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Capítulo Cuarenta cinco.

Diego Torres.

Dejarla ir es unos de los hechos más difíciles que me ha tocado vivir en la vida, odio perder lo que amo, y más estar atado a que no puedo volverlo a mí.

Ni a mi madre, ni a Elena.

Le doy un golpe agudo al volante, mis ojos se empañan de lágrimas, mi cuerpo se tensa por completo, aprieto mis dientes, y chillo de dolor.

La lluvia comenzó a caer, y sólo quedé mirándome a través del retrovisor del auto con mi mirada perdida en Elena, en lo que viví a su lado, en el cómo comenzó todo, especialmente el día que prometí amarla para siempre, y sé que lo haré. Mi corazón le pertenece, a ella y a nadie más.

Dejo fluir mi pena, con la mayor libertad posible, dejé calar lo que me espera, la soledad, el vacío y la ausencia de un amor que jamás morirá en mí.

Me emundezco, me entrego al silencio, y al deseo de lo contrario, de lo inexistente, la lluvia cae con furia, y no detenía estar.

A las horas, un hombre tocó el vidrio de mi ventana, un oficial.

Una multa.

Ruedo los ojos.

Aprieto
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