Capítulo IV

Atrapa una luciérnaga con su mano y deja que se deslice por su palma antes de que se vaya con rapidez.

Lo estudio con las cejas hundidas.

—¿No temes ser devorado en una de tus guardias?

Me mira sobre su hombro.

—No —contesta con la expresión relajada—. Antes morir sería un beneficio en este mundo de m****a.

—Ya veo. —Dejo caer el mentón y me concentro en el bordado de mi delantal—. ¿Das tu sangre como Marcus y Joanne?

Aprieta los puños.

—Sí. Si no lo hago, resultaría sospechoso. Además, tengo la oportunidad de ver… —Sacude la cabeza—. Entre más nos infiltremos entre esas bazofias, más alcance tendremos cuando demos el primer golpe de Estado.

Me levanto y me acomodo a su lado. Me contempla con los labios unidos en una fina línea.

—Tienes la oportunidad de ver a tu madre, ¿no es así?

Arruga el entrecejo y se aleja de la valla. Diviso cómo pone la mano en el mango del revólver y toma una posición defensiva.

—¿Cómo lo sabes? —sisea.

Cuadro mis hombros y fijo mis ojos en los suyos; veo más allá de sus pupilas, atisbo fragmentos de sus recuerdos y determino algunos pensamientos, los cuales no puedo ahondar porque hay algo que los bloquea. Esta habilidad la descubrí hace un par de días cuando Joanne me mintió sobre la historia de sus hijos. Sí, tuvo hijos, unos preciosos. Cuando quise enfrentarla, cometí el grave error de mirar sus orbes. Al hacerlo, fue como si hubiese caído entre miles de enredaderas en donde cada espina representaba un pedazo de memoria que guardaba con recelo. Cuando una de ellas se enterró en mí, la visión explotó ante mi sorpresa. Aquellos niños que cuidó Marcus con tanto amor y que crio Joanne con tanta dulzura fueron arrebatados de sus manos cuando los chupasangres llegaron al poder. A partir de ese instante doloroso no los volvieron a ver. Antes de que pudiera retroceder porque me parecía impertinente husmear entre sus recuerdos, uno más se clavó en mi ser y dejó una estela de amargura a su paso. Natalie y Jean murieron de anemia. Fueron entregados a sus padres en bolsas negras, ni siquiera en ataúdes. Mucho antes, los chupasangres tocaron la puerta que está a nuestras espaldas y les dieron la mala noticia. No con compasión, sino con burla. Marcus quiso pelear, mas no pudo cuando le lanzaron ese plástico que contenía los pedazos de sus hijos. Al atraparlos, supo que eran ellos. El dolor me atenazó y, sin que pudiese evitarlo, fui expulsada de esa memoria y caído a la realidad con un golpe contundente.

—Lo intuyo —le respondo luego de recomponerme—. Ese anhelo con el que hablaste me lo dio a entender. —Me enderezo—. ¿O me equivoco?

Se relaja y deja de sostener el revólver.

—No, no te equivocas.

—¿Cómo está?

Suspira.

—Muy bien, si te soy franco. Su… amo la cuida bien.

Rehúye mi mirada. Lo dejo ser. No lo consolaré ni le diré mis pésames, no es oportuno ni factible. El silencio vuelve, pero esta vez con la melodía de los grillos y aves nocturnas.

Después de unas horas, desperté en el sofá con una compresa en mi frente y tela en mi nariz. Joanne me comentó que me desmayé cuando quise saber más sobre su vida y que fue algo que le asustó demasiado. Marcus también cayó en pánico cuando me vio extendida en el suelo con sangre saliendo de mi nariz y los ojos virados hacia arriba. Desde ese momento pude confirmar mis sospechas: soy más que humana.

