Samantha.
Me despierto, como de costumbre, a las seis de la mañana. Lo primero que hago es darme una ducha relajante con agua caliente para quitarme todo el estrés del trabajo. Anoche llegué a casa tarde, muy cansada, y no dormí mucho. Paso unos cuarenta y cinco minutos en el baño. Sí, suelo tardar bastante.
Salgo y me visto. Hoy decido ponerme una falda tipo cuero, ajustada hasta la rodilla, con una pequeña abertura en la parte de atrás; una blusa formal, una chaqueta y unos zapatos de tacón alto, todos de color negro. Cabe aclarar, por si acaso, que el negro es mi color favorito. Me maquillo de manera sencilla, pero con los labios en un rojo intenso. Ah, y el rojo también es mi color favorito.
—Sam, ¡date prisa! Vamos a llegar tarde otra vez —me grita Rossy, una de mis mejores amigas, entrando en mi habitación. Es la más loca de las tres.
—Ya voy, casi termino. Denme un minuto —les digo mientras me termino de arreglar.
—Por favor, Samantha, date prisa. No quiero que nos regañen otra vez en el trabajo. ¿Por qué siempre tardas tanto arreglándote? ¿No puedes ser un poco más rápida? —me dice Alex, molesta, entrando también a mi habitación como una fiera. Esa es mi otra mejor amiga.
—Ya estoy lista. Relájense, por favor. Díganme, ¿cómo me veo? —les pregunto.
—Vaya, ¿vas a trabajar o a una fiesta? —responde Alex, visiblemente de mal humor.
—¿Te soy honesta? —dice Rossy, muy seria. Asiento con la cabeza. —Te ves bella... y sexy. El jefe va a babear por ti hoy, te lo aseguro.
Pongo los ojos en blanco por lo que acaba de decir. Ja, como si me importara.
—Muchas gracias, querida amiga, pero sabes que no me interesa el jefe. Y tú, Alex, tranquilízate, por favor. Vamos a llegar a tiempo, no te preocupes —respondo con una sonrisa que no llega a los ojos.
—Siempre es lo mismo. Nos van a correr, ya verás. Y tú serás la única culpable, Samantha —dice Alex, saliendo molesta de mi habitación.
—Wow, espera, Alex, ¿qué te pasa? No tienes por qué hablarme así. Veo que hoy te levantaste del lado equivocado de la cama. Estás de un humor terrible —le digo, saliendo también de la habitación.
—Sí, Alex, ¿qué te pasa? Tú no eres así. No me digas que es por el imbécil de John. A ver, cuéntanos, ¿qué te hizo ese idiota? —le pregunta Rossy, que venía detrás de mí.
Nuestra amiga nos mira por unos segundos. Su rostro, que estaba molesto, se suaviza y sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas. Se desploma en el sillón de la sala y empieza a llorar. Inmediatamente nos acercamos y la abrazamos. No le preguntamos nada, aún; dejamos que sea ella quien decida contarnos, y la dejamos llorar en silencio.
Unos minutos después, ya un poco más calmada, nos dice entre sollozos:
—John me llamó hace unos minutos… y terminó conmigo.
Nos quedamos paralizadas. Unos segundos, que parecieron eternos, pasaron sin que pudiéramos procesar lo que acabábamos de escuchar. Ninguna de nosotras sabía qué decir. ¿Cómo podía ser posible?
—¿Ese imbécil qué? No lo puedo creer. Es un desgraciado. ¿Cómo se atreve a hacerte algo así? —le digo molesta, levantándome de golpe, sin poder contener la indignación.
—No puede ser. A ese maldito lo voy a castrar. Deja que me lo encuentre —dice Rossy, y Alex, aún entre lágrimas, se deja llevar por la ocurrencia y ríe.
Yo también me río, aunque rápidamente me pongo seria y le digo con firmeza:
—Oye, no quiero que te deprimas por ese idiota. No vale la pena, y lo sabes. Eres una mujer bella, sexy e inteligente, capaz de conquistar a cualquier hombre que se te cruce en el camino. Así que, arriba esos ánimos, ¿entendido? Sabes que siempre estaremos aquí para ti, y si hay que castrarlo, lo haremos juntas.
Alex me mira, sus ojos aún llenos de lágrimas, pero una pequeña sonrisa aparece en su rostro.
