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Capítulo 2: Los SanttoriniLos

Los brillantes rayos de sol se filtraban por los majestuosos vitrales, bañando con su luz cálida la espaciosa habitación de Isabell. El dulce aroma a gardenias de su perfume francés embriagaba el ambiente. Con agilidad, ella cepillaba su sedosa cabellera negra frente al elegante espejo de su tocador, mientras los rizos rebotaban como delicados muelles sobre sus hombros que resaltaba su tez oliva. Sus ojos color chocolate destellaban con un brillo intenso y desafiante.

Sin embargo, su mirada se perdía más allá de los barrotes de su ventana. Anhelaba salir de esa jaula de oro y seda que su padre llamaba hogar. A sus 23 años, se sentía una prisionera en su propia casa. Y ahora ese tirano pretendía entregarla en matrimonio a los Romanov, sus enemigos mortales. Su sangre hervía de rabia.

De pronto el sonido del reloj marcando las doce del mediodía el saco de sus pensamientos. Era la hora. Isabell se vistió con sus elegantes pantalones de montar blancos y su camisa de lino azul, combinándolos con botas de cuero.

Estaba lista para escapar un momento de su lujosa pero sombría prisión dorada. Ansiaba sentir el viento acariciando su rostro mientras galopaba a través de los extensos prados verdes en su fiel corcel Richelly.

Salió sigilosamente de la enorme casona y se dirigió a los establos donde su fiel corcel la esperaba inquieta, piafando y moviendo la cabeza de lado a lado.

  — Hoy cabalgaremos lejos, mi querida amiga — susurró mientras acariciaba suavemente la crin de la elegante yegua, la cual relincho con brio.

Sin percatarse de que una imponente figura la observaba desde las sombras con una sonrisa bastante siniestra.

— Vaya que has crecido Isabell, me alegra verte bien — dijo aquel hombre.

Al escuchar aquella voz volteo bruscamente, sintió que el tiempo se detenía al ver de quien se trataba.

 — ¿Hermano?  — pregunto aun con sorpresa con cierta precaución.

Este sonrió — ¿Esperabas a alguien más?

No podía creerlo, realmente era su hermano mayor. Luego de cuatro largos años al fin volvía a verlo. Una oleada de emociones la invadió. Joseph había cambiado, el joven idealista y soñador que ella recordaba, había sido remplazado por un hombre alto con una mirada fría y carente de vida, desde que se convirtió en la mano derecha de su padre se volvió un hombre que irradiaba poder y misterio con su imponente presencia. Conocido por toda Alemania como “ScarFace”

Esta era la principal razón por la que Isabell había podido reconocerlo, una cicatriz surcaba el lado derecho de su rostro, desde el párpado hasta la comisura del labio. Esa marca revelaba las sombrías batallas que Joseph había tenido que librar en pos de salvar su vida.

Ante la afirmativa, esta corrió en su dirección y se le lanzó encima para abrazarlo con fuerza — padre no me mencionó de tu regreso a Berlín ¿no estabas en New York?  ¿Cuándo llegaste?  — Réplica con extrañes sin parar de abrazarlo.

— Te pareces tanto a nuestra madre, has crecido bastante en estos años, te ves muy hermosa — su tono dulce y cariñoso fue un bálsamo para Isabell quien lo volvió a abrazar con alegría.

         — Tu también te ves muy guapo hermano, debes ser el soltero más cotizado de Nueva York — comentó con picardía.  —  Pero dime ¿Cuándo llegaste?

— Si sobre todo… ¿Quién me querría con un rostro así?  — respondió este. Isabell sintió una punzada en el pecho. Odiaba a quien le había hecho esa herida mortal a su amado hermano.

Joseph notó la mirada compasiva de su hermana sobre la vieja herida y esbozó una sonrisa torcida.

—No te preocupes, el hombre que me hizo esto ya está muerto, solo lamento no haberlo matando yo mismo. Espero que al menos haya sufrido el desgraciado. —dijo con una fría indiferencia al mismo tiempo que recodaba aquella escena.

        Joseph se agazapó tras unos barriles mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. Distinguió sombras moviéndose y el destello de las armas al disparar. La adrenalina corría por sus venas. De repente, una figura emergió de entre el humo. Era Edward, el hijo mayor de Lorenzo Romanov. Sus ojos centelleaban con sed de sangre mientras blandía una daga.

Se abalanzó sobre él con la velocidad de una pantera. Este esquivó el tajo por pocos centímetros al tiempo que sacaba su propia navaja. El frío acero tintineó. Comenzó un violento intercambio de estocadas y fintas. La hoja sesgó la carne una y otra vez, salpicando el suelo de carmesí.

