La pesada puerta de roble se cerró con un estruendo sordo, sumiendo el despacho en una intimidante penumbra. El único sonido que rompía el denso silencio era el crepitar de los troncos ardiendo en la chimenea, arrojando un resplandor carmesí sobre el imponente escritorio de caoba donde Darío Santtorini estaba sentado. Con lentitud, Este exhaló una bocanada de humo de su habano y clavó su mirada como dagas en los ojos de su primo. —¿Cómo es posible que uno de mis hombres de más confianza me haya fallado de esta forma? — rugió, y su voz grave retumbó en las paredes como un trueno lejano. — Creí haberte encomendado averiguar el origen del imperio de metanfetamina de Lorenzo Romanov. Carlos tragó grueso, sintiendo cómo la furia de su primo lo envolvía como llamas abrasadoras. Sabía que la información que le había estado proporcionando durante los últimos dos años no había sido del todo cierta. Había estado protegiendo a la verdadera fuente de Lorenzo. En las sombras, junto a una estant
Joseph se encontraba en su alcoba, sentado en una silla entre un arsenal de cuchillos, pistolas y rifles. Con el ceño fruncido, afilaba uno de sus puñales favoritos, la hoja relucía a la luz de las velas. No podía quitarse de la cabeza las palabras de su padre negándole irrumpir en la hacienda de los Romanov. Si bien Joseph sabía que su padre tenía razón, la impaciencia y la rabia bullían en su interior. No iba a quedarse de brazos cruzados mientras su hermana se casaba con uno de esos cerdos inmundos. Mientras pasaba la lima una y otra vez por el filo del puñal, la letanía de la tediosa tarea los envolvió en un profundo sueño llevando su mente al pasado, seis años atrás. Recordó vívidamente aquella fría noche de octubre de 1944 cuando Edward Romanov y sus secuaces le tendieron una emboscada. Joseph y sus diez hombres regresaban a caballo de una incursión cuando, al atravesar un estrecho camino entre riscos, se toparon con cuatro vehículos que les cerraban la retirada. Rodeados de a
Varios carros llegaban a la casa de negocios de los Romanov, el toro Santtorini estaba en su Chevy Bel Air Rojo intenso y con una mirada crítica evaluaba la situación mientras esperaba que sus hombres armados se posicionarán frente para protegerlo. se quedó viendo la casa dónde siempre se hacían los acuerdos, era una zona neutral a las afueras de la ciudad. Confiado por sus más de 15 hombres que formaban parte de escolta personal, comprobó que no había peligro. Finalmente bajó del auto y avanzó hacia la puerta con paso firme. Sus botas repicaban contra el suelo y su abrigo de cuero crujía. —He venido en respuesta a una invitación para reunirme con Lorenzo Romanov — dijo en tono firme. Boris respondió con un tono serio y una mirada que reflejaba su experiencia como uno de los mejores guardias de Lorenzo Romanov. —Don Darío, estábamos esperando ansiosamente su llegada. Por favor, pase; mi señor lo espera — dijo dejando atrás a sus hombres mientras escoltaba a Dario a través d
Isabell yacía en su lecho, con los ojos muy abiertos clavados en el reloj incapaz de conciliar el sueño. No dejaba de revivir cada instante de la velada con el Romanov, torturándose internamente con dudas sobre si sería capaz de seguir el siniestro plan de su padre. Por más que intentaba negarlo, lo cierto era que se había divertido en compañía del apuesto joven. Dominic se había comportado como todo un caballero, mostrándose gentil y comprensivo en todo momento. Ni siquiera cuando ella vació aquellas copas de whisky en el restaurante, en un vano intento por mitigar sus nervios, vio un atisbo de juicio en su mirada. Al contrario, pudo percibir genuino interés cuando le confesó su pasión por el arte durante el paseo bajo las estrellas. "No es tan malvado como creía", se sorprendió pensando una y otra vez, para su frustración. Se resistía con todas sus fuerzas a verlo como alguien virtuoso. ¡Su familia era la culpable de la muerte de su madre! ¡Ellos eran la mismísima maldad encarnada!
