Capítulo II

La carreta se detiene y con ella se disipan mis pensamientos.

Joanne sujeta mi mano y me i***a a bajarme.

Una casucha con vallas de madera recién puestas me saluda a unos cuantos pasos. Amarrados en un pequeño establo, hay unos caballos, fuerte y vigorosos, que pastan. Al otro lado, entre más madera, hay unos cerdos. Nos acercamos a la vivienda; su fachada, decaída y vieja, no amilana mi deseo de ver su interior.

Marcus abre la verja y nos invita a pasar. Se pasa los dedos por su barba y se quita el sombrero. Es alto y de complexión fuerte. De joven tuvo que ser un casanova. Se peina las hebras largas y blancas de su cabello antes de fingir no ser vanidoso con un gesto desdeñoso. Joanne me invita a pasar. Lo primero que hago es cuadrar los hombros por si sus hijos los esperan, pero solo veo unos pocos muebles muy cerca de una cocina y una cama en una esquina. Hay una puerta cerrada al lado de esta. Un estante lleno de libros se empotra a unos centímetros de una mesa con varias hierbas sobre ella. Marcus cuelga su sombrero y se echa en un muble alargado. Joanne se dirige a la cocina para atizar la leña del horno. Sobre este descansa una olla con estofado, el cual está frío y casi viscoso.

—¿Ellos vienen o vas solo para dar tu sangre? —le pregunto a Marcus.

Ahora Joanne está ocupada con el almuerzo, mejor dejarla en paz.

—¿Para qué vendrán? No somos importantes. Al fin y al cabo, tenemos la presión de ir. Si no vamos, recuerda esto siempre, seremos comida de cerdos. No les importa perder a unos cuantos humanos, pues de igual modo nos reproducen como si fuéramos ganado.

Me siento en el pequeño sillón adyacente al horno.

—Preguntaba para ver dónde me escondo en el caso tal que nos den una visita.

Se ríe.

—¿Nos den? —Me avergüenzo—. Está bien que ya te sientas de la familia, muchacha. Solo vienen cuando un niño será estrenado. Los nobles suelen tirarse hambrientos por una bolsa de sangre joven, llena de vitalidad e inocencia. Como ves, no tenemos niños, así que es improbable que llenen sus botas de fango para venir a estos lares.

—¿Por qué ayudar a una desconocida?

Joanne deja de batir el estofado y le echa un vistazo a su esposo. Parecen comunicarse por unos minutos con la mirada. Ella vuelve a su labor y Marcus sigue con los rasgos imperturbables.

—Ayudaríamos a cualquier fugitivo sin importar las consecuencias. Como dije antes, somos parte de un grupo subversivo que busca destronar a esos parásitos. En algún momento dado podrás conocer a algunos miembros. Ahora no será posible porque los chupasangres han estado vigilando más la salida y entrada de los nuestros. Si pillan a alguno, corremos el riesgo de ser cazados con más frecuencia. Además, si tomamos en cuenta que te encontramos cerca de la propiedad, es probable que acechen por ahí para cerciorarse de que nadie irá por tu supuesto cadáver.

—O, en tal caso, pueden pensar que cometieron un error y ahora mismo han fortificado sus defensas, así como sus relevos de seguridad, para dar conmigo —expongo con seriedad.

—Si es que eres importante —opina por fin Joanne. La miro; se limpia las manos en su delantal—. Si es así, es más beneficioso que estés con nosotros.

Una punzada de recelo me atraviesa.

—¿Para manejarme como un objeto de valor en el caso tal que sea de importancia? —siseo sin apartar los ojos de los suyos—. Es como una amenaza. Pueden hacerles ver que me matarán y me mantendrán cautiva solo para que retrocedan y no empeoren sus planes, ¿o me equivoco? ¿O tal vez hacer un intercambio? Mi vida por la de alguien que los beneficie…

—Estás yendo muy lejos, querida —interrumpe Joanne a mi lado—. Nuestros altos mandos están a salvo, nuestros aliados también, de modo que no creo que hagamos eso en un futuro. No eres intercambiable, eres una sobreviviente.

—¿Y si mis recuerdos regresan y me hacen ver que, en efecto, puedo ser importante?

—Nos atendremos a las consecuencias —masculla Marcus.

—Podrías ser un arma de doble filo si llega a darse la ocasión —añade Joanne otra vez frente al estofado.

—Podré ser un arma de doble filo que los podrá sacar de apuros o ensuciarlos más —aseguro sin siquiera pensarlo e impulsada por ese sentimiento antes dormido.

