Nicola
Lorenzo estaba sentado a mi lado en el auto, con la carpeta en las manos y su habitual expresión seria.
—Como te dije, perdimos un cargamento anoche —dijo, revisando los informes.
Por suerte, apenas regresé, Renzo había decidido no unirse a nosotros.
Ese maldito imbécil... A veces me preguntaba por qué carajos no lo había matado apenas lo conocí. Pero, claro, mi esposa tuvo mucho que ver. Eso es lo que pasa cuando tú mujer crece y es entrenada junto a un idiota como él. Además de ser el hermano perdido de tu mano derecha.
El muy desgraciado sabía que le dispararía apenas lo viera, así que se inventó una excusa de los gemelos y un partido de fútbol.
Suspiré, siempre había algo que solucionar. Siempre había alguien dispuesto a probar su suerte contra los Moretti.
—¿Cuánto? —pregunté, con la voz baja.
—Cuarenta por ciento —respondió Lorenzo, sin apartar la mirada de los documentos.
Mis dedos tamborileaban contra el apoyabrazos de la puerta. El cuarenta por ciento no era una pérdida accidental. Eso era un mensaje.
—¿Y los responsables?
Lorenzo levantó la carpeta y la colocó sobre mi regazo. La abrí con calma, revisando los nombres que aparecían en las primeras páginas.
—Angelo Ricci y Carlo Santoro —dijo, señalándome las fotos en los documentos. —Ellos y tu doble estaban a cargo de supervisar la operación. Dijeron que fue un error, pero no creo que necesites escuchar su versión.
—No, no la necesito —respondí, cerrando la carpeta con un golpe seco.
El auto dio un giro cerrado al llegar al puerto. Las luces de los barcos iluminaban las aguas oscuras, mientras el ruido constante de los motores y las voces de los trabajadores se escuchaban distantes por todo el lugar. El conductor estacionó cerca de uno de los almacenes y apagó el motor.
—¿Están aquí? —pregunté, sin mirar a Lorenzo.
—Sí. En un área apartada, como pediste.
Abrí la puerta, bajé del auto para recibir la bienvenida del aire frío, junto al olor de la sal y aceite quemado.
A lo lejos, los trabajadores se movían entre los contenedores y las grúas, sin siquiera imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.
Lorenzo caminaba a mi lado en silencio mientras nos dirigíamos al lugar acordado.
El cobertizo, que por fuera parecía que se derrumbaría, tenía debajo uno de los mejores sótanos para tortura de la ciudad. Aunque claro, no era mejor que el que tenía en casa.
La poca luz apenas permitía distinguir los rostros de los dos hombres arrodillados frente a nosotros.
Los dos posibles traidores estaban con las manos atadas detrás de la espalda, la cabeza baja y los cuerpos tensos. Dos de mis guardias estaban detrás de ellos, firmes, con las armas listas.
Me detuve frente a los prisioneros y me tomé un momento para observarlos. El terror se podía respirar en el aire, ese tipo de miedo que te hacía temblar las rodillas y te secaba la boca.
Una sola vez en mi vida lo había sentido, con tal intensidad, que estuve a segundos de darme un tiro en la cabeza. El día que creí que había perdido a Valentina.
—Angelo. Carlo —dije, dejando que la dureza de mi voz los intimidara. —¿Pueden explicar por qué el cuarenta por ciento de mi cargamento desapareció bajo su vigilancia?
Angelo levantó la cabeza primero. Su rostro estaba cubierto de sudor, y sus labios temblaban mientras intentaba hablar.
—Don Moretti... yo... no fue mi culpa. Fue un error...
Sonreí, pero no era una sonrisa amable.
—¿Un error? —repetí, sacando con calma la Glock negra, equipada con un silenciador. La sostuve con firmeza, como una extensión de mi mano. —Déjame explicarte algo, Angelo. En mi mundo, los errores no existen. Solo las decisiones.
Angelo comenzó a temblar. Su respiración era rápida y entrecortada.
—¡Por favor, Don! ¡Yo no hice nada! ¡Lo juro!
Incliné la cabeza, como si estuviera considerando sus palabras. La comisura de mi labio se levantó con una media sonrisa despiadada. No dudé al levantar el arma, mucho menos en apretar el gatillo.
La bala atravesó el cráneo de Angelo, un tiro limpio y certero, su cuerpo cayó hacia atrás con un golpe seco.
Carlo jadeó, y su respiración se volvió aún más irregular. Levantó la cabeza para mirar a su compañero, pero luego la bajó de nuevo, como si evitar mi mirada pudiera salvarlo.
Me giré hacia él, con la pistola aún en la mano.
—Carlo... espero que tengas una mejor respuesta.
—¡Yo no me robé nada! —lloró, las lágrimas y los mocos cayendo por su rostro. —Yo solo... seguí sus órdenes...
Me acerqué a él con una lentitud que solo lo hacía sudar más, sin apartar la pistola de su cabeza.
—Entonces dime quién lo hizo —dije, con calma.
—No sé... no sé quién fue... pero usted estaba ahí... dejó a cargo a alguien más... —respondió, su voz apenas era un susurro.
Solté un suspiro de frustración por los errores de mi maldito doble.
—No sabes.
Hice una señal a los hombres detrás de él.
—Llévenselo. Tal vez en otro lugar recuerde algo útil.
Los hombres lo levantaron de los brazos y comenzaron a arrastrarlo hacia el cobertizo. Carlo seguía suplicando, su voz temblando, pero yo ya no lo escuchaba.
Guardé la pistola en mi chaqueta y me giré hacia Lorenzo, que había estado observando todo con los brazos cruzados.
—Quiero respuestas antes de que caiga la noche —dije.
Lorenzo asintió, sin necesidad de preguntas.
—Las tendrás.
Sabía que esto era solo el comienzo. Nadie me robaba. Nadie me desafiaba. Y si había alguien detrás de esto, pronto lo descubriría.
Caminé de vuelta al auto, y me subí al asiento trasero. Apenas cerré la puerta, apoyé la cabeza en el respaldo.
Mis guardias, sentados a mí lado, permanecían en silencio, atentos a cualquier movimiento fuera del vehículo. El chófer conducía con calma, sabía que no estaba de humor para errores.
Entonces sonó el teléfono.
Sentí cómo mi cuerpo se tensaba, el mismo instinto que siempre me decía que algo podía ir mal. Uno de mis hombres me pasó el teléfono sin decir una palabra.
Miré la pantalla. Era el número de Valentina.
El aire se volvió más pesado.
—Detén el auto —ordené al chófer.
El vehículo frenó junto a la acera. Mis dedos dudaron un segundo antes de deslizarse sobre la pantalla.
—¿Qué pasó? —pregunté al contestar, mi voz más fría de lo que pretendía.
Pero no era Valentina quien respondió.
—¡Papá!
La dulce y aguda voz de mi pequeña, estaba cargada de esa energía inagotable que parecía desafiar cualquier hora del día.
—Principessa —dije, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué haces con el teléfono de mamá?
—Lo encontré en la mesa. ¿Por qué no contestaste antes? —dijo con un tono acusador.
—Estaba ocupado. ¿Todo está bien?
—¡Sí! Todo está bien, pero... —dudó un momento—. ¿Tardas mucho en volver?
—¿Por qué preguntas?
—Porque... —alargó la palabra, poniendo ese tono melodramático que siempre usaba cuando quería algo. —¡Porque dijiste que hoy me contarías un cuento antes de dormir!
No pude evitar soltar una risa baja.
—¿Y me llamaste solo para eso? Pensé que había pasado