensando un poco los hombros

—¿Necesitas ayuda, linda? —pregunta simplemente.

—¿Otra vez usted? —levanto una ceja. —¿Me persigue, señor Kirchner?

—Lo está asegurando, no precisamente preguntando. —manifiesta sin dejar de reír —Como dije antes, me parece curiosa su manera de actuar. ¿Espera taxi? —asiento —Porque es difícil que con esta lluvia llegue rápido, ya que las carreteras se ponen un tanto peligrosas y ellos deben tener más cuidado a la hora de conducir.

—Que mal. Ni modo, tendré que esperar un poco más. —digo desganada.

—Si prefiere puedo acercarla a su casa —miro dudosa de la respuesta. —Si gusta puede mandarle la foto de mi credencial a alguien cercano para que sepan con quien viajará. No soy peligroso. Lo prometo.

Él no, pero yo sí lo soy.

—Le va a parecer un poco desconfiado y exagerado, pero solo así me quedaré tranquila. —agrego tomando la captura de su placa y credencial.

—Con confianza. —la agarra de nuevo en lo que envío las fotos con los datos a quién las recibe de inmediato. —Ahora...

Abre la puerta del vehículo indicando que suba primero y así lo hago. Rodea el auto hasta quedar a mi lado.

—No es a casa a donde debo ir. —exclamo —Si puede acercarme al museo donde tengo que ir, se lo agradecería mucho.

—Por supuesto. Tavo, vamos a la dirección que te dará la señorita.

—Señor. —asiente el sujeto a quién le digo la dirección que debe tomar. Quince minutos después llegamos y él sigue sin quitarme los ojos de encima, pero debo aguantarlo hasta que esto acabe.

—No tienes conocimiento sobre política ¿no es así? —cuestiona y niego. —Eso explica todo.

Asiento bajando antes que diga algo entrando con rapidez para no mojarme.

Suspiro hondo llegando a la gran sala en lo que veo a la chica que se acerca en cuanto se da cuenta de mi presencia. Verla en persona de nuevo, luego de semanas sólo me pone a arder los pulmones al saber cuánto la protegió.

—¿Llegué tarde?

Ella niega.

—No, eres puntual cómo siempre. —exhala también moviéndose hacia la esquina.

Miro mi aspecto en un cristal que tengo frente a mí. Observo por el mismo reflejo a la figura que se posa a mi lado haciéndome reír.

—Su gusto por perseguir a las chicas le traerá problemas, señor Kirchner. —hablo reparando mi imagen más que la suya.

—Es difícil dejar de pensar en la única mujer que no me ha visto como el resto. —comenta con las manos metidas en el bolsillo. Dijeron que era un hombre que sabía atrapar a las mujeres y tenían razón.

—Es usted un narcisista, señor Kirchner - chasqueo la lengua.

Sonríe medianamente.

—Debió irse a casa con su té nocturno y sus dos perros. —Su cara parece un poema al escucharme.

Abre la boca para preguntar, pero Grace vuelve esta vez.

—Es que pone los trabajos muy fáciles, señor gobernador. —Sus gestos se descomponen cuando el clic de mi arma se clava en su frente. —Eso de desear que yo lo viera ya se le había cumplido, porque fue muy fácil entrar a su casa estas semanas, mientras hacía ejercicio. Su seguridad no es tan buena, ni tan fiel.

—¿A que se…

Grace coloca una navaja en su cuello y su rostro pierde color.

—Mucho gusto, señor gobernador—, saluda la hermana de Donovan. —Para que esto no se vea tan mal, quiero que sepa que voté por usted. Sus propuestas me convencieron y debo decir que algunas las ha sabido cumplir, muy a su modo. —me mira y me alejo. —Solo que es un político con poder en este estado y en un mundo como el suyo pueden hacerse reales los planes como los míos.

Uno de sus hombres aparecen por un lado con una silla mientras lo encadenan. Nadie habla porque solo se quiere lograr lo que tanto deseó ella y de algún modo yo, por mucho que sea consciente que es darle paso a la misma muerte en el plano terrenal.

—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Quién los mandó? —tiembla cuando levantan el maletín para sacar el portátil que ponen en sus piernas.

Me saco el vestido mientras este es puesto al tanto de lo que Grace quiere y prefiero no oír el nombre que se menciona, así que solo me cambio de ropa saliendo por la puerta trasera, dispuesta a olvidar la condición que puse para estar aquí y traer a la presa a dónde la querían, conseguir planos y darle lo que pude encontrar sin que Dylan lo sepa.

Me odia y sé cuán rencoroso puede ser, pero eso no me preocupa. Somos iguales. A mí no me interesa recordar lo mierd@ que es la vida para los débiles y peor aún darme cuenta que perdí también.

