Capítulo 4

  Mi primer enamorado fue Jairo.  Yo solo tenía dieciocho años. A él le gustaron mis ojos grandes y pardos, mis pelos muy negros, mi figura armoniosa y por supuesto mis piernas bien torneadas que se evidenciaban en los leggins siempre muy ceñidos que tanto me gustaban llevar.

   -Soy Jairo, estudio contigo, ¿cómo te llamas?-, me preguntó esa tarde cuando terminó la clase. Yo ya lo había visto, sabía que se llamaba así, que era nuevo, muy flojo, bastante distendido y distraído, un mal alumno,  que tenía malas notas y que le hacía conversación a todas las chicas. 

  -Andrea Povilaityté -, le dije. Él quedó boquiabierto, sin entender nada, completamente turbado y pasmado, incluso desorbitó los ojo con mi extraño nombre. -¿Qué?-, balbuceó hecho un tonto. Me dio risa su incredulidad. -Andrea, no más -, le repetí entonces, riéndome.

   Eso me enamoró. ¿No les digo? Todo me enamora. Me olvidé que Jairo era un mal alumno, que flirteaba con mis otras amigas, que era flojo y distendido y quedé prendada de su asombro, apenas le dije mi apellido.

  No pasaron ni dos días cuando ya estábamos besándonos, muy apasionados, febriles y vehementes, escondidos en las sombras del desván, junto a las escobas, los baldes y los trapeadores de la facultad. Yo no pude resistirme a él porque me encantaba, me seducía su forma de ser, tan distendido y distraído y me excitaba que fuera muy flojo y sacara malas notas en todos los cursos. Eso me hacía eufórica, una antorcha y entonces ardía en llamas, sintiendo sus caricias, deleitándose con mis curvas, quebradas y redondeces. Él se aficionó muchísimos a mis besos, al deífico vino de mis labios y se olvidó de mis amigas. Yo me convertí en su mundo. Me adoraba, me idolatraba y me convertí, de repente, en el amor de su vida.

   Pero duramos poco, creo dos meses. Los padres de Jairo eran ilegales, tenían problemas de documentos y fueron expulsados del país. Yo no lo sabía, Llegué a clases, como siempre, brindando como una conejita, lanzando mis pelos al aire, ansiosa de verlo y besarlo, pero encontré su carpeta vacía.

   -Jairo se fue, Andrea, anoche regresó a su país-, me dijo Leonela, mi compañera de carpeta.

   No les miento. Estuve dieciséis días seguidos sin dejar de llorar, de aventar a las paredes mis peluches, romper mis cuadernos y maldecir mi suerte. Mi madre, preocupada me llevó donde un psicólogo y él me dijo lo mismo que la directora: que yo era demasiado enamoradiza y caprichosa y que me aferraba demasiado al amor, que era una chica sensible en extremo.

   Luego, cuando pude olvidar a Jairo, me enamoré de Ferdinand o mejor dicho él se enamoró de mí. Yo le gustaba mucho, creo demasiado. Se obsesionó conmigo. No quería que nadie se me acercara  y me trataba como si fuera su propiedad, completamente suya.

-Tú me perteneces, Andrea-, me dijo esa tarde. Yo no lo entendí, pero después Leonela me aclaró por qué de esa aseveración que me pareció muy machista e intimidante. -Ferdinand golpeó al chico de la tienda que estaba frente a mi caso porque te sonrió cuando fuiste a comprarle azúcar y fideos-, me contó por el w******p.

    Gustav, el muchacho que atendía en la tienda, siempre me sonreía y era amable, gentil y coqueto conmigo. No sé si yo le gustaba pero siempre me preguntaba cosas y nos reíamos mucho. -¿De donde es es tu apellido, Povilaityté?-, me preguntaba divertido, achinando sus ojitos. -Es lituano, yo soy de allá-, arrugaba coqueta mi naricita. Pero Ferdinand había estado viendo, a escondidas, qué es lo que hacía yo, y por eso cuando me fui de regreso a la casa, entró a la tienda  hecho una tromba y sin más ni más le metió un puñetazo a Gustav, rompiéndole la boca. Yo no sabía eso.

    -Lo siento pero no salgo con abusivos y malvados-, le dije, entonces, a Ferdinand, cuando terminamos nuestra relación. Él se molestó mucho y me amenazó enojado, me advirtió que yo sería tan solo suya y que golpearía a cuanto enamorado se me cruzara en mi camino.

    Pero el destino hizo que nos mudáramos esa misma semana, a otra ciudad. Mi padre había conseguido un importante puesto en una gran compañía y con mi madre ya habían alistado la mudanza y vendido la casa sin que yo supiera nada. Cuando llegué a la casa, papá y mamá me esperaban con las maletas listas y el camión de mudanza estacionado en la puerta. -Nos vamos hija-, me dijeron.

    Ferdinand cuando se enteró de que me había marchado a otra ciudad, montó en cólera, se la emprendió contra nuestra antigua vivienda, reventando los ventanales y pateando las puertas, hasta que la policía se lo llevó detenido. Eso me contó Leonela por el whatasapp.   

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