Capítulo2
María se apresuró a beber el contenido de su copa. Después de compartir tantos años juntos, jamás se le había pasado siquiera por la mente que Miguel pudiera serle infiel. La simple imagen de él enredado entre las sábanas con otra mujer le hizo sentir una fuerte punzada de dolor en el pecho.

—Yo creo que te ama mucho, no parece ser un hombre que te engañaría. ¿Podría haber sido un malentendido?

María soltó una risa amarga.

—Lo vi con mis propios ojos. ¿Cómo podría ser un malentendido?

Ambas se quedaron en silencio. Viendo a María beber una copa tras otra, como si su vida dependiera totalmente de ello, Lucía no pudo evitar quitarle la copa de la mano.

—Incluso, si realmente te engañó, no deberías castigarte ahogándote en alcohol de esta manera. ¿Qué... qué piensas hacer ahora?

—Divorciarme, por supuesto. El solo pensar en verlo en la cama con esa mujer me da náuseas.

Mirando sus ojos enrojecidos llenos de resentimiento, Lucía se sintió muy triste por su amiga.

—Por ahora trata de no pensar en eso. Necesitas descansar un poco y calmarte antes de decidir qué hacer. Déjame llevarte a casa.

—No... no quiero volver allí —negó María, rechazando el ofrecimiento de su amiga.

Volver a esa casa solo le haría revivir, una y otra vez, las escenas de la infidelidad de Miguel, lo que no haría más que volverla loca.

Viendo la obstinación de María, Lucía decidió no insistir, por lo que propuso:

—Entonces, te reservaré una habitación de hotel.

Después de hacer la reserva, Lucía llevó a María directo al hotel, en donde le preguntó:

—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe a tu habitación?

—Está bien, deberías ir a casa y descansar —respondió María, negando con la cabeza.

Acto seguido, se despidió de Lucía con su tarjeta llave y se adentró en el hotel. Viendo que los pasos de María eran firmes, Lucía finalmente se sintió aliviada y se alejó en su coche, tras asegurarse que su amiga estaba dentro.

Sin embargo, lo que Lucía no sabía era que cuando María estaba ebria, no parecía diferente de lo habitual. A primera vista, parecía estar sobria, pero su mente en realidad estaba sumergida en una completa neblina.

Rápidamente, María entró al elevador con su tarjeta llave, tras lo cual la deslizó un poco, y las puertas se cerraron antes de comenzar a ascender.

Pronto, sonó un timbre, antes de que las puertas del ascensor se abrieran al instante.

Al pisar la alfombra del pasillo, las piernas de María flaquearon y estuvo a punto de caer.

Apoyándose en la pared, se frotó un poco las sienes adoloridas mientras avanzaba por el pasillo, revisando, uno a uno, los números de las habitaciones.

Los efectos del alcohol comenzaban a acrecentarse, haciendo que su visión se nublara. Cuando vio el número 8919, acercó su tarjeta llave a la puerta con cuidado.

Al ver que la puerta no se abría, frunció el ceño, algo inquieta, y extendió la mano para empujarla, cuando de repente la puerta se abrió hacia adentro.

María se quedó paralizada, siendo tomada por sorpresa.

Antes de que pudiera reaccionar, una mano grande la jaló directo hacia la oscuridad.

¡Bang!

La puerta se cerró de golpe, cortando la luz del pasillo.

Rápidamente, fue acorralada contra la puerta, sintiendo la presencia dominante del hombre mientras su cálido aliento le hacía cosquillas la oreja, haciéndola estremecer sin querer.

Un aroma a pino extrañamente familiar la golpeó, pero, antes de que pudiera procesar esta información, sintió unos cálidos labios contra los suyos.

—Hum... —gimió María, al darse cuenta de lo que estaba pasando, y luchó con todas sus fuerzas, intentando liberarse.

Pero el hombre era mucho más fuerte, y con todo el alcohol en su sistema, sus manos empujando contra su pecho eran muy débiles e ineficaces.

El toque ardiente de aquel sujeto recorría su cuerpo, dejando rastros de calor dondequiera que la tocara, lo que también lograba que la resistencia de María comenzara a desvanecerse.

María intentó empujarlo, pero él se anticipó con agilidad a sus movimientos, inmovilizándole las manos sobre la cabeza.

—Déjame... Hum... Déjame ir...

El hombre soltó sus labios y rio suavemente.