Joanne no solo se horrorizó, también lloró, pues creía que mi malestar era algo demasiado grave y, como no podía llevarme con el curandero cercano dada mi situación, le preocupaba que empeorara más de lo debido. Marcus me cargó y le dijo con calma que calentara agua para hacer algunas infusiones en caso tal de que fuera una insolación. Cuando desperté, ambos se exaltaron y corrieron a abrazarme. Lo que me sorprendió saber fue que duré dos días y una noche inconsciente. Entre sus brazos, reafirmé mi teoría al oír un murmullo que provenía de ambos, aquel que oía cada vez que araba o le daba de comer a los animales. Esos susurros que tanto me atormentaban siempre han sido sus pensamientos. Al no ponerle empeño a ellos, se escuchaban como una aglomeración de palabras que no lograba dilucidar. Ahora que he aprendido cómo alcanzar lo que quieren dar a entender, puedo saber sus pesares y sus quejas, incluso las de Remi.

No obstante, tengo más conexión con sus mentes si los miro a los ojos, si sus pupilas conectan con las mías. He de tener cuidado si no quiero sufrir un desmayo de tal calibre como el de aquel día.

Remi carraspea, así que lo observo.

—¿Aún no recuerdas nada?

—No. Intento recordar, pero cuando lo hago me hallo con un muro nebuloso en mi mente que no me permite entrar para saber quién soy y por qué fui golpeada hasta el punto de parecer muerta. Tengo mis sospechas, sí, pero no muy bien fundamentadas.

—Tenemos la ligera sospecha de que eres una sirvienta de Aloysius, una muy importante para él, por cierto.

—¿Aloysius? ¿El monarca absoluto?

—Sí. Verás, que vengan sus guardias aquí con el fin de chismosear más de lo debido después de tu llegada ya es bastante sospechoso. Si hilamos los sucesos, concluimos en eso.

—Tienes razón. Ese tal Aloysius… ¿quién es en realidad?

Su rictus cambia a uno severo.

—Es el más viejo de los suyos, de modo que, sin importar la ostentosidad, se vuelve en su monarca. Esa sanguijuela vive en medio de la ciudadela, justo en el gran castillo. Allí hace lo que se le da la gana y recibe los mejores humanos —argumenta jugueteando con el revólver—. Tengo entendido que oíste a los guardias decir que era de suma importancia hallar aquello que tanto quiere Aloysius.

—Sí, los oí. Aunque lo no creas, parecían preocupados y a la vez enfadados.

—Entonces, Eli, si nos ponemos a pensar a profundidad llegamos a la conclusión de que escapaste de él si tenemos en cuenta cómo te encontraron Marcus y Joanne. Seguramente algunos forajidos te persiguieron al saber qué tan valiosa eras y se pasaron con los golpes, creyeron que estabas muerta y huyeron.

—Es lo más acertado, sí.

—Sin embargo, no podemos acoger esa versión del todo.

Arrugo la nariz.

—¿Por qué?

Se posa delante de mí y se cruza de brazos.

—A ver, Aloysius tiene tras de él miles de bolsas de sangre andantes con exquisito sabor, perder una no sería gran problema porque la sustituiría con facilidad. Una bolsa de sangre no es tan importante si tiene muchas más que puedan ser mejores, de manera que para que te busque con tanto ahínco no solo eres su sirvienta, sino algo más. ¡Claro que divago, Eli, así que no me mires así! Pero también está la posibilidad de que hagas parte de su guardia real o algo mucho peor.

—¿Mucho peor?

Sus ojos se ensombrecen.

—Una sobrenatural que ha sido obligada a seguirle. —Se me desencaja la mandíbula. Es más acertado esto último—. No obstante, se puede descartar esta opción porque los sobrenaturales en sus manos están obligados a permanecer con él por un juramento de sangre.

Mis piernas oscilan, pero alcanzo a restablecerlas para ponerlas firmes.

—Es mucha información, Remi —susurro, aterrorizada.

—Lo sé, pero debes saberlo. —Me agarra de los hombros y me obliga a encararlo—. Si eres una sobrenatural, que espero que lo seas, serías la mejor ficha en nuestro tablero.

Intento apartarme.

—¿Cómo podré saber que soy una sobrenatural?

Sus dedos se aprietan en mis hombros hasta infringirme dolor.

