Las rocas saltan cuando las ruedas pasan sobre ellas.
Con los labios apretados, jugueteo con mis dedos. Observo a la mujer frente a mí con la cabeza cubierta con una tela gruesa y vieja. Cabizbaja, me muevo un poco y enfoco mi vista en el largo camino de tierra. Los árboles le dan la bienvenida a un inmenso bosque, los caballos resoplan y el hombre que los guía está sumido en sus pensamientos.
Regreso la mirada a mis pálidas manos con algunas manchas casi naranjas.
Arrugo las cejas.
¿De verdad no soy capaz de recordar quién soy?
Si no fuera por estas personas condescendientes y bondadosas, en este instante seguiría en medio de la nada a duras penas cubriéndome con los brazos y estando enlodada sin saber qué hacer o cómo sobrevivir.
Me arrastré hasta llegar a un sendero bordeado de largos arbustos y descansé mi maltrecho cuerpo contra un tronco caído. Como no pude levantarme para huir, pues pensé que eran malhechores, dejé que me levantaran y me preguntaran qué me pasaba. La mujer me tendió su mano, me cubrió con su cuerpo y buscó en su bolsa de lona un vestido que ajustó a mi anatomía con algo de intensidad. Su marido, avergonzado y de espaldas, me cuestionó por qué estaba sola en un lugar donde suele haber bandidos. Confundida, intenté hilar algunas palabras, pero nada salió de entre mis labios. No sé por qué ni con qué intenciones decidieron traerme consigo.
Ella me sonríe mientras trenza su cabello.
—¿Ya puedes hablar? —Sacudo la cabeza. Su expresión cambia, pero sonríe para ocultarla—. Seguro podrás dentro de poco.
Su marido se vuelve unos segundos para brindarme una sonrisa.
—No temas, no somos malos.
Lo contemplo.
Sintiéndose intimidado, carraspea y regresa la atención al frente.
Sé que puedo confiar en ellos, algo me lo afirma. Ambos están a unos pasos de entrar a la vejez, aunque se conservan muy bien. Asimismo, sé que son campesinos por sus fachas, humildes y raídas. Seguro estamos de camino a su granja y tal vez tengan hijas que puedan prestarme un vestido mejor.
Me echo para atrás por la sorpresa.
Más allá de altos pinos, se divisan unos muros grisáceos. Las aves pasan por encima de ellos sin dificultad, ya que no pueden medir más de veinte metros. Con las cejas más arrugadas que antes, me inclino sobre la carreta para escrutar mejor esa arquitectura.
—¿Qué es eso?
Pongo mis manos sobre mi pecho, anonadada porque por fin hablé.
La mujer, sonriente, se acerca.
—Es la ciudadela —contesta con la mirada ausente.
—La… ¿la ciudadela?
Asiente.
—Ahí viven los nobles —habla esta vez su marido.
—Pero ¿por qué está rodeada de muros? —inquiero, entrecortada.
Él tensa las cuerdas que tiran de los caballos. Su expresión se vuelve frívola. Se acomoda el sombrero de paja y mastica con más fuerza el pedazo de trigo que adorna su boca.
—Muchacha, ¿acaso eres una fugitiva? —espeta con voz dura.
Su mujer se aleja y se pone a su lado, alarmada.
Dejo caer el mentón. ¿Fugitiva? Ni siquiera puedo saber por qué estaba enlodada y con la ropa hecha jirones. Ingiero saliva.
—Si le soy sincera, señor, no recuerdo por qué estaba allí ni mucho menos quién soy.
La señora suelta un gritito de angustia.
—¿Será que ellos…?
—No —la corta.
—¿Qué hay tras esos muros? —insisto.
La mujer, más preocupada que antes, regresa y cubre mis manos con las suyas.
—Chupasangres.
—Son viles, muchacha —comenta él con el rostro ladeado sobre su hombro—. Nos gobiernan. Se creen nuestros reyes, así que también creen que podemos ser un ganado más. Verás, mensualmente debemos ir a unas instalaciones donde nos sacan dos litros de sangre. Si no vamos, sabrán los dioses qué nos harían.
—Empiezas a dar tu sangre a partir de los diez años. Sí, una edad muy temprana —continúa ella con rabia—. Lo bueno es que no les sacan tanta sangre como a nosotros, quizás unos doscientos mililitros. Es sangre de primera, eso sí. Si escapaste de ellos y te golpearon hasta el punto de dejarte sin recuerdos, es muy probable que hayan creído que moriste y te dejaron allí para que los buitres te comieran. En tal caso, es un milagro que estés viva. No tienes heridas profundas, es más, estás casi intacta…
—Tal vez te dieron un golpe en la cabeza —añade él—. Tal vez no se tomaron el poco tiempo que conlleva el revisar tus signos vitales, aunque eso fue a tu favor, ya que, mírate, pudiste huir.
—¿Y si no hui? —balbuceo—. ¿Y si…?