Siempre hemos sido muy unidas. Nos apoyamos mutuamente en todo. Nos conocemos desde que estábamos en el vientre de nuestras madres... bueno, no tanto, pero desde que tengo uso de razón hemos estado juntas, en las buenas y en las malas. Nuestras madres también eran mejores amigas.
—Ya dejemos las cursilerías para otro día. Recuerden que hay que trabajar —nos dice Rossy, intentando aliviar el ambiente tenso.
—Es verdad, vámonos, que vamos a llegar más tarde de lo normal —respondo, mirando a Alex, que me devuelve una mirada apenada.
—Lo siento, Sam. Perdóname, por favor. No debí hablarte como lo hice. Estuvo muy mal de mi parte. Tú y Rossy son mis mejores amigas, y no quiero nunca perder su amistad. Además, ustedes no tienen la culpa de lo que me hizo el innombrable.
—A ver, no tienes que disculparte de nada. Te entiendo. No te preocupes y olvida todo lo que pasó, ¿sí? —le digo, abrazándola con fuerza.
—Gracias, son las mejores amigas —nos dice mientras nos abrazamos, su voz temblorosa por la emoción.
—Lo sabemos —responde Rossy, riendo para quitarle algo de peso al momento.
—Bueno, vámonos ya —digo, riendo también, sintiendo el alivio de ver a nuestra amiga algo más tranquila.
Voy a mi habitación, recojo mi bolso rojo y salimos del apartamento donde vivimos las tres. Nos subimos a mi coche rumbo al trabajo. Dirán, ¿por qué solo un auto? Bueno, lo del auto es entendible. Vivimos juntas, trabajamos juntas, y decidimos tener solo uno para ahorrar en combustible. Siempre salimos juntas a todos lados; somos como hermanas.
Llegamos al trabajo con diez minutos de retraso y entramos apresuradas. Cada una va corriendo a su puesto. Subo al ascensor, presiono el botón del último piso, el cuarto. Ni bien entro a mi oficina, el jefe me llama. Hoy será un día largo.
—Smith, llegas tarde otra vez —mi jefe, tan educado como siempre, me mira molesto, pero con algo diferente en su expresión. Me observa de arriba abajo, inspeccionándome. ¿Estará analizando mi vestimenta?
—Buenos días, señor —noten el sarcasmo en mi voz—. Me disculpo por mi tardanza. Le prometo que no volverá a pasar —sí, estoy mintiendo; sé que llegaré tarde otra vez.
Él sigue observándome, con una mirada que parece decir que quiere... comerme. No lo creo. Rossy tenía razón.
—A mi oficina, ya —me ordena, visiblemente molesto.
Vaya, vaya. Este jefe está más irritable hoy que de costumbre. Entro a mi oficina, dejo mis cosas y me dirijo a la suya. Toco la puerta y escucho un fuerte —¡ADELANTE!—. Se nota que está muy molesto. Entro, fingiendo un poco de temor. Bueno, exagero, pero solo un poco. Él está sentado en su escritorio, revisando unos documentos. Los deja al verme entrar y me señala que me siente. Eso hago. No me pongo nerviosa ni nada. Él no me intimida, y no lo va a hacer.
No voy a negar que mi jefe, Marcos Olivares, es un hombre guapo. Es rubio, tiene unos ojos muy bellos de color azul, es alto y joven. Me lleva unos cinco años. Se podría decir que está comestible, y para muchas sería el "hombre perfecto", pero para mí no lo es. La verdad, no es mi tipo, aunque no puedo negar que es atractivo.
—Sam —me llama por mi nombre. Increíble, pienso. Hoy se va a acabar el mundo, pero no le muestro mi sorpresa. Él nunca me había llamado por mi nombre, solo por mi apellido.
—Señor Olivares, yo...
No me deja continuar y, con voz firme, dice:
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo esta noche?
Wow. Eso no me lo esperaba. Me he congelado, como Ana de Frozen. Nunca se me pasó por la mente que le gustara a mi jefe. Mi amiga me lo decía, pero siempre pensé que bromeaba. Me doy cuenta de que es real, y ahora, ¿cómo salgo de esta? ¿Qué le digo?