—Piénsalo. ¿No has notado que eres más fuerte, veloz, intuitiva y ágil? ¿No tienes presente que aras la tierra sin quejas y con suma facilidad? —Acerca su rostro al mío—. ¿No eres consciente de que en cierta medida no te pareces a nosotros?

—¿Qué…?

Su nariz roza la mía y sus pupilas se entrelazan con las mías.

Ante mí estallan un montón de fragmentos de memorias que parecen en realidad astillas de cristal. Remi se difumina a medida que ellas se acercan a mí. Con los dientes apretados, trato de alejarme lo suficiente para que no me toquen, pero es en vano, ya que una corta mi mejilla y abre la herida que se fusiona con ese fragmento de realidad ajena. Ahora no estoy en un mundo paralelo y ajeno a la realidad, sino semejante, pero envuelto en matices sepias. Ante mí hay un Remi pequeño que juega con una pelota y ríe porque es perseguido por una joven de quizá dieciocho años. Es su madre, lo sé. Ella lo carga, estira sus mejillas y le pide que vaya a dormir, que tiene que trabajar y que no podrá darle la atención que se merece. El escenario se quiebra y un vórtice se abre a mis pies, el cual me arroja a otro lugar menos hogareño, mas sí abusivo y pestilente. Remi se halla en una esquina abrazando sus piernas mientras se dice que pronto mamá vendrá por él y lo salvará. Una puerta de hierro es abierta y una sombra opaca al niño trémulo. Él grita cuando se acerca y…

—¡Eli!

Jadeo y me inclino.

Deja de zarandearme.

—Eli, ¿estás bien?

Cubro mi nariz; la sangre se arremolina en mi palma.

Remi no tarda en cargarme entre sus brazos cuando me balanceo. Como puedo, lo miro. La preocupación en su rostro es demasiada, incluso roza lo familiar. Apoyo mi cabeza en su hombro e inspiro, dejo caer mi mano y le muestro mi hemorragia. Se detiene en los escalones.

—Es por la insolación —miento—. He trabajado mucho y el cansancio tiene sus maneras de darse a conocer. Ya puedes bajarme.

Lo hace, reticente.

—¿Segura que es eso?

—Sí.

Saca un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y me lo ofrece. Con una sonrisa, lo acepto y me limpio.

—Gracias.

—No hay de qué. M****a… —se revuelve el cabello— pensé que era algo peor, como una leucemia o qué sé yo.

Mi sonrisa se acrecienta.

—No hasta allá, médico de pacotilla.

Suelta una carcajada.

—Bueno, uno nunca sabe.

Se aleja y vuelve a apoyar su espalda contra la valla. Mientras escruta el paisaje, me permito ver la tela entre mis manos. Dejo de respirar. No está manchada, es más, está inmaculada. Me atraganto e intento inspirar sin sentirme ahogada. Mis manos se tornan trémulas cuando me percato de que siempre ha sido así. Mis heridas sanaron en menos de lo previsto y no dejaron cicatrices a su paso. Esta regeneración… es antinatural.

—¿Me acompañas?

Abro la boca una y otra vez.

¿Qué se supone que deba hacer a partir de aquí?

✹✹✹

Aprieto el pañuelo en el bolsillo de mi delantal. Entretanto, arrastro la pequeña carretilla de heno para los caballos. Marcus me contempla, boquiabierto.

—¿Qué pasa?

—¿No te duele?

Arrugo las cejas.

—¿Dolerme qué?

—El que lleves la carretilla con una sola mano, muchacha.

—Llámame Eli, ¿quieres? Y, para tu información, no está pesada —resuello.

La dejo cerca de la verja y palmeo mis manos para sacar la suciedad de ellas.

—Ah, ¿no? —Se acerca y la alza. El esfuerzo se ve reflejado en las venas prominentes que se marcan en su cuello y antebrazos—. Pesa alrededor de cincuenta kilos, mucha… Eli.

Enarco las cejas.

—¿En serio el heno pesa tanto?

—No seas tonta. Lo que pesa son sus ruedas y armazón. ¿Es que no ves que está forjada de acero?