—Alégrate de estar viva, muchacha, y de haber sido hallada por nosotros. Estamos en contra de esta tiranía. Somos un grupo pequeño subversivo que hace lo posible por derrocarlos —manifiesta al dejar de arrear a los caballos y se gira del todo—. Soy Marcus.
—Y yo soy su esposa, Joanne.
Dejo caer los hombros sin procesar aún la manada de información que me acaban de soltar. Es más, ¿por qué decirme que son unos si aún no saben mis verdaderas intenciones o mis antecedentes? Nadie en su sano juicio suelto algo de esa magnitud y más con alguien que a duras penas puede hablar.
—No te preocupes, no te expondremos. Antes tienes mucha suerte de dar con nosotros, por así decirlo.
—Joanne tiene razón, muchacha. Haremos lo posible para ocultarte de ellos.
Un nudo sofoca mi garganta.
Si soy una fugitiva, así como ellos afirman, esos chupasangres posiblemente aún me buscan. No sé las razones y quizá me tarde en saberlas, pero de algo sí estoy segura: no puedo dejar que me vean. De algún modo, una sensación cándida y extraña se alojó en mi pecho desde que separé los párpados para ser cegada por cierto tiempo por el sol. Esa sensación prevalece y se hace dueña de mi corazón. Si no fuera por ese cosquilleo, me hubiese tirado de la carreta al presentir cualquier cosa que no me cuadrara. Sin embargo, fue tanta mi sorpresa al sentirme a salvo con Joanne y Marcus. Ese sentimiento anudado a una estupefacción a carne viva no dejó que el nerviosismo ponzoñoso me apuñalara para desconfiar de ellos.
Sé que no es suerte ni algo semejante el que esté ahora acompañada por dos personas en contra de un sistema opresar, es algo más. Dudo mucho también que sea el destino.
La carreta se detiene y con ella se disipan mis pensamientos. Joanne sujeta mi mano y me i***a a bajarme. Una casucha con vallas de madera recién puestas me saluda a unos cuantos pasos. Amarrados en un pequeño establo, hay unos caballos, fuerte y vigorosos, que pastan. Al otro lado, entre más madera, hay unos cerdos. Nos acercamos a la vivienda; su fachada, decaída y vieja, no amilana mi deseo de ver su interior. Marcus abre la verja y nos invita a pasar. Se pasa los dedos por su barba y se quita el sombrero. Es alto y de complexión fuerte. De joven tuvo que ser un casanova. Se peina las hebras largas y blancas de su cabello antes de fingir no ser vanidoso con un gesto desdeñoso. Joanne me invita a pasar. Lo primero que hago es cuadrar los hombros por si sus hijos los esperan, pero solo veo unos pocos muebles muy cerca de una cocina y una cama en una esquina. Hay una puerta cerrada al lado de esta. Un estante lleno de libros se empotra a unos centímetros de u
En un parpadeo, ya han pasado veinte días. Marcus abre la escotilla y espera a que entre. Observo a Joanne con una expresión de susto. —Tranquila, no nos tardaremos tanto, lo prometo —dice con sus manos sobre mis hombros. Asiento con la respiración contenida. Doy los primeros pasos y me dejo caer en el pequeño espacio que hace de sótano. Como puedo, me acomodo sobre las hierbas secas y desanudo la bufanda. Marcus me da un asentimiento antes de cerrar la escotilla. No dicen nada más, solo parten como si no existiera. Oigo el relincho de los caballos y luego su trotar. Tardarán algunas horas en llegar, horas que me serán eternas. Menos mal no le tengo pavor a los espacios reducidos y poseo la suficiente paciencia. Empiezo a jugar con mis manos sobre mi abdomen. Parezco una estatua. Parpadeo y cierro los ojos. Los abro cuando escucho algo extraño afuera. Me congelo y estabilizo mi respiración. Casi sofocándome por contener más de
Atrapa una luciérnaga con su mano y deja que se deslice por su palma antes de que se vaya con rapidez. Lo estudio con las cejas hundidas. —¿No temes ser devorado en una de tus guardias? Me mira sobre su hombro. —No —contesta con la expresión relajada—. Antes morir sería un beneficio en este mundo de m****a. —Ya veo. —Dejo caer el mentón y me concentro en el bordado de mi delantal—. ¿Das tu sangre como Marcus y Joanne? Aprieta los puños. —Sí. Si no lo hago, resultaría sospechoso. Además, tengo la oportunidad de ver… —Sacude la cabeza—. Entre más nos infiltremos entre esas bazofias, más alcance tendremos cuando demos el primer golpe de Estado. Me levanto y me acomodo a su lado. Me contempla con los labios unidos en una fina línea. —Tienes la oportunidad de ver a tu madre, ¿no es así? Arruga el entrecejo y se aleja de la valla. Diviso cómo pone la mano en el mango del revólver y toma una posición defensiva.