En un descuido, Joseph asestó un certero corte en el hombro de este, casi inutilizándole el brazo. La sangre manó a borbotones, pero Edward no se inmuto ante la herida y contraatacó, hundiendo su arma en el hombro de su contrincante hasta tocar el hueso.

Joseph cayó de rodillas aullando de dolor. Edward presionó la daga contra su cara haciendo un corte desde la sien hasta menton, Pero cuando estaba apunto de dar el golpe mortal escucho una manada de pasos que se acercaban con velocidad. Ante este nuevo desafío, decidió perdonar su vida, solo dejó una profunda marca que simbolizaba la derrota de su enemigo. —Vive para contarlo — susurró antes de escabullirse en las sombras.

         — Te amo hermano... no estás solo — comentó Isabell sacándolo de su ensoñación, se sentía un poco temerosa ante la mirada perdida que destilaba desdén. Se notaba que su hermano había viajado a lo más recóndito de sus memorias.

Este volvió en sí y le regaló una cálida sonrisa al mismo tiempo que sacaba un pequeño estuche de terciopelo de su abrigo y se lo entregó a su hermana. Dentro había un exquisito collar de esmeraldas y diamantes.

— Un obsequio para la mujer más bella de Europa. Este collar perteneció a la mismísima Reina María Antonieta. Ahora será tuyo...

Isabell contuvo el aliento, maravillada. — Gracias hermano me encanta, está bellísimo. — Expreso con una sonrisa deslumbrante — Me alegra que estés de vuelta, no sabes lo mucho que te extrañe… pero ¿por qué has venido? — pregunto cayendo en cuenta que su hermano había evitado su pregunta con anterioridad.

Luego de esquivar su mirada por un momento, sin más remedio respondió. —  Mi padre quería que regresara, ya había terminado el trabajo que me había encomendado y ya no tenía nada que hacer en New York. Padre quiere que esté aquí para tu compromiso con ese Romanov

En ese momento su sonrisa se desvaneció, Isabell sintió como si un puñal se clavara en su pecho cuando Joseph confirmó la descabellada orden de su padre. ¿Casarse con Dominic Romanov? ¡Era una locura! ¿porque su padre empeñaba tanto en hacer que sea infeliz? Ella preferiría morir antes que unir su vida a la de esa familia de arrogantes asesinos.

—   Mi padre se ha vuelto loco al quererme casar con un Romanov —

— Sabes que nuestro padre es muy astuto, seguro piensa hacer algo, por eso me pidió que viniera. Tendrá algo entre manos, no creo que él te deje casarte con ese hombre.

— No lo creo, si fuera así… Tu no viste como me lo impuso, como siempre que quiere que haga algo, pensé que me ayudaría, pero ya veo que tampoco piensas hacer nada.

La frustración hirviendo en sus venas, salió hecha una furia hacia los establos, con su negro cabello agitándose cual medusa furiosa a sus espaldas. El viento helado azotaba su rostro, pero ella lo ignoraba. Sólo quería escapar.

De un salto montó a su yegua Richelly y espoleó sus flancos con vehemencia. El animal salió disparado como una exhalación. Isabell cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando que el viento se llevara todas sus penas.

Pero la calma fue de corta duración. En su desesperación, no vio la retorcida rama del viejo roble hasta que fue muy tarde. Impactó contra su sien con tal fuerza que la hizo caer de la yegua, ante la mirada aterrorizada de Joseph que observaba la escena a la distancia.

Isabell yacía inmóvil sobre la hierba, con un hilillo de sangre resbalando por su pálido rostro de porcelana. Joseph corría desesperado hacia ella, con el corazón desbocado, pero simplemente estaba demasiado lejos.

De pronto, un desconocido surgido de la nada se arrodilló a su lado y la tomó primero entre sus brazos. Joseph frenó en seco, sobrecogido. El extraño buscaba signos de vida en el semblante de la joven

Ella entreabrió los ojos lentamente, aún aturdida. En su confusión creyó distinguir a un hombre que no era su hermano en ese rostro que la miraba fijamente. Pero no podía ser... ¿o sí?

Todo le daba vueltas y se sentía flotar. El dolor punzante en su sien se extendía como fuego líquido. El desconocido le hablaba, pero ella sólo atinaba a ver sus labios moverse sin escuchar realmente las palabras.

De pronto la imagen se tornó borrosa y sus párpados cedieron, cayendo nuevamente en la inconsciencia. Lo último que alcanzó a percibir fue el penetrante olor a sándalo del extraño y sus firmes brazos levantándola del suelo antes de que todo se volviera negro.

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