Al llegar a su casa Darío Santtorini se dirigió al interior de su imponente hacienda. Su figura se recortaba contra el crepúsculo mientras cruzaba los jardines bien cuidados y entraba en la mansión. Aunque su rostro seguía siendo enigmático, su mirada mostraba una fatiga que había estado oculta bajo su fachada impenetrable. El Toro entró en su despacho, un lugar austero lleno de muebles de caoba y estantes llenos de libros antiguos. El ruido de la puerta al cerrarse resonó en la habitación, marcando el comienzo de su ritual nocturno. Se desprendió de su chaleco sport rojo y lo colgó en la percha junto a la puerta, revelando una camisa de seda blanca que estaba ligeramente arrugada. Los últimos días habían sido agotadores. La reunión con Lorenzo Romanov había sido solo una de las muchas preocupaciones en su mente. Su imperio del crimen, cuidadosamente tejido a lo largo de los años, estaba bajo una creciente presión. El mercado de la metanfetamina se volvía cada vez más competitivo, y
Los rayos de sol se filtraron a través de las cortinas de gasa, bañando la habitación de Dominic en una cálida luz dorada. Con los párpados aún pesados por el sueño, se desperezó lentamente en la cama, estirando sus largos brazos sobre su cabeza y arqueando la espalda. Un bostezo escapó de su boca mientras se incorporaba y frotaba los ojos, tratando de espantar el letargo. Miró el antiguo reloj de pie que decoraba una esquina de la recámara. "Las ocho de la mañana", pensó. "Hacía años que no dormía hasta tan tarde". Sonrió para sí mismo, recordando la interesante velada con Isabell Santtorini la noche anterior. Acarició las sábanas de seda pensado en la preciosa joven. Deslizándose fuera de la cama, caminó desnudo hacia el baño, sintiendo el frío del suelo de mármol bajo sus pies. Al girar la manecilla de la ducha, un chorro de agua helada cayó sobre su piel, haciéndolo estremecerse y terminando de despejar su mente. Mientras se enjabonaba el firme torso y los fuertes brazos, no pudo
Recorrió los interminables corredores con arcos de medio punto, salpicados de luz matinal filtrándose por ventanas enrejadas. El joven Romanov echaba fugaces miradas a las numerosas puertas de madera labrada que se alineaban a ambos lados, buscando algún indicio de Isabell pero sin osar interrumpir en los aposentos privados que no le conciernen. Finalmente, el corredor desembocó en un luminoso patio interior con frescos naranjos cargados de azahares y un estanque de agua cristalina, donde divisó la esbelta figura de Isabell recortada contra el follaje. Estaba de espaldas a él, con la mirada perdida en las pequeñas flores silvestres que crecían entre las baldosas. — Isabell… — la llamó con suavidad para no sobresaltarla. Ella se volvió lentamente. Sus ojos color miel lo miraron con una mezcla de alegría y pesar. — Hola Dominic ¿Qué haces aquí? Pensé que no pasaría de la entrada. Mi padre no estaba contento por lo de anoche — dijo en tono compungido. — Siempre me las ingeniare para
Al volver de la Hacienda Santtorini Su estómago rugió con fuerza recordándole que no había probado bocado en todo el día. Tendría que esperar pacientemente una hora más hasta la hora del almuerzo. Con un suspiro, se encaminó pesadamente hacia su alcoba, sintiendo cómo el día que había empezado tan prometedor se oscurecía poco a poco. Pero entonces visualizó el dulce rostro de Isabell y una sonrisa se dibujó en su cara. "Al menos pude verla", pensó, reconfortado. Ese fugaz momento con su amada había valido cualquier penuria. Cuando finalmente llegó la hora del almuerzo, Dominic salió presuroso de su habitación, siguiendo el delicioso aroma que flotaba en el aire. Al cruzar el amplio vestíbulo de la casona de los Romanov, sus pasos resonaron sobre el suntuoso mármol del piso. Al llegar al comedor principal, la escena que lo recibió hizo que se le hiciera agua la boca. Su padre Lorenzo ya se encontraba en la cabecera, con su madre Beatrice a su diestra. Sus hermanas, Yulian, Grace y Ali