Al llegar a su casa Darío Santtorini se dirigió al interior de su imponente hacienda. Su figura se recortaba contra el crepúsculo mientras cruzaba los jardines bien cuidados y entraba en la mansión. Aunque su rostro seguía siendo enigmático, su mirada mostraba una fatiga que había estado oculta bajo su fachada impenetrable. El Toro entró en su despacho, un lugar austero lleno de muebles de caoba y estantes llenos de libros antiguos. El ruido de la puerta al cerrarse resonó en la habitación, marcando el comienzo de su ritual nocturno. Se desprendió de su chaleco sport rojo y lo colgó en la percha junto a la puerta, revelando una camisa de seda blanca que estaba ligeramente arrugada. Los últimos días habían sido agotadores. La reunión con Lorenzo Romanov había sido solo una de las muchas preocupaciones en su mente. Su imperio del crimen, cuidadosamente tejido a lo largo de los años, estaba bajo una creciente presión. El mercado de la metanfetamina se volvía cada vez más competitivo, y
Los rayos de sol se filtraron a través de las cortinas de gasa, bañando la habitación de Dominic en una cálida luz dorada. Con los párpados aún pesados por el sueño, se desperezó lentamente en la cama, estirando sus largos brazos sobre su cabeza y arqueando la espalda. Un bostezo escapó de su boca mientras se incorporaba y frotaba los ojos, tratando de espantar el letargo. Miró el antiguo reloj de pie que decoraba una esquina de la recámara. "Las ocho de la mañana", pensó. "Hacía años que no dormía hasta tan tarde". Sonrió para sí mismo, recordando la interesante velada con Isabell Santtorini la noche anterior. Acarició las sábanas de seda pensado en la preciosa joven. Deslizándose fuera de la cama, caminó desnudo hacia el baño, sintiendo el frío del suelo de mármol bajo sus pies. Al girar la manecilla de la ducha, un chorro de agua helada cayó sobre su piel, haciéndolo estremecerse y terminando de despejar su mente. Mientras se enjabonaba el firme torso y los fuertes brazos, no pudo
Recorrió los interminables corredores con arcos de medio punto, salpicados de luz matinal filtrándose por ventanas enrejadas. El joven Romanov echaba fugaces miradas a las numerosas puertas de madera labrada que se alineaban a ambos lados, buscando algún indicio de Isabell pero sin osar interrumpir en los aposentos privados que no le conciernen. Finalmente, el corredor desembocó en un luminoso patio interior con frescos naranjos cargados de azahares y un estanque de agua cristalina, donde divisó la esbelta figura de Isabell recortada contra el follaje. Estaba de espaldas a él, con la mirada perdida en las pequeñas flores silvestres que crecían entre las baldosas. — Isabell… — la llamó con suavidad para no sobresaltarla. Ella se volvió lentamente. Sus ojos color miel lo miraron con una mezcla de alegría y pesar. — Hola Dominic ¿Qué haces aquí? Pensé que no pasaría de la entrada. Mi padre no estaba contento por lo de anoche — dijo en tono compungido. — Siempre me las ingeniare para
Al volver de la Hacienda Santtorini Su estómago rugió con fuerza recordándole que no había probado bocado en todo el día. Tendría que esperar pacientemente una hora más hasta la hora del almuerzo. Con un suspiro, se encaminó pesadamente hacia su alcoba, sintiendo cómo el día que había empezado tan prometedor se oscurecía poco a poco. Pero entonces visualizó el dulce rostro de Isabell y una sonrisa se dibujó en su cara. "Al menos pude verla", pensó, reconfortado. Ese fugaz momento con su amada había valido cualquier penuria. Cuando finalmente llegó la hora del almuerzo, Dominic salió presuroso de su habitación, siguiendo el delicioso aroma que flotaba en el aire. Al cruzar el amplio vestíbulo de la casona de los Romanov, sus pasos resonaron sobre el suntuoso mármol del piso. Al llegar al comedor principal, la escena que lo recibió hizo que se le hiciera agua la boca. Su padre Lorenzo ya se encontraba en la cabecera, con su madre Beatrice a su diestra. Sus hermanas, Yulian, Grace y Ali