Samantha Después de quedarme congelada por horas... bueno, un minuto para ser exactos, finalmente me descongelé y salí corriendo como si mi vida dependiera de ello. Pero siempre hay tropiezos, y esta vez me tocó a mí. No debí correr con estos tacones. Al salir de la oficina de mi jefe, sin decirle nada, sin ninguna respuesta, salí corriendo como una desquiciada. Fue el error más grande que pude haber cometido y me arrepiento. Me caí directo al suelo, me lo comí, literal. Ahora tengo un bulto en la frente y una pequeña abertura de donde salió un poquito de sangre. Pero mi jefe, como todo un "superhéroe", me rescató (bueno, creo que soy un poco dramática). Aquí estoy, frente a él, con una vergüenza que se me cae la cara, y él se está riendo de mí. ¿Pueden creerlo?—¿De qué te ríes? ¿Tengo cara de payasa o qué? —le digo, un poco molesta, cruzándome de brazos.—Lo siento, pero no debiste salir corriendo. Fue muy gracioso —me dice, todavía riéndose. Maldito, se ríe de mis desgracias, pero
SamanthaPor fin, terminé de trabajar. El día transcurrió sin novedad; mi jefe no se asomó a mi oficina, y eso fue lo mejor. No podría mirarlo a la cara. Recojo todas mis cosas. Estoy agotada; solo quiero llegar a casa, darme un buen baño y acostarme. Cuando voy saliendo, me encuentro con él. Se queda mirándome, y yo solo le ofrezco una pequeña sonrisa tímida.Sigo caminando hacia el ascensor, y, para colmo, él se sube conmigo. Un silencio incómodo se cierne entre nosotros. La verdad es que no quiero hablar; solo quiero salir de aquí. En el trayecto hacia abajo, él no dice nada, hasta que las puertas se abren.—Smith —me llama por mi apellido. Su tono no suena molesto, más bien, suena… normal—. Olvida todo lo que te dije hoy. Será lo mejor. Que descanses, nos vemos mañana —me dice, y antes de que pueda responderle, sale del ascensor.No tengo tiempo de articular palabra. Cuando me doy cuenta, ya ha salido. Salgo yo también, y ahí están mis amigas esperándome en la recepción.—Wow, nue
SamanthaEsta última semana ha sido de locos. Después de decidir a dónde iríamos de vacaciones, salimos de compras. Fuimos de tienda en tienda, compramos de todo: zapatos, pantalones, blusas, incluso unos diminutos bikinis, todo acorde a nuestro destino. También fuimos al cine y luego a un restaurante donde comimos delicioso, sin ganas de cocinar en casa.Al día siguiente, decidimos ir a un parque de diversiones y la pasamos increíble. ¿Exageraría si les digo que nos montamos en todos los juegos? Pues sí, literalmente en todos, excepto en uno porque, la verdad, me dio miedo y no quería morir joven. Por suerte, no fui la única. Hacía mucho que no me divertía tanto.Solíamos tener planes para divertirnos los fines de semana: íbamos a discotecas o organizábamos fiestas en casa con nuestros compañeros de trabajo. Últimamente no lo hemos hecho. Trabajar en una editorial nos consume; leer y editar libros no es tarea fácil. Rossy es secretaria en edición, Alex es supervisora de edición, y yo
Samantha4 horas después…—Sam, despierta, ya llegamos —escucho la voz de Alex, llena de emoción. Cuando abro los ojos, las veo a las dos mirándome, expectantes.—¡Siiii, qué emoción! ¡Ya llegamos! —les respondo sarcásticamente. Ellas solo se ríen.Bajamos del avión, pasamos por otro chequeo y luego buscamos nuestro equipaje. Salimos rápidamente en busca de un taxi que nos lleve hasta la parada de autobús.—Tengo tanta emoción que siento que no me cabe en el pecho —dice Alex, con una sonrisa que no puede ocultar.—Yo también estoy muy emocionada, después de tantos años —respondo, contenta por verlas tan felices. Eso siempre es bueno.—A mí también me alegra volver —añado, con un tono que se tiñe de tristeza.—Sam, sé que es doloroso para ti estar aquí. Ahora siento que no debí obligarte a venir, perdóname —dice Alex, con la voz quebrada. No puedo evitar ver cómo unas lágrimas comienzan a rodar por su rostro.—Alex, no llores, yo acepté venir, no te preocupes, estoy bien. Además, sus p
