FAITH
Mi vida siempre había estado ligada con la Nate. Desde que me enamoré de él siendo una adolescente hasta todo lo que pasamos juntos, Nate lo había sido todo para mi. Consideraba que yo me sacrifiqué más por nosotros de lo que él jamás lo hizo. Dejé de estudiar para trabajar y poder mantenernos mientras él se buscaba un hueco en el mundo de los negocios con sus dotes persuasivos; porque Nate era persuasivo, podía hacer que cualquiera le siguiera el rollo. Así fue cómo pasó. Consiguió su meta: dinero y éxito. Entonces dejamos de ser un "nosotros" para ser Faith y Nathaniel. Nos hicimos insostenibles. Yo no aguantaba su codicia y lo presuntuoso que se estaba volviendo, un completo gilipollas que llegaba de madrugada de sus fiestas de empresa. Él seguramente no aguantaba que yo le discutiera por todo y que no fuera como esas mujeres que tenían sus compañeros.
Nate ya no era mi Nate y por sorprendente que pudiera ser, él me dejó a mi. Pese a ello, nuestras vidas no podían separarse porque nos unía algo tan bonito como nuestro hijo. Lo único que Nate me dio y que merecía la pena.
—¡Mamá!
Era un niño como todos los demás, a veces tranquilo y otras inquieto.
Lo vi corretear llevando a rastras su mochila roja, tropezándose sin parar hasta que llegó a mi lado. Alan tenía solo cuatro años pero era lo que más me animaba la vida. No tenía grandes amistades y para mis veintiséis años la vida era (a veces) muy aburrida.
—¿Qué tal el día? —Le recogí la mochila y enseguida se metió las manos en los bolsillos de la sudadera—. ¿Qué traes?
—Macarrones —dijo como si nada con las manos llenas de pasta dura—. Para que cocines.
Me reí y le di la mano para cruzar la marea de padres que recogían a sus hijos del colegio.
Era viernes, viernes de Nate, así que al llegar a casa sólo esperaba la hora en la que viniera a recogerlo para llevárselo el fin de semana. Alan siempre lo esperaba impaciente sentado en el sofá y balanceando las piernas. Sabía que vivir conmigo en el apartamento no tenía ni punto de comparación a la casa de su padre: grande, gigante, con un jardín con columpios y a saber que mil cosas más le compraba. De vez en cuando me encontraba celosa y molesta por la posibilidad de que Nate lo comprara con juguetes y que eso hiciera que nuestro hijo le quisiera más que a mí.
—¿Cuándo llega papá? —preguntó.
—Pronto —le respondí.
Esperando a que llegara me empecé a arreglar o sino iba a ir tarde. El vestido llevaba colgado de la puerta de mi armario desde el miércoles, esperándome impaciente para quitarle el polvo. Era bonito: negro, largo y con escote en la espalda. Nada muy conservador ni muy revelador.
Miré el reloj: las siete y media. << ¿Dónde estás, Nathaniel? >> Llegó cuando me terminaba de maquillar. Llamó a la puerta y los gritos de Alan ansioso llenaron el apartamento.
—¡Papá ha llegado! ¡Mamá! ¡Papá ha llegado!
Salí descalza del baño y atravesé el salón.
—Ya voy ya voy —repetí. Arrastré los pies hasta la puerta y tiré del pomo—. Llegas tarde.
Los ojos oscuros de Nate me dieron un repaso. Dos años atrás esa mirada me habría hecho derretirme pero por aquel entonces sólo quedaba un ligero sentimiento que no era nada. Había amado a Nate más que a nadie en este mundo y mentiría si dijera que no deseaba que las cosas hubieran sido diferentes.
—Estaba en una reunión —se excusó—. ¿A dónde vas tan guapa?
Yo era una mentirosa. Aquel sentimiento sí que era algo. Nate siempre podría persuadir una parte de mi con sus dotes tan encantadores y su atractivo. Porque eso era otra cosa. Nate era Nate y era mucho Nate. El chico guapo de clase, el chico que levantaba suspiros y faldas, el chico que me eligió a mi. Era la clase de tío por el que te romperías el cuello si tuvieras que girar a mirarlo.
—¡Papá! —Alan corrió a su padre, se coló entre mi cuerpo y el marco de la puerta y Nate lo recogió—. ¿Nos vamos?
Nate era grande, me sacaba una cabeza y media de altura, por eso jugaba al baloncesto en el instituto y había mantenido ese físico deportista hasta sus veintisiete años. No era un hombre que dijeras que estaba muy musculado, pero en su altura y su fibra yo llegué a encontrar mi lugar más seguro en la tierra.
—Vete a poner las zapatillas.
Alan volvió corriendo dentro y me recordó que yo debía sacar mi par de tacones de la caja.
—¡Alan, coge tu mochila! —exclamé—. Tiene deberes de escritura que hacer. Que los haga esta vez.
—No me eches cosas en cara. —Se pasó la mano entre los mechones ondulados de su pelo castaño—. ¿Me vas a decir dónde vas así vestida?
Dudé en si decírselo o ser una antipática. Llevábamos cosa de dos años separados y no le debía nada. Él no me dió ni una triste explicación para dejarme aunque era obvio: porque sólo discutíamos y no éramos ya la pareja que éramos.
—Tengo una cita —admití y por un segundo creí ver la sorpresa atravesándole la cara. Seguramente esperaba que me quedara soltera el resto de mi vida cuidando de Alan.
Pero Nate ya no era el chico expresivo al que yo amaba. Todo empezó a darle igual y lo que para mí era importante, para él ya no significaba nada: como nuestra relación. Apretó los labios y asintió ligeramente con la cabeza, como si pasara del tema sin importancia, como si sólo fuera una pregunta más:
—¿Una cita? ¿Con quién?
Después de nuestra ruptura tuvimos un par de encuentros más que nunca debieron pasar porque aquello le reafirmó a Nate que fuera como fuese, una parte de mí siempre sería suya. Y seguramente era así. Nate era una gran parte de mi vida, casi toda mi vida había sido Nate y en vivir por y para él. Estaba ciegamente enamorada y no me había molestado hasta que el dinero se le subió a la cabeza.
—¡Ya estoy! —grito Alan, que correteó arrastrando su mochila.
Le revolví el pelo a nuestro hijo y me agaché a besarle como despedida. Sus pequeños brazos me rodearon el cuello. El pecho se me llenó de mariposas.
—Pórtate bien con papá, y haz los deberes.
—Sí, mamá. Te quiero.
Aplasté mis labios contra su regordeta mejilla. Me daban ganas de achucharlo con tangas ganas que seguramente nos petrificaríamos juntos.
—Te quiero mucho. Nos vemos el lunes, ¿vale?
—¡Vale!
Me erguí y sacudí la cabeza. Las despedidas con Nate aún eran raras después de dos años. ¿Cómo podíamos habernos convertido en eso después de todo lo que éramos? Al cerrar la puerta siempre me quedaba un extraño sabor de boca.
Me puse los tacones y me di unos últimos retoques. Zed estuvo en la puerta al poco rato, guapo como era y con una sonrisa tan encantadora que prometía únicamente cosas buenas. Zed era la clase de hombre que podía hacerme volver a sentir sin miedo. Con su pelo rubio bien peinado, sus ojos verdes, sus camisas formales y sus alegres saludos... Zed era un buen hombre.
FAITHMe quedé embarazada siendo aún muy joven y cuando la estabilidad sentimental entre Nate y yo era más importante que la económica. Ya no podía considerar ni que fuéramos amigos y eso era triste, muy triste, porque Nate lo había sido todo para mi: mi mejor amigo, mi pareja, el chico con el que me casaría y formaría una familia...Llamé al timbre de su casa. Recuerdo que fue lo primero que compró cuando tuvo dinero: la casa. Antes vivíamos en un pequeño piso alquilado, demasiado pequeño pero nos mantenía juntos; al mudarnos, las dimensiones de la casa empezaron a sentirse como una metáfora de nuestra relación.Nate abrió la puerta de entrada: un portón blanco de madera oscura. Escuché a Alan llamarme desde alguna parte de la casa y lo vi salir desfilando de la cocina.—Ha hecho los deberes —comentó, seguramente antes de que yo pudiera echarle en cara que no sería la primera vez que ignoraba sus tareas—. Y dice que tienes un nuevo amigo que se pasa por el apartamento.Lo ignoré. A v
FAITHHelen era una buena amiga. La había conocido tras la ruptura con Nate cuando me mudé al apartamento porque, aparte de ser mi mejor amiga, era mi vecina. Vivía en el piso de arriba y debíamos ser las más jóvenes de todo el edificio.El sábado se quedó con Alan. Bajó en pijama y se acopló en mi sofá.—No me importa dormir aquí si quieres pasar la noche entera fuera —dijo.—No sé... creo que volveré pronto.—Estás muy guapa como para que no dejes que Zed lo disfrute.Le lancé un cojín. Zed me escribió a los pocos segundos:ZED: estoy abajoLlevaba toda la tarde corriendo de un lado a otro y no me había puesto el vestido hasta el último minuto para no arruinarlo. No tenía muchas más opciones de vestimenta. Cogí el pequeño bolso de hombro del sofá y le repetí a Helen lo que ya sabía sobre Alan.—Dile a tu madre que estaremos bien —le dijo y mi hijo me miró—. ¡Te quedas con tu tía favorita!Me incliné sobre el respaldo y le di un beso en la mejilla tersa y suave. Alan me lo devolvió.
FAITHA veces parecía que me tenía rencor.—¿Vienes a molestarme?Sus zapatillas pisaron el césped, crujió y se sentó en la fuente a mi lado.—Sólo vengo a fumar —dijo como si nada, encendiéndose un cigarro.Lo dejé pasar. Desde que dejamos, no habíamos pasado más de diez minutos juntos, ni siquiera hablamos nunca las cosas. Lo dejamos y fue como si aquello nos convirtiera en extraños.El humo de su cigarro se entremezcló con el olor de su colonia.—Alan está con Helen —dije—. Es mi mejor amiga, vive en el piso de arriba.Era raro que no supiera quién era Helen. Antes, Nate sabía todo de mi vida, hasta los detalles más irrelevantes y tontos. Nate siempre había sido el primero para mi, la persona a la que corría por cualquier cosa. Entonces, ya ni siquiera sabía quién era mi mejor amiga, como tampoco sabía que mi hermana había vuelto a contactarme y que yo estaba pensando en responderle el correo electrónico que me mandó.—Podrías haberme llamado.—Ya... no sé. Estás muy gilipollas y c
FAITHNate no tenía mucha familia. Sus padres murieron a sus diez años y se había criado con su tía (que le odiaba), así que para él fue muy fácil coger las maletas. Pero yo tenía una familia perfecta, con unos padres que me querían y mi hermana pequeña que era adorable. Los problemas llegaron a mi casa junto a Nate. Tenía trece años y él catorce. Mis andadas adolescentes a medida qué crecía se hicieron tan frecuentes que llegaba tarde a casa y suspendí un par de exámenes. Yo siempre supe que no era culpa de Nathaniel, sino de las hormonas adolescentes y el primer amor, pero resulta que explicarle eso a los padres es casi imposible. Según ellos yo sólo debía estudiar, entrar en una buena universidad y darle ejemplo a mi hermana pequeña.Nunca entendieron que pudiera enamorarme de alguien tan rebelde que parecía no tener futuro.Nunca entendieron que Nate siempre me animaba a sacar mejores notas.Nunca entendieron que Nathaniel me hacía feliz.El colmo fue querer seguirlo. No iba a ir
FAITHHelen y yo cenamos juntas y se empezó a reír.—Lo siento —se reía—, pero es que te pones muy graciosa cuando estás enfadada con él.—Me saca de mis casillas —admití.Era lo que mejor se le daba a Nate esos últimos años: sacarme de quicio. Aparecía y se creía mejor, con el poder sobre mí, y me había dejado sin plan para ese fin de semana. ¿Iba a estar encerrada en casa mordiéndome las uñas?—¿No te ha llamado tu hermana? —preguntó y yo negué.Al final me decidí a hablar con Clara, pero no había sido valiente como para llamarla yo, así que le envíe mi número de teléfono para que ella lo hiciera. Todavía no había tenido noticias y cada vez que me sonaba el teléfono algo dentro de mí se moría de nervios.—No. ¿De verdad tienes que salir con ese tío mañana? —refunfuñé.—¡Oye! Que es un buen hombre, puedes venir si quieres, le diré que...—No no —Helen no podía ser siempre mi salvavidas—. Ve y disfruta.—¿Y tú qué harás?Picoteando una patata del menú a domicilio me encogí de hombros.
FAITHZed debía estar delante de mi con su pelo rubio y su sonrisa encantadora, no dejaría de decir lo guapa que yo estaba y de hablarme de sus cuentas contables y mil cosas más... sin embargo, levantaba la mirada y veía el pelo castaño de Nathaniel y sus cejas juntas mirándome tan extrañado a como yo me sentía, como si fuera imposible vernos allí sentados uno frente al otro.—¿Con quién está Alan? —le pregunté.—Con la niñera, es de confianza —dijo y yo resoplé antes de darme cuenta de lo que pareció—. Tiene cincuenta años, no me he acostado con ella.—No me importa con quién te acuestes o dejes de hacerlo —respondí rápida.>—Ya —siseó con burla.—Lo digo enserio, no me importa.Nate se rió.—No he dicho que lo haga.Nos tomaron nota y en cuanto el camarero se fue, Nate se pasó las manos por el pelo sin dejar de mirarme. De alguna forma u otra se sentía lo raro que era estar allí después de cosa de dos años sin ser cercanos. Habíamos pasado de serlo
FAITHMontada en su coche vi que Zed me había llamado, seguramente dudando de qué había sido de mi sábado noche sin él. Apagué la pantalla en cuanto Nate se sentó tras el volante. Si me era completamente sincera, no quería volver a casa y estar sola y comerme la cabeza dándole vueltas al teléfono entre las manos sin nada mejor que hacer que atiborrarme a helado.—Suéltalo —lo escuché decir.Le miré. Nate me devolvió la mirada bajo la oscura noche y casi sonreí. Creo que nunca dejaríamos de conocernos.—Ha sido un poco desastre la cena, hemos vuelto a discutir.Cuando sonrió, sentí que era la primera vez en toda la noche que estábamos de acuerdo en algo.—Es lo que mejor se nos da últimamente —dijo.Y ojalá no fuera así. Yo era consciente de que le saltaba al cuello a la mínima, lo llevaba haciendo desde que nuestra relación se empezó a ir a pique, y ojalá no hubiera sido así. Ojalá Nate nunca hubiera puesto el dinero por encima de lo que éramos. Tal vez si hubiéramos hablado más abier
NATHANIEL¿Desconfiar de mi? ¿De verdad había dicho esa mierda? Podía haber sido un gilipollas, el gilipollas que ella había visto en mi porque empecé con las drogas y esos temas, pero jamás hubo consumición alguna que me hiciera olvidar que yo le pertenecía a ella. Ni siquiera después de dejarlo.—¿Has pensado que te engañé?Se llevó el vaso a los labios. Aquel gesto me puso la piel de gallina y me dolió. ¿Cómo coño podía pensar eso?—Bueno... —empezó.—¿Bueno qué? No me jodas, Faith, nunca he sido tan malo contigo.Me apunto con su uña puntiaguda, muy a la defensiva. Ya veía que hablar solo nos llevaba a discutir una y otra y otra vez. Seguro que con ese rubio oxigenado ni se levantaban la voz. Era un acojonado de la vida, un sumiso, un tío que no la merecía.—Eh, que yo no he dicho que fueras malo conmigo. ¿Qué querías que pensara si llegabas dando tumbos y discutíamos? No iba a vivir así toda mi vida y mucho menos con nuestro hijo. No me prometiste una vida de discusiones, Nate, y