—Ten cuidado. Parpadeo aturdida. —¡Está sangrando mucho, Marcus! —¡Lo sé! Solo respira profundo y limpia bien la aguja. Vuelvo a pestañear, pero esta vez confundida. —Oh, dioses. Yo… yo… ¡Marcus! Unas manos me agarran para que no me mueva más. Aprisionan mis muñecas y las tiran hacia abajo. Contengo un gemido al sentir algo rasposo en mi abdomen y luego intento cerrar mi garganta para no dejar escapar el grito de dolor cuando algo se clava en mi piel. —Ya está reaccionando. Oh, dioses. —Joanne, piensa con la cabeza fría, por favor. Me remuevo y ahogo un grito cuando la aguja atraviesa mi piel. Como puedo, enfoco mi vista en Marcus, que trata de mantenerme presionada contra la cama. Mi mente va a mil y mi corazón se congela al recordar lo que ocurrió. Mis músculos se agarrotan y con ellos cualquier emoción de melancolía. Contemplo a Marcus y luego a Joanne con los párpados ardiendo. Ella intentó matarme y ahora i
Me acobijo con la manta y regreso mi atención al cielo estrellado. Hoy está despejado y el centenar de estrellas brilla más de lo usual. —¿En serio no te da pavor estar aquí sola? Lo contemplo. —Antes me siento serena. Guarda sus manos en los bolsillos de su gabardina y exhala; un vaho denso sale de entre sus labios. —Me enteré sobre lo que te pasó —comenta, distraído—. Lo siento mucho. Dejo caer mis hombros. —Cualquiera actuaría así, supongo. Frunce sus cejas y me escruta. —¿Cómo puedes estar tan tranquila si hace unas horas tu vida pendía de un hilo? —Quizá la muerte no me provoca tanto temor como a los demás. Se queda en silencio, pasmado. Carraspea. —A partir de mañana tendrás como refugio mi casa. —A primera hora de la mañana, lo sé. Se acomoda a mi lado. Su rodilla roza la mía, al igual que su hombro. Lo miro por el rabillo del ojo. —Vivo solo, bueno,
Vuelvo a mirarlo con la expresión seria. Él lo capta y se arma de valor. Busca a tientas en el bolsillo interior de su gabardina las balas de repuesto que podrá necesitar y las cuenta. Entretanto, busco con la mirada algo que me puede servir para empalar aunque sea a uno. «Hay que darle créditos a Vlad Tepes por tan magnífica idea». Doy con una rama larga y gruesa desprovista de hojas. La agarro con una sonrisa y la reviso con cuidado. Sí, podré atravesar a alguna sanguijuela. Mi pecho se exacerba y la ansiedad se acumula en mi esternón, pidiéndome que haga lo que esa necesidad innata me reclama: deshacerme de ellos. Mi mente se mueve a mil por hora ideando alternativas de ataque y defensa. —Oh, diosa de la guerra, ayúdanos. Mi corazón se encoge de repente y sin precedente alguno. Ignoro esa sensación y vuelvo a enfocarme en el enemigo. Dos a la derecha y tres a la izquierda. Como estamos ubicados Remi y yo, a él le tocará más
Comemos el plato de estofado que nos ofreció Joanne en silencio. Ya hizo mi maleta, que en realidad es una bolsa de lona, y me preparó un pan con queso de cabra en una tela grisácea, la cual amarra ahora. Marcus nos estudia con la expresión ausente. —La guardia tocó a nuestra puerta para preguntarnos si fuimos nosotros quienes enterraron a los O’Brien. —Le da un sorbo a su sopa—. Es una lástima que sus vidas se apagaran tan pronto, más la de la dulce Samanta. —Que en paz descansen —manifiesta Joanne con las manos en su pecho. —Sembramos flores en sus tumbas —comento aún con el interés puesto en mi estofado—. Es una bonita tradición. —El dios de la muerte las arrancará y con ellas se llevará sus almas a un descanso eterno… —O a un infierno eterno —añade Marcus. Dejo mi plato a un lado y los contemplo. —Será un descanso eterno. Y mis palabras parecen tan reales que siento en el fondo de mi alma que a
Reviso mi vendaje con un ceño profundo. Está intacto, sin sangre o cualquier otro líquido que despide el cuerpo para sanarse. Titubeante, desenrollo la tela y dejo a la intemperie la herida. Las puntadas caen a mis pies. Ingiero saliva. No hay cicatriz ni rastro de que allí fui apuñalada. Trastabillo hasta llegar a mi sofá habitual y entierro mis dedos en mi cabello, abrumada. Esta sanación no es perteneciente de un humano. Nada tiene sentido. Trémula, me pongo bien el vestido y suspiro. Le echo una ojeada a las prendas que Joanne me tejió, cosió y creó; una camisa con botones, un pantalón de cuero y unos botines, además de las prendas interiores. Una sonrisa se desliza por mis labios al sostener la ropa sobre mis muslos. Ella siempre supo que nunca me han gustado los vestidos y se esforzó por hacerme esto. Abrazo contra mi pecho los tejidos e inhalo su olor. Me incorporo y las guardo con mimo en mi bolsa de lona. Toqueteo por última vez el sofá antes