—Sí, bueno, no la cargaba, la tiraba, que es otra cosa.

—De igual manera, se siente su pesadez.

Entorno los ojos.

—Ya estás viejo, por eso te esfuerzas más de lo debido.

—¿Perdón? —jadea.

Muerdo mi labio para no reírme.

—¿Por qué no mejor le das de comer a los caballos? Mira, te ven con hambre. Pobrecitos.

Resopla y empieza a apuñalar el heno con una herramienta extraña que parece un tenedor. Sin querer preguntarle cómo se llama, empiezo a llenar de agua los comederos. Doy unos pasos hacia el pozo, agarro la polea y la trabajo hasta que una cubeta llena de agua está frente a mí. La agarro y camino de vuelta a los comederos, los lleno y espero a que Marcus eche el heno en ellos.

—¡Listo! —Chocamos las palmas y caminamos hacia la banca que está empotrada en la pared trasera de la casucha—. ¿Hoy no aramos?

—No, ya no es necesario. Hoy sembraremos la papa, el trigo y la avena.

—¡Genial! ¿Qué haces con las cosechas?

Se limpia el sudor de la frente con el antebrazo.

—Las vendo en el mercado.

Me giro para escudriñarlo mejor.

—¿En la ciudadela?

—Sí.

—¿Te dejan entrar como si nada?

—Pues claro. ¿No ves que somos campesinos?

—Pensé que las sanguijuelas no dejaban entrar a nadie por seguridad y todo eso.

—No seas crédula, Eli.

—¿Podré ir?

—Ni debajo de los carros podrías. Los chupasangres revisan hasta las llantas. Solo tenemos una hora para descargar, vender e intercambiar. Después de ese tiempo tenemos que marcharnos.

—¿No corren peligro?

Sacude la cabeza.

No digo nada más.

Me absorto en mis pensamientos y dejo fluir mis dudas. En efecto, soy una sobrenatural, o eso es lo que parece. Intenté darle ese pronóstico a Remi, pero me acobardé. Decirle que intuyo serlo podría ser una mala jugada porque no estoy muy segura. De un momento a otro, una tristeza empieza a afligirme y las lágrimas no tardan en deslizarse por mis mejillas. Trago saliva e intento recomponerme. ¿Por qué lloro? No lo entiendo. Tal vez sea la impotencia o las ganas de saber con exactitud qué soy. Me limpio con el pañuelo y hago una mueca. Debí devolvérselo a Remi.

Marcus me observa y me golpea con su hombro. Recargo mi cabeza en él. Ambos miramos los abetos como si fueran una obra de arte. Este sentimiento paterno que Marcus expide es el que me aviva a aferrarme a este pequeño matrimonio, pero a la vez me ruega que me vaya, que es mejor alejarlos de cualquier peligro, pues en cierto sentido soy un peligro andante. Mi pecho se exacerba y mi estómago se aprieta. Algo en mí, esa voz ponzoñosa, me dice que antes no era así, que era inhumana y sin moral. Marcus me envuelve con su brazo y empieza a tararear una canción que no reconozco. Mis ojos vuelven a picar. Junto los párpados con fuerza y respiro hondo. ¿Qué hay de malo que saboree la bondad y gratitud de estas personas? Aprieto su mano y me dejo llevar por su canto.

—No llores, Eli. —Mis labios empiezan a temblar—. Bueno, mejor deja escapar el llanto. Podrás sentirte mejor luego.

Inspiro con fuerza.

—¿Por qué me tratan como una hija? —murmuro.

Se tensa, pero se relaja a medida que tararea más esa canción desconocida.

—Porque nos recuerdas a nuestros hijos, supongo, o porque hace mucho que estamos solos y necesitábamos de una compañía como la tuya. Joanne se alegra con tu presencia y cocina manjares. Yo me siento bien contigo trabajando a mi lado. Eres un apoyo muy grande en tan poco tiempo. Gracias por todo.

—No, gracias a ustedes por acogerme.

