A la mañana siguiente, Isabell se despertó sobresaltada, con el peso de la preocupación marcado en su semblante. Enormes ojeras moradas se cernían bajo sus ojos cansados, testigos mudos de una noche en vela donde la ansiedad y la incertidumbre no le habían permitido conciliar el sueño. La débil luz matutina se filtraba tímidamente a través de las cortinas de gasa blanca de su habitación, iluminando tenuemente su rostro demacrado.Isabell parpadeó confundida, tardando unos segundos en recordar el motivo de su desvelo. Ya había pasado un día completo desde que Dominic la había plantado sin dar explicación alguna. Sin embargo, no había tenido noticias de su prometido. Un suspiro de frustración se escapó de entre sus labios resecos. —¿Qué rayos le habrá pasado a ese tonto? — preguntó en voz alta al aire, pero solo el silencio respondió.Pasado un tiempo, el repiqueteo en la puerta de roble la sacó de sus cavilaciones. Era Anne, el ama de llaves, con su característico delantal almidonado
Dominic caminó por las calles nocturnas con la mirada perdida y la mente enredada en pensamientos tumultuosos. La imagen de Catalina, su reencuentro y la dolorosa despedida seguían frescos en su memoria, como una herida abierta que no dejaba de sangrar. El frío viento otoñal azotaba su rostro, haciéndolo estremecer. Las hojas secas crujían bajo sus pisadas solitarias y el ambiente parecía envolverlo en una nube de melancolía. Algunas farolas parpadeaban, creando sombras inquietantes. Decidió refugiarse en un bar cercano, buscando consuelo en la oscuridad y en la compañía del alcohol. Al entrar, el olor a tabaco impregnaba el aire y envolvía sus sentidos. Una música de jazz sonaba de fondo, transmitiendo una sensación nostálgica. El sonido de la puerta chirriante al abrirse se mezcló con las risas apagadas y murmullos de los parroquianos. El humo flotaba en el aire, creando una atmósfera decadente y cargada. Dominic se adentró en el local eligiendo un rincón apartado donde pudiera ah
Isabel cabalgaba sola de regreso a la hacienda Santtorini. El viento frío le azotaba el rostro enrojecido por el llanto, mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Aún resonaban en su mente las hirientes palabras de Beatriz, tan sutiles como venenosas.Mientras su yegua trotaba a buen paso por el camino polvoriento, la joven no podía dejar de revivir una y otra vez el amargo encuentro. Se sentía profundamente herida, triste, furiosa y sobre todo humillada. ¿Cómo se había atrevido esa mujer a expresarse de forma tan irrespetuosa sobre su familia? Pero más doloroso aún era pensar que tal vez Dominic ya no la deseaba como esposa.Un nudo doloroso se le formó en la garganta y las lágrimas volvieron a brotar. Nunca nadie la había desairado de esa forma. No es que estuviera perdidamente enamorada, pero una parte de ella había empezado a sentirse cómoda con la idea de un futuro junto a él. Y justo cuando parecía que las cosas marchaban bien, de un momento a otro todo se desmorona
La luz del sol entraba a raudales por la ventana, inundando de claridad dorada la habitación y bañando con su calidez el rostro demacrado de Dominic. Él abrió los ojos lentamente, sintiendo la boca reseca y el cuerpo dolorido y pesado por el agotamiento.La resaca de la noche anterior martilleaba aún sus sienes con punzadas constantes. Finalmente cayó en cuenta que se había vuelto a quedar dormido, estaba demasiado exhausto como para levantarse a tiempo.Al incorporarse lentamente, el olor a tabaco impregnado en su ropa arrugada inundó sus fosas nasales, recordándole la noche de excesos en la taberna. Con movimientos torpes, sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra.Se dirigió al baño tambaleante, el leve aroma a alcohol emanando de su cuerpo. Frotó su rostro demacrado con agua fresca, que goteaba en el viejo lavabo de metal. El sonido relajante ayudó a despejar su mente nublada.El espejo le devolvió el reflejo demacrado de un hombre atormentado, con profundas ojeras violác