—No hay necesidad de hacerse la difícil.

Los dedos del hombre recorrieron lascivamente su cuello, provocándole escalofríos. El calor que emanaba de su cuerpo parecía derretirla, haciendo que sus piernas flaquearan al instante. En la penumbra, María sentía todo con mayor intensidad. Notó cómo él desabotonaba su blusa, poco a poco, botón por botón y la boca se le secó mientras una última chispa de lucidez le advertía que la situación se estaba tornando cada vez más peligrosa.

—¡Suéltame! —exclamó y lo empujó con todas sus fuerzas.

Sin embargo, lo único que logró fue que él la levantara en andas y la arrojara sobre la cama.

La cama era suave, así que no le dolió, pero el fuerte impacto hizo que su cabeza le diera más vueltas.

María luchó por levantarse, pero una figura alta la presionó hacia abajo.

Pronto, le quitó la ropa, dejándolos a ambos desnudos, tras lo cual, el hombre se apretó contra ella, listo para actuar.

Su presencia abrumadora la hizo temblar de forma descontrolada. Instintivamente, María colocó sus manos en el pecho de él, mordiéndose el labio con fuerza para obligarse a mantener la calma y la claridad mental.

—Señor, creo que he entrado en la habitación equivocada. Por favor, déjeme ir... —dijo con la voz temblando por el nerviosismo.

—¡Vaya! —La voz del hombre era impaciente y su tono era perverso. —¿Ya tuviste suficiente de juegos?

Antonio López estaba a punto de levantarse y decirle que se largara cuando de repente las luces se encendieron, ya que María había golpeado accidentalmente el interruptor mientras forcejeaba.

La repentina claridad hizo que Antonio entrecerrara los ojos. Cuando vio a la mujer aterrorizada debajo de él, su expresión cambió drásticamente.

María también reconoció a Antonio de inmediato. Su rostro perdió todo el color y la conmoción alejó todo rastro de ebriedad, de manera instantánea.

No había imaginado ni por un momento que el hombre que casi la había agredido sexualmente era Antonio López el tío de Miguel.

—Tío...

María siempre le había tenido algo de miedo a Antonio. Era el hijo menor de la familia López, muy mimado por sus padres —los abuelos de Miguel, Diego y Rafaela—. Su temperamento era bastante volátil y seco, por lo que nadie, ni siquiera la familia López, se atrevía a provocarlo.

Cuando María se había casado con Miguel y había visitado a los miembros de la familia López por primera vez, Miguel le había advertido que no interactuara demasiado con Antonio.

—¡Cállate!

La expresión de Antonio de total desagrado mientras observaba a María con una mirada de rabia, como si estuviera contemplando la posibilidad de silenciarla de forma permanente.

Sin embargo, cuando sus ojos se posaron en el pecho desnudo de la mujer, su mirada se oscureció al momento, y rápidamente la apartó, levantándose de la cama de inmediato.

—¡Vístete y lárgate! —ordenó con desprecio.

Cuando Antonio se puso de pie, la mirada de María cayó sin querer donde no debía, quedándose paralizada por un momento, antes de desviar los ojos torpemente, sintiendo cómo sus orejas se enrojecían.

Al ver su rostro sonrojado, la expresión de Antonio se tornó aún más severa.

—¿Te vas o no?

A toda prisa, María recogió su ropa, poniéndosela de cualquier manera, y, corriendo, salió de la habitación, sin mirar atrás.

No fue sino hasta que estuvo en el pasillo que se atrevió a mirar el número de la habitación, comprendiendo por qué Antonio la había acusado de estar jugando.

¡No era la 8919, sino la 8916!

Definitivamente, había entrado en la habitación equivocada y casi había terminado en la cama con el tío de su marido...

Pensando en eso, el dolor de cabeza que sentía por la resaca se intensificó.

Si tan solo hubiera dejado que Lucía la acompañara a la habitación, aquello nunca habría sucedido.

Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse...

Dentro de la habitación, después de que María se fue, el rostro de Antonio se oscureció mientras hacía una breve llamada telefónica.

—¡Borra todas las grabaciones de seguridad de esta noche del Hotel Lotus!

Después de dar la orden, Antonio notó las sábanas desordenadas y encendió un cigarrillo con calma, mientras frustración se agudizaba en sus ojos haciéndose.

Casi se había acostado con la esposa de su sobrino. Vaya lío en el que se había metido.
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