Ambos se quedan en silencio, solo se oye el crepitar de la leña.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Aquí —señalo mi pecho— algo me dice que será así, Marcus. Sé que soy una desconocida que quizá les generará problemas en un futuro, pero de algo sí estoy segura: créanme que seré beneficiosa. Puedo estar desmemoriada, sí, eso no lo niego, no obstante, tengo la certeza de que seré importante para ambos bandos.

—Vaya, la joven tartamuda ahora se volvió elocuente —ironiza Marcus.

Joanne le da una palmada de advertencia cuando pone dos cuencos en la mesa. Con un gesto, me pide que me siente para probarlo. Marcus, quejoso, se sienta frente a mí.

Aprieto el mantel y vuelvo a alzar la barbilla.

—No sé qué acabo de decir —susurro con un temblor extraño en mis piernas.

—Estás recuperando tu verdadero yo —barbulla Marcus con la boca llena.

—Sí, querida, así como dijo mi marido.

Miro las patatas que flotan en el líquido café.

—Sí, puede ser —acepto, contrariada.

✹✹✹

Joanne me entrega una cubeta con agua.

—Tienes el cabello hecho un desastre. ¿Quieres que te ayude a enjuagarlo?

Niego con una sonrisa.

—Puedo encargarme yo.

Con una mueca jovial, se despide y cierra la puerta.

Estoy en el patio trasero entre más madera que hace de cubículo para un baño.

Me despojo del vestido y dejo que caiga a mis pies. Examino mis extremidades con algunas manchas de lodo y ciertos hematomas, nada grave. Palpo mi abdomen, mi pecho y mi cuello. Arrugo la nariz y el entrecejo.

«Nada cuadra con el estado en el que me encontraron».

Debería dolerme el abdomen, la quijada, las rodillas y las palmas de las manos, pero es todo lo contrario, todo está sano y revitalizado. Dejo caer el primer chorro de agua sobre mi cabeza. Los efluvios se vuelven oscuros al caer en el suelo; hojas, ramas y otras cosas se funden a mi alrededor. Paso los dedos por mi cabello. El lodo deja de enmarañarlo y por fin se muestra su verdadero color. El mechón que yace en mi palma refleja los rayos del sol a través de un brillo lleno de vida. Vuelvo a dejar caer más agua sobre mí. Me reviso las piernas, los brazos y la espalda. Están bien, es más, están en perfectas condiciones. Si fue golpeada hasta el punto de parecer muerta, mi estado no debería ser este.

«Nada cuadra».

El susurro de un nombre me paraliza.

Giro para ver los árboles moverse con la ventisca. No hay nadie.

Me erizo cuando vuelvo a escucharlo.

«Me sostiene del brazo. Aprieto los dientes.

—Dime, ¿me dejarás saborearte? —Sus ojos rojizos me sonríen. Se acerca más y roza su nariz con mi mejilla—. ¿Me darás ese honor?».

Doy un traspié. A duras penas me estabilizo agarrándome de la madera que hace de pared. Jadeante, recojo las ropas mojadas y me envuelvo con la suave toalla que dejó Joanne antes de marcharse.

«El primer recuerdo el primer día de desmemoriada».

Me visto con rapidez y me calzo las botas a trompicones después de limpiar las gotas de agua en mi piel. Cuando el gallo canta, sé que tengo que ir a la caballeriza para ayudar a Marcus. Me comprometí nada más terminar de comer a ayudarle en lo que fuera necesario. Es de mañana, lo sé por el resplandor del sol. Dejo las fachas en una silla y me despido de Joanne, que cose unas telas. Salgo de la casucha y camino hacia un Marcus de espaldas, quien se halla en un sembrado y no donde me dijo que estaría.

—¿Sabes arar?

Me arremango las mangas del vestido.

—No, pero puedo aprender.

Asiente.

—Ten —me entrega un arado—. Solo haz surcos en la tierra que no sean tan profundos.

—Bien.

Levanto la herramienta y la hundo en la tierra semihúmeda. Repito el proceso unas veinte veces más. De vez en cuando, lo observo. Su cara de sorpresa es más que notoria. Cuando me detengo, se acerca.

—¿No estás cansada?

—No.

Enarca las cejas e inspecciona los hoyos.

—Para ser tu primera vez en esto lo haces muy bien. Por tu aspecto atléticos, puedo asegurar que esto es pan comido para ti. Mira esos brazos torneados, ¡podrás levantar a Joanne sin rechistar! —gorjea.

Sonrío.

—Seguro. Por cierto, yo…

Me silencia con la mano. Con rapidez, me cubre con su cuerpo.

Un poco alarmada, me quedo quieta y aguzo los oídos.