Dominic atravesó a zancadas el imponente arco de la hacienda Santtorini, envuelto en la oscuridad de la noche. Su corazón latía desbocado mientras se acercaba apresurado a la enorme puerta principal. Sin esperar, golpeó con firmeza e impaciencia hasta que, tras unos angustiosos momentos, se abrió la puerta con un leve chirrido. En el umbral apareció la alta e imponente figura de Darío, el padre de Isabell, quien lo observó con el ceño fruncido y una mirada cargada de ira que hizo estremecer a Dominic. —¿Pero qué rayos haces aquí? ¿Como tienes el descaro de aparecer por aquí a estas indecentes horas de la noche? —espetó Darío con voz grave y áspera como la corteza de un viejo roble. — Ésta no es su casa para que irrumpa así sin ser bienvenido. Dominic contuvo la respiración, sintiendo un nudo en la garganta mientras musitaba con gesto compungido —Discúlpeme, sé que es muy tarde, pero necesito hablar urgentemente con Isabell... Por favor, permítame hablar con ella. Darío entrecerró
En la recámara de la hacienda Santtorini, el aire estaba espeso con el aroma almizclado del sexo y el sudor. Joseph yacía desnudo sobre las sábanas revueltas, los músculos de su torso tensos y brillantes. La mujer a su lado arqueaba la espalda con un gemido gutural, instándolo a seguir con más fuerza. La cama de hierro negra rechinaba y golpeteaba contra la pared al ritmo de sus embestidas."¡Isabell, no puedo sacarte de mi mente ni por un instante!" pensaba Joseph frenéticamente mientras se hundía en la mujer anónima. La imagen de Isabell, la mujer que realmente deseaba, bailaba detrás de sus párpados. La ira lo consumía al imaginarla en los brazos de ese farsante, Dominic Romanov. "¡Siento tanta rabia, me duele verte con ese payaso! Algún día serás mía, de la forma que anhelo."Cuando finalmente terminó, rodó sobre su espalda, la piel perlada de sudor. La mujer yacía inmóvil, con una expresión saciada en su hermoso rostro. Joseph se incorporó, pasándose una mano por el cabello oscu
El estruendo de la explosión hizo retumbar los cristales del Mercedes negro estacionado a una cuadra. Lorenzo Romanov apenas pestañeó, exhalando con calma el humo de su Montecristo antes de salir del auto seguido por sus dos guardaespaldas. El siniestro crepitar de las llamas inundaba la noche. Entre el resplandor anaranjado, sus hombres surgieron de la ruina humeante arrastrando un cuerpo. Lo lanzaron a los elegantes zapatos del hombre con un ruido sordo. —Don Lorenzo... hemos cumplido su orden — dijo uno, con la respiración agitada —. Los explosivos destruyeron el cargamento... y acabamos con Bruno. Lorenzo sonrió glacialmente al ver en el suelo la cabeza cercenada de Bruno Santtorini, el más temido ejecutor de los rivales. La sangre teñía de rojo los blancos cabellos. — Bien. Los Santtorini deben entender que esta ciudad ahora tiene nuevos amos. — Expresó mientras se agachaba para tomar del cabello la cabeza cercenada de su enemigo. — Llévenle esto de regalo a Darío... y dí
Una soleada tarde, Lorenzo camina por el campo junto a su hijo Dominic, de 19 años. Apuesto y sarcástico, el joven es en realidad un espíritu libre que detesta la violencia del negocio familiar. La misteriosa muerte de su hermano mayor le obligó a involucrarse cuando sólo era un adolescente, viéndose forzado a decidir sobre la vida de otros. Mientras caminan, Lorenzo observa pensativo a su retoño. Sabe que Dominic no está hecho para esa vida, pero la decisión ya está tomada. Si los Santtorini aceptan la propuesta de paz sellada con una boda, su turbulento hijo deberá casarse con la enemiga para unir a las familias. ¿Está dispuesto a sacrificar la libertad de Dominic por el bien mayor? A pesar de su reticencia, Dominic ha trabajado duro para continuar el legado familiar, siguiendo los pasos de su malogrado hermano mayor, quien había ayudado a expandir en buena medida el negocio. Él de verdad sentía que se esfuerza por cumplir las expectativas, pero muchas veces solo quiere huir de esa