El amante perfecto
El amante perfecto
Por: Edgar Romero
Capítulo 1

 ¡¡¡Esteban me engañaba con mi mejor amiga!!! No podía creer lo que veían mis ojos. Yo sospechaba, desde antes, que él me era infiel. No soy tonta, quizás confiada y noble, pero no bobalicona y su comportamiento era muy sospechoso de buen tiempo atrás. Había dejado de verme los viernes, no contestaba mis llamadas y no quería que le viera el móvil, las veces que nos citábamos en el parque. Siempre  olvidaba su celular en casa y eso me parecía muy  raro y sintomático, porque cuando nos enamorados, era un maníaco del teléfono. Con la sospecha de que había otra mujer en medio de nosotros y a sabiendas que había salido como lo hacía todos los fines de semana, llamé a su madre  y ella atizó aún más la hoguera de mis celos convertidos ya en un gran incendio calcinando mis entrañas: -Esteban salió temprano, Andrea, y no sé a dónde fue, todos los viernes es lo mismo, sale y vuelve muy tarde-, fue lo que me dijo su mamá.

  Grrrrrrr, sentí al furia y la ira reventando como truenos dentro de mi cabeza. A punto de estallar por la cólera, llamé a todos los amigos  de Esteban, tratando de saber de él, y ellos obviamente, trataron de salvarlo del huracán que se le avecinaba, pero, afortunadamente, no faltó un despistado que me dio una evidencia: la pizzería de la esquina de su casa, donde lo había visto  varias veces, justamente los últimos días viernes. Qué coincidencia ¿no?

  Iracunda como estaba me encaminé hacia allá, con la seguridad de que Esteban jugaba con mis sentimientos, se reía de mí y a mis espaldas sostenía amoríos con alguna tipa, sin imaginar, ni por asomo, que era ni más ni menos que mi mejor amiga.

   Y, en efecto, lo vi infraganti. Él estaba allí, riendo, celebrando, haciendo bromas, muy acaramelado con una chica, junto a una de las mesas de la pizzería. Me acerqué sigilosamente para cerciorarme y me escabullí en el gentío que formaba largas filas haciendo su pedido. Habían muchos tipos enormes que me quitaban la visibilidad y tuve que empinarme para tratar de ver algo. Meneando la cabeza fui distinguiendo la cabeza grande de Esteban que parecía un globo, sus pelos revueltos, escuché su risa siempre estruendosa y la risita de una mujer que me pareció conocida, una tonadita pícara, traviesa y de niña consentida.

   Entonces con la seguridad de que Esteban me engañaba me le enfrente y ¡plop! me encontré cara a cara no solo con él sino también ¡¡¡con mi mejor amiga, Pamela!!!

   Ya se imaginarán. Quedé boquiabierta, estupefacta, pasmada y dolida. Mi quijada rodó por los suelos, mis pelos se erizaron, empalidecí de pronto y mis ojos se encharcaron de lágrimas. Todo podía soportarlo menos ver a Esteban y Pamela juntos. Él le tenía las manos tomada y se quedó tan o más lívido que yo.

   Y se imaginarán también lo que hice. Hecha una furia, tomé los vasos de gaseosas que bebían y se los aventé a los dos, bañándolos de espuma. Ellos quedaron aún más sorprendidos con mi reacción. -Son unos canallas-, les dije echando humo de mis narices y dándome media vuelta, con mi naricita alzada y haciendo eles con mis manos, meneando las caderas como un barco a la deriva, los dejé allí estupefactos sin saber qué decirme o qué hacer después de haber sido sorprendidos con las manos en la masa.

   No fue la primera vez, sin embargo, que me engañaban. Raúl, al que quería mucho, del que estaba muy enamorada, al que pensaba noble y apasionado, resultó un mujeriego empedernido y descubrí muy tarde que yo era tan solo  "una más" en su larguísima lista de conquistas.  Lo peor que él me había dicho un millón de veces que yo era "única en su vida" y que no había nadie más detrás mío. Y como una pobre tonta, le creí.

   Mis amigas ya me habían advertido de Raúl que era un play boy, fanático de las mujeres, tanto que  le gustaban hasta las maniquíes de los escaparates, pero yo me había enamorado perdidamente de él. Es que era muy guapo, alto, fornido, con muchos músculos, la barbita sexy y varonil rodeando su mentón y la mirada dulce y cariñosa, poética y romántica. Ay, yo estaba rendida a ese hombre y bastaba que me mirara o me sonriera para que me derritiera como una barra de mantequilla.

   Yo lo besé primero porque no podías soportar los fuegos que calcinaban mis intimidades. Yo era una gran incendio por su culpa, lo soñaba desnudo, lo deseaba a gritos y por eso, cuando una noche estábamos solos en el parque, me colgué de su cuello como una araña y lo besé tan apasionada que Raúl quedó obnubilado, perplejo y si reacción. ¡¡¡Qué deliciosa su boca!!! En un santiamén quedé ebria de pasión, completamente excitada y extasiada y terminamos haciendo el amor en un hotelucho de mala muerte porque, ya les digo, yo era un incendio y, pues, no me resistí en absoluto para que me haga suya. Fui fácil presa de sus impulsos, conquistando todas mis delicias en un santiamén.

   Fue una velada delirante. Quedé rendida y  obnubilada por sus besos y caricias, tatuando mis curvas, mis pechos, mi ombligo, mis sentaderas y hasta los rincones más lejanos de mi deliciosa geografía dejando bandera de sus incontrolables ansias. Tal fue el eclipse en quedé sumida que le mordí el cuello, me arranché los  pelos y aullé convertida en una mujer lobo mientras él alcanzaba mis máximas fronteras con su desbordante ímpetu.

    Iniciamos un tórrido romance, de mucho fuego y besos, llevándome Raúl siempre a las estrellas con sus caricias tan varoniles que me subyugaban, sin embargo él no tenía la misma pasión que yo tenía, porque tal igual me estremecía y rendía a su encanto, otra larga lista de mujeres sucumbían a su magia eclipsándolas igual o más que yo.

    No fue difícil descubrirlo.  Una noche que él se quedó dormido después de una intensa faena romántica,  me alcé ebria de pasión,  humeando aún de tanta éxtasis y de pura curiosidad tomé su móvil que aparecía en uno de los bolsillos de su pantalón regado al pie de la cama. La decepción la sentí como un golpe seco en medio de la cara: su celular estaba lleno de selfies y fotos de sus incontables conquistas y en todas las imágenes estaba él muy acaramelado con esa harem de muchachas a las que sometía con su avasalladora masculinidad de dios helénico.

    Me vestí tranquila, me hice un moño con mi pelo, me fui de puntitas al baño para no despertarlo, llené un balde de agua fría y se la lancé encima, haciéndolo gritar igual si le hubieran pisado un callo.

    Nunca más volví a verlo en mi vida.

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