Cristian.¿No les ha pasado que reviven el mismo sueño una y otra vez? Bueno, ese es mi caso. Llevo una semana soñando con lo mismo: una mujer increíblemente hermosa, de cabellera negra que cae en cascada, con un cuerpo lleno de curvas que desafía cualquier lógica. Pero hay un problema: nunca logro verle bien el rostro. Siempre está borroso, como si mi mente se negara a recordarlo.Lo extraño es que en cada sueño ella me pega. Sí, tal cual. Una cachetada, un empujón o una golpiza digna de película de acción, y yo, como un idiota, termino siguiéndola, suplicando por su atención como un perrito callejero. Pero esta noche fue diferente. Esta vez, antes de que pudiera reaccionar, la besé. Y lo más sorprendente es que no se resistió.Con la sensación de sus labios aun quemándome la piel. Me quedo un momento acostado, mirando al techo, tratando de procesar el sueño. ¿Por qué me afecta tanto? No tengo idea. Lo único que sé es que esa mujer, sea quien sea, tiene un poder sobre mí que ni siqui
Cristian.Estoy llegando a mi casa cuando noto un vehículo estacionado frente a la entrada. ¿Qué demonios hace aquí? Ya sé quién es. Lo que me faltaba. Antes de que pueda reaccionar, Cristal aparece, caminando hacia mí con una sonrisa que no llega a sus ojos. Se lanza a abrazarme como si tuviera algún derecho, y lo único que siento es fastidio.—Hola, mi osito precioso, tengo rato esperándote. —Su tono meloso me revuelve el estómago.—¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí? —le digo, cruzándome de brazos y mirándola fijamente.—Pues vine a verte, ¿o tienes algo que hacer? —responde, cruzándose también de brazos, pero con un gesto altivo que me irrita aún más.—A ver, Cristal, creo que hay algo que no te ha quedado claro: tú y yo no somos nada, ¿entiendes? Nada.Su rostro cambia en un instante. De la seguridad falsa pasa al desconcierto, y luego a algo más oscuro. Pero en lugar de irse, como espero, me sigue hasta la casa.—No puedes decirme eso. Yo te quiero, ¿por qué no puedes sentir lo mismo
SamanthaMe quedo pasmada. No esperaba verlo tan pronto. Cristian parece igual de sorprendido; sus ojos me recorren de arriba abajo antes de pronunciar mi nombre. Tardo unos segundos en reaccionar. Es como si el tiempo se detuviera y mi cerebro no supiera qué hacer. Finalmente, logro articular algo, aunque no con la elegancia que quisiera.—Hola, Cristian, ¿cómo estás? —logro decir, con una voz que traiciona mis nervios. Es lo primero que me viene a la mente, aunque después me arrepiento de haber abierto la boca.—Bien —responde él, seco, casi arrogante. Después de años sin vernos, eso es todo lo que tiene para decirme. Lo de siempre, el mismo mentiroso egocéntrico. No esperaba menos.Asiento, incómoda, sintiendo el calor subir a mis mejillas. Las palabras parecen atorarse en mi garganta.—Qué bien... este... yo... voy a salir. Hablamos luego, Williams. Cuídate. —Tartamudeo como una tonta, intentando aparentar calma. Al final, le doy un beso en la mejilla y un abrazo rápido. A Cristia
SamanthaNo sé si alguna vez han estado en un duelo —de lo que sea—. Yo nunca había estado en uno hasta ahora, porque Cristian y Jonathan están en un duelo de miradas que, si las miradas mataran, ya uno de los dos estaría muerto.—Hermano, no sabía que estabas aquí —dice Jonathan acercándose a él—. A mí no me invitaron, qué descorteses son —añade, dándole un abrazo mientras le susurra algo que no logro escuchar.—No digas eso. Ven, vamos al comedor. Es una cena de bienvenida, y Alex está aquí —le digo. Sus ojos se iluminan de inmediato. ¿Será que aún siente algo por ella?—Pues claro, vamos. ¡Voy a hacer una reclamación! —responde siguiéndome. Cristian no dice nada, parece que le comieron la lengua los ratones. Entramos al comedor.—¡Buenas noches, familia bella! Estoy aquí sin invitación. Espero ser bienvenido —dice Jonathan, sonriente, mientras dirige su mirada directo a Alex. Yo la observo; parece sorprendida, claramente tampoco esperaba verlo aquí.—Claro que eres bienvenido. Disc