Ambos suspiramos. Contemplo el sol oculto por largos nubarrones que se acercan poco a poco. Quizá lloverá dentro de poco. Marcus también contempla el astro y dice algo en voz baja, se reclina y luego se yergue, me echa un vistazo alentador y me extiende su mano.

—Es hora de comer, ¿no crees?

Ladeo una sonrisa y limpio mis mejillas, las cuales ya están secas, pero, aun así, la sensación de humedad prevalece.

—Me quedaré un poco más, siento que es necesario.

Enarca las cejas.

—Vale. Ten cuidado.

Asiento y me despido con un ademán.

Vuelvo a dirigir mi interés al firmamento; los nubarrones ahora están sobre la casa. Frunzo el entrecejo al oír un carro acercarse. Con disimulo, me asomo para ver quiénes son. Me congelo. No es un carro, es un maldito carruaje que tiene como adornos oro y rubíes. Los caballos, que parecen escoceses porque son gigantes, son totalmente negros y relinchan con cada paso que dan.

«Son majestuosos».

Retrocedo y me dirijo a los establos lo más rápido que puedo.

Unos guardias no conducirían un carruaje de esa magnitud ni mucho menos irían de pasajeros. Es un noble el que arriba o varios.

Me dejo caer entre el heno en el cubículo de la yegua preñada.

Los relinchos ahora se oyen enfrente. Sé que están aquí. Como puedo, me meto más entre el heno y espero con los hombros tiesos. Respiro hondo y estabilizo mi frecuencia cardiaca. Un noble podría oírme a leguas. Estabilizo mis pensamientos y los enfoco en un paisaje blanco por si las dudas. No sé si viene acompañado por alguien igual a mí o peor. Aguzo mi oído; están en el porche, lo sé por el crujido de la madera a sus pies. Son dos.

«Marcus, Joanne…».

La verja se abre y de ella una sombra larga se aparece. Agarro una pala e inhalo con fuerza.

—¿Eli?

Desinflo mis pulmones y me alzo para sonreírle.

—¿Quiénes son, Joanne? —le inquiero cuando me levanto.

Está pálida y sudorosa. Por sus ojos y su gesto sé que es alguien importante.

—Lo siento, Eli. L-Lo siento.

Se acerca con las manos ocultas tras su espalda.

La miro con confusión.

—¿Qué pasa…?

De repente, la tengo sobre mí. Mete su rostro en mi cuello y ejerce más fuerza. Un agudo dolor explota en mi vientre y la sangre no tarda en mostrarse por mis labios. Mis piernas flaquean y en un santiamén estoy de rodillas con ella aún encima de mí. Aprieta el mango del cuchillo que insertó en mi abdomen sin que lo esperara. Entierro los dedos en sus hombros, mas no la alejo. Toso. Las lágrimas se acumulan tras mis párpados. Aprieto sus bíceps y sacudo la cabeza. Mi visión se nubla, al igual que mi mente.

—Lo siento, Eli —solloza en mi hombro.

Respiro entrecortado. Jadeo cuando saca la hoja y la vuelve a clavar en el mismo lugar. Tiemblo y me yergo para no caer de espaldas. Joanne llora sobre mi hombro y se estremece cuando la sangre baña sus manos. Las memorias empiezan a atormentarme; cuando me preparó un estofado de pescado, cuando Marcus me enseñó a tejer, cuando ambos me llevaron a cazar, cuando me enseñaron un lago hermoso a unos kilómetros de aquí, cuando me prometieron cuidarme como si fuera una hija…

La separo de mi cuello y la obligo a observarme.

Esbozo una sonrisa y limpio sus mejillas. Ahora no hay lágrimas en ellas, sino ese carmesí que se coagula con rapidez.

—No te preocupes, Joanne —susurro, ida—. Lo entiendo.

La oigo chillar más fuerte.

Me dejo caer. Ya no siento dolor ni escozor. Mi vista se fija en el techo, el cual poco a poco se difumina.

—¡Lo siento! Oh, ¡lo siento!

Cierro los ojos.

«No te culpo, Joanne».

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