El rugir del potente motor del reluciente Mercedes Benz 560 despertó ecos entre los edificios de la avenida, anunciando la llegada de Dominic a la imponente Kurfürstendamm. Al abrir la pesada puerta del auto, una oleada de aromas lo envolvió, el dulce olor a pan recién horneado de la panadería en la esquina, mezclado con el tentador aroma a café tostado proveniente de la cafetería vecina, era realmente embriagador. Los brillantes rayos de sol refulgían en los relucientes edificios de cinco y seis pisos que bordeaban la ancha avenida, con sus fachadas de piedra labrada y amplios ventanales enmarcados en roble. Las aceras de piedra pulida hervían de actividad, llenas de elegantes berlineses con sus mejores galas, sombreros y bastones. El incesante zumbido de las conversaciones en alemán, francés e inglés llenaba el aire, compitiendo con el estridente repiqueteo de los tacones sobre el empedrado y el vivo ritmo de jazz de un acordeonista callejero. Los vendedores pregonaban sus ofertas,
Bajo el sol abrasador del mediodía, Joseph aguardaba impaciente dentro de su Volkswagen T–36 negro como la noche. Estacionado a unos 300 metros de la majestuosa hacienda Santtorini, este acechaba entre las sombras proyectadas por un frondoso árbol. Sus ojos ávidos escudriñaban el camino de tierra que conducía a la imponente reja de hierro forjado. La brisa traía el perfume de los jazmines, pero estaba demasiado absorto en su misión como para percibirlo. Había sobornado al dueño de la humilde casa para poder aguardar junto al portón con vista a la recta y polvorienta carretera. Todo estaba fríamente calculado. Su primo Carlos aún se encontraba hospedado en la lujosa hacienda, pero sabía que ese día saldría a la ciudad. La noche anterior había escuchado a Carlos comentarle a su padre sus planes de ir a emborracharse a algún bar, según él que tenía mucho tiempo sin salir. Esa mañana Carlos no había abandonado su habitación, Joseph lo habia estado esperando desde entonces, sabía que en a
La plaza Ossenmarkt hervía de actividad bajo el sol de la tarde. El aroma a pan recién horneado flotaba en el aire desde la panadería del otro lado de la calle. Los niños jugaban alegremente, sus risas llenando el ambiente. Joseph observaba atentamente la entrada del bar Wilhelm's desde las sombras de un callejón cercano. Sabía que si intentaba entrar, los parroquianos lo reconocerían al instante. De pronto, un niño limpiabotas pasó cerca, tarareando una canción. Joseph vio la oportunidad y lo llamó ofreciéndole 30 marcos si espiaba a un hombre dentro del bar. Le describió detalladamente al sujeto moreno, barbudo, con camisa manga larga y pantalones azul marino. El niño aceptó gustoso, guardando el anticipo en su bolsillo y prometiendo informarle todo al terminar el trabajo. Dentro del bar, el aire estaba cargado con el aroma a cerveza, tabaco y conversaciones animadas. En una esquina oscura, alejado del bullicio, Carlos estaba sentado con una jarra de cerveza negra enfrente. Conte
En una de las calles más empobrecidas de "Ossenmarkt", Carlos estaba recostado contra la pared de ladrillos de una casa dentro de un callejón maloliente. Miraba impaciente el reloj mientras fumaba un cigarro, hastiado de esperar. El olor a humedad, orines y basura en descomposición inundaba sus fosas nasales. Dio un suspiro decepcionado soltando una bocanada de humo gris de su cigarro a medio fumar mientras observaba a un ratón escapar a duras penas de un gato negro, colándose por una alcantarilla cercana. "Supongo que siempre es igual, el débil siempre está a merced del fuerte” pensó al ver la escena. El animal le recordó su propia condición, atrapado en ese mundo sórdido. Anhelaba el día en que dejara atrás esa vida y obtuviera la grandeza que perseguía. No pudo evitar que su mente divagara una vez más hacia momentos atrás ¿Quién lo estaba siguiendo? Aunque sabia que sus enemigos no escaseaban, podía deducir a solo dos personas que pudiesen estar detrás de todo esto. O lorenzo lo