La lluvia sigue cayendo cuando subo al taxi que espera por mí en el callejón.

—La esposa del Sr. Myers, ¿lista para volver? —pregunta Bruno y sonrío. Es mi amigo, como lo es Elisa desde hace años. Antes de…

—Necesito dormir. Llévame a... casa. —paso saliva con la molestia que eso genera.

Esa no es mi casa, pero es donde estoy confinada.

Me siento vacía desde hace casi cuatro años y por eso tuve que hacer un trato con Dylan Myers, casarnos para no regresar a ese sitio asqueroso en el que perdí todo. Mi libertad siempre se ha visto comprometida desde hace años, pero ahora es más soportable.

En menos de una hora ya estoy llegando al lugar del cual todos abren sabiendo que se trata de mí, me saco la gabardina al entrar a casa quedando solo en pantalones y crop top. Los tacos los tiro a un lado caminando de ese modo a la cocina, en dónde recibo el mensaje de confirmación que me deja con la sangre helada.

"Trabajo culminado. Él va a salir."

Pero ya nada es lo mismo. No tengo lo único que quería en mi vida y la vida que ahora tengo es la que jamás quise tener.

—Volviste rápido esta vez. —dicen detrás de mí. —Es raro, pero agradable ya que tengo asuntos que resolver contigo.

—Estoy cansada, Dylan. Dejemos eso para mañana, además estoy con resfriado—, me toco la nariz.

—Ronald Slade murió. —detiene mis pasos con el frío que me recorre y el asco que me toma con el terror que le tengo a sólo recordar todo de nuevo.

Doy media vuelta y este tiene en sus manos un periódico que pone frente a mi cara, con la imagen de una casa casi destruida que reconozco perfectamente. Es aquella de la que adquirió luego de la caída del verdadero dueño. Figura un número muy alto de cadáveres, entre los que se halla el de Ronald Slade.

El aire me falta, pero logro disimular el ardor que tengo entre pecho y espalda. Él no pudo morir tan fácil. No lo merecía.

El infeliz que me metió en una ratonera, quitándome mucho más que mi libertad está muerto, pero no cómo deseé que pasara.

No siento el alivio que creí.

—¿Te encuentras bien, amor? —La burla en la voz de Dylan no pasa desapercibida, pero devuelvo una mueca sin demostrar un poco de lo que pasa realmente. —Estás pálida.

—Quién está pálido de tanto meterse mierd@s eres tú. —regreso el golpe haciendo que me vea con enojo.

Ahora es él quien tiene los puños apretados, mientras sonrío con descaro. Un puño suyo dolería menos que la impotencia que tengo.

—Olvidas a quien le conviene estar en este matrimonio por lo visto. —se agarra de lo que sea para hacerme daño, sin saber que los daños los sufrí mucho antes y ahora nada puede hacerlo.

—¿Olvidas que a tu papito no le gustará saber que dejaste más pérdidas que ganancias del reciente negocio? —su risa se desvanece. —Yo ya caí, esposo. Ya probé el polvo y tú aún no sales del ala de tu papito.

—Perra infeliz —escupe.

—Los halagos para cuando estemos en público, mi amor. —sonrío palmeando suave su mejilla al pasar a su lado.

—Que tus pesadillas sean tan dolorosas como si las hubieses vivido. —me detengo pasando el trago espeso y amargo de mi realidad.

Los ojos me arden, pero como siempre, disimular se me da bastante bien.

—Por eso te quiero, siempre recordando mis mejores batallas. —le sonrío de nuevo.

Descalza, con el pecho abierto cual herida mortal, subo las escaleras que me dejan en mi habitación, en donde me encierro y me obligo a no caer de nuevo en eso que he tenido que olvidar.

Me obligo a respirar hondo y no caer. Debo lograrlo. Llorar no me sirvió de nada y ahora menos lo hará. Ronald no merecía morir.

No podía…Nadie lo podía matar ¿y ahora aparece muerto?

No. Puedo verme como una paranoica, pero no creo su muerte. Aunque facilitaría todo si lo estuviera. Mis pesadillas no dolieran tanto.

Fui débil, y una idiota que me dejé arrebatar lo único que traté de cuidar y no lo logré. Me quitaron el alma cuando…murió.

Me arrancaron la capacidad de sentir. La necesidad de querer sentir algo ya no está.

La única razón para ayudar a la hermana del dragón es porqué sé que cuando él ponga un pie fuera de prisión va a hacer que la sangre corra. No quiero aclarar nada con él. Ya nada lo vale. Me arrancaron todo lo que tenía de él y sí me tiene en el concepto que dicen, ya no es de mi interés. Prefiero que lo haga él y no alguien más.

Su salida está lista y nadie está preparado para ello. De algún modo, yo tampoco lo estoy.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo