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FAITH

Nate no tenía mucha familia. Sus padres murieron a sus diez años y se había criado con su tía (que le odiaba), así que para él fue muy fácil coger las maletas. Pero yo tenía una familia perfecta, con unos padres que me querían y mi hermana pequeña que era adorable. Los problemas llegaron a mi casa junto a Nate. Tenía trece años y él catorce. Mis andadas adolescentes a medida qué crecía se hicieron tan frecuentes que llegaba tarde a casa y suspendí un par de exámenes. Yo siempre supe que no era culpa de Nathaniel, sino de las hormonas adolescentes y el primer amor, pero resulta que explicarle eso a los padres es casi imposible. Según ellos yo sólo debía estudiar, entrar en una buena universidad y darle ejemplo a mi hermana pequeña.

Nunca entendieron que pudiera enamorarme de alguien tan rebelde que parecía no tener futuro.

Nunca entendieron que Nate siempre me animaba a sacar mejores notas.

Nunca entendieron que Nathaniel me hacía feliz.

El colmo fue querer seguirlo. No iba a ir a la universidad porque iba a mudarme con él recién salidos del instituto. Nate tenía un plan y yo confiaba ciegamente en él. Que viéndolo en retrospectiva quizás fue una locura, pero la repetiría una y otra vez porque Nate me hizo muy feliz, más que nadie.

—Si te vas, se acabó —recuerdo que me dijo mi padre.

—Te vas a arrepentir de esto y no estaremos aquí, Faith —dijo mi madre.

Por el tiempo, a mis dieciocho años, mi hermana pequeña Clara sólo tenía diez así que no se posicionó de mi parte.

Recibí un correo electrónico de Clara un par de semanas atrás y no me había atrevido a responder aún. Debía tener diecinueve años ya. Todos los días releía el mensaje:

De: clara2707@g***l.com

Para: faithmariefoster@g***l.com

"Hola! Soy Clara, tu hermana. Igual es un poco raro esto porque no hemos hablado en muuuuucho tiempo, pero me gustaría poder llamarte. Estoy en la universidad a un par de horas de casa y sea dónde sea que estés me gustaría visitarte también. ¿Qué tal estás? ¿Qué tal tu novio? ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas?

Te dejo mi número de teléfono y la dirección postal de la residencia en la que vivo por si te animas a contactarme o por si estás cerca. XOXO"

—¿Mamá qué haces?

Alan me trepó las piernas y se acurrucó contra mi pecho. Dejé el ordenador de lado y lo achuché con tantas ganas que se echó a reír.

—Pero qué guapo eres.

El domingo pasó sin pena ni gloria. Solo Alan y yo en casa viendo películas y haciendo nada.

Después, la semana se repetía como todas.

El viernes por la mañana vi a Zed por primera vez desde que el domingo por la mañana me dejó en casa. Iba algo más serio que de costumbre y aunque me saludó, se notaba que algo le tiraba de la lengua.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Se encogió un poco de hombros y sacó una sonrisa algo desganada.

—Sí, no es nada —dijo y se encorvó rápido por el mostrador para besarme.

Sin embargo, volvió una media hora después sudado y con la respiración agitada del cardio.

—¿Podemos hablar antes de que te vayas? —me pidió.

Sonó raro, pero obviamente accedí.

Seguí trabajando muy a lo mío hasta que terminó mi turno. Tampoco tenía mucho tiempo. Debía ir a por Alan y esperar en casa hasta que Nate pasara a recogerlo. Estaba recogiendo mis cosas y ordenando un poco el escritorio cuando Zed salió a la recepción. Se quedó esperándome en silencio. Una vez me colgué el bolso al hombro, me siguió hasta la calle.

—¿Qué pasa? —dudé.

Estiré la mano hasta su brazo fuerte, le acaricié y ver cómo me miraba y medio me sonreía me quitó un poco el miedo. Tenía un gran problema: yo no sabía estar sola.

Zed me acarició la mejilla.

—Es sólo que esta semana he tenido mucho trabajo y...

—¿Y qué? Venga cuéntamelo.

Agachó la mirada.

—Nathaniel ha pasado mucho por la empresa, que es lo normal, que es como el jefe, pero no sé... Nunca iba antes y desde que nos vio el fin de semana me ha estado metiendo presión estos días. ¿Me lo contaste todo con respecto a él?

—Por supuesto que sí. ¿Te ha hecho algo?

Podría haber fingido estar sorprendida, pero viniendo de Nate me esperaba cualquier cosa. ¿Iba a fastidiar el trabajo de Zed por sus tonterías?

—Mañana no voy a poder ir a nuestra cita, me ha mandado a un viaje.

¿Qué?

—¿Enserio? Si ya teníamos la reserva hecha.

—No puedo faltar, Faith, y no quiero emborronarme el trabajo.

¿Emborronarse el trabajo? No era su culpa, seguro que era Nate y sus tonterías, su afán de creerse mejor que nadie, y el egocentrismo de creer ser el mejor hombre que nadie (yo) jamás iba a encontrarse. ¡Dios!

—Vale... no pasa nada —aseguré, pese a que evidentemente me fastidiaba la situación.

—¿Segura? No quiero que te enfades, es que...

—No no, lo entiendo.

—¿De verdad? Te juro que te compensaré pero no puedo fallar. Me tiene en el punto de mira y no quiero poner mi trabajo en riesgo.

—Ya ya —lo corté, porque escucharlo solo me cercioraba de que Nate era un gilipollas.

Por que lo era. Salir con Zed ese fin de semana era probablemente lo que más me apetecía, salir y despejarme. ¿Qué se creía que hacía Nate? ¿Cortarme la vida social o adueñarse del control de esta?

El enfado se me pasó un poco cuando recogí a Alan y a lo largo del rato en el que llegamos a casa y se emocionaba por la llegada de su padre.

Pero cuando sonó el timbre y abrí la puerta, Nate estaba ahí con su pose de chulo.

—¡Papá!

Nate podía ser muchas cosas, pero era un buen padre, el mejor de todos.

—Hola, campeón —le dijo y lo estrechó con fuerza.

—¿Por qué no vas a buscar tu mochila y los deberes? —dije.

Alan corrió entre los dos y se perdió en su cuarto. Yo miré a Nate pese a que muchas veces sentía que él me miraba a mi desde mucho antes.

—¿Me vas a discutir algo? —soltó.

—¿Por qué lo haría? —reté.

—Porque es lo único que hacemos, tú lo dijiste.

Resoplé. ¿Qué esperaba? Nate no entendía la importancia de un trabajo estándar como podía ser el de Zed como para que estuviera fastidiándolo. Se lo quería decir pero sabía que aquello serían más problemas que soluciones. Nate era así: un gilipollas.

—¿Y por qué crees que discutimos? Por cosas que haces.

Se hundió las manos en los bolsillos y el flequillo castaño le caía hasta casi rozarle los ojos.

—Si estás así porque tu noviecito se larga y se va a perder una cita contigo, relájate que no es mi culpa.

¡Sí! ¡Sí que era su culpa!

—¿Y tú qué sabrás de nuestra cita o de nada?

Su indiferencia al encogerse de hombros me daba rabia.

—Lo escuché de refilón.

—¿Así que lo has mandado a un viaje innecesario solo por dejarme sola este fin de semana? Eres increíble, Nate.

Zed iba a ser mucho más que una cita bonita, iba a ser un escape, un buen fin de semana. Zed iba a tratarme bien y me iba a hablar de tantas cosas que me olvidaría del resto.

—Iré contigo para que no estés sola—dijo.

La boca se me cayó al suelo.

—¿Pero cuál es tu problema? —bramé—. Joder, Nate, no llevas aquí ni diez minutos y ya me estás volviendo loca. ¡Alan!

—Lo digo enserio —dijo.

Decidí pasar de él. Di media busca y entré a buscar a Alan. Lo encontré sentado en el suelo poniéndose las zapatillas, me agaché a ayudarle y Nate se quedó mirándonos desde el marco de la puerta.

—Ya voy, papá —canturreó—. Te he hecho un dibujo.

Le pellizqué la mejilla porque era súper adorable. Mi bebé se rió y eso siempre me sentaba bien. Tenía muchas cosas en la cabeza... bueno, muchas no, solo una, pero era demasiado sobrecogedora como para tenerme tensa.

—Te quiero, pórtate bien con papá.

Alan se me enganchó al cuello y me besó la mejilla. Era todavía tan pequeño que me daba miedo que mi amor por él lo asfixiara.

—Te quiero, mamá.

Lo dejé ir de la mano de su padre y a medio camino de la puerta Nate frenó y me miró. Mentiría si dijera que su presencia en mi pequeño apartamento no era sobrecogedora. Se suponía que ese piso era mío, un espacio en el superé nuestra ruptura y en el que Nate no existía.

—Te recojo mañana a la misma hora a la que habías quedado con ese rubio oxigenado.

Me acerqué y puse mis manos en su espalda, contra la tela de su sudadera, para empujarle fuera.

¿Pero quién se creía que era?

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