Suspira y me suelta.

—Eran granjeros pasando por nuestro sendero. Que alivio. —Me separo, todavía crispada—. ¿Qué me querías decir?

Hundo los hombros.

—Que puedo hacer esto durante horas.

Ríe.

—Ah, no, es hora de descansar.

Me hala hasta llevarme al porche. Se deja caer en los primeros escalones y se echa aire con las manos. Me quedo parada apoyada en el arado. Descanso la barbilla en mis dorsos y ladeo un poco la cadera para estar más cómoda.

No sé cómo pueden estar tan tranquilos con una completa desconocida que de igual manera refleja lo mismo. ¿Acaso no me provoca pavor toda esta situación? ¿Por qué no me siento asombrada sabiendo que somos regidos por vampiros? ¿Cómo no sospecho de esta gente que puede fingir ser amable y luego atacarme por la espalda? ¿Por qué no estoy retraída? ¿Por qué no me sumo entre pensamientos que deseen alentarme a saber quién soy?

«Porque no es el momento, lo sabes».

No es normal ni adecuado estar tan tranquila en una situación como esta. Es una locura.

Entonces lo decido, me iré cuando ya me reconozca y pueda saber cuál es el motivo por el cual me dieron una golpiza.

Reprimo la necesidad de cuestionarme más mi decisión de convivir con esta pareja como si fueran conocidos de hace tiempo.

—¿Cuándo les toca ir a dar su sangre?

Alza la mirada y la fija en mí.

—Dentro de veinte días.

Aprieto los puños.

—¿Dónde me esconderé mientras ustedes no están?

—En el sótano. Hay una escotilla debajo de la alfombra que está cerca del mueble donde me acomodé cuando llegamos. Los chupasangres tienen un sentido del olfato agudo, por lo que podrán olerte si no te escondes allí. Joanne guarda hierbas secas en el sótano. Podrás acostarte en ellas y ver a través de las rendijas a esos apestosos. Tienes que nivelar tu ritmo cardiaco, al igual que tu respiración. Un sonido en falso y sabrán que estás allí. Sugiero que cubras tu boca y nariz con una tela gruesa para amortiguar el ruido de las exhalaciones. Ellos tienen un control sobre nosotros, saben cuántos integrantes somos en cada casa y qué tanto tenemos. Si agregamos un tercero en nuestro informe mensual, vendrán a ver quién o qué es. Sería arriesgado, así que lo preferible es ocultarte hasta hallar una manera de que seas invisible para ellos. Tengo entendido que la sangre de cada uno tiene un aroma distintivo. La mía puede ser agria y la de Joanne nimia.

—¿Acaso clasifican la sangre por gustos y olores?

Su mandíbula se contrae.

—Entre más atractiva sea la sangre, más solicitada será. Usualmente los nobles más importantes, quienes mandan y dirigen, así como reyes, son los que tienen el derecho de disfrutar lo mejor. Tengo entendido que nuestra sangre, la de Joanne y la mía, es solo para los de baja alcurnia, es decir, mercaderes, simples habitantes, entre otros.

—¿Cómo es la clasificación?

—Nobles y vampiros menores. Los nobles, como te dije, suelen estar en lo alto de la cima, pero eso sí, solo hay un grupo que se encarga de m****r y son quienes están en la corte. Los vampiros menores pueden ser desde mercaderes hasta simples pordioseros. Podrás verlos pululando por ahí. Sin embargo, no atacan ni hacen el intento, dado que conocen muy bien qué les deparará el futuro si se atreven a tocar al ganado.

—Pensé que todos eran nobles.

Se carcajea.

—Ellos también se estructuran como nosotros, lo único que destaca es que sí son ordenados.

—¿Hay humanos que viven entre esos muros?

Acomoda sus codos sobre sus rodillas.

—Sí. Sirvientes, esclavos y bolsas de sangre que se mueven.

—¿Bolsas de sangre que se mueven? —indago, extrañada.

—Son como esclavos, pero un peldaño más alto. Son personas clasificadas estratégicamente para dar de su vena los sorbos que algunos nobles solicitan. Son… mascotas, por así decirlo. De hecho, hay estúpidos que prefieren dar el cuello que ser chuzados para extraer la sangre.

—Si mi sangre es atractiva, ¿corro con el riesgo de ser una bolsa de sangre andante?

—Sí.

—Espero no serlo —susurro con la mirada puesta en el cielo.

Él no dice más ni yo tampoco, solo nos quedamos en medio de un pesado silencio sopesando qué podrá pasar mañana.

Suspiro.

Espero que el amanecer sea productivo y no una caída a la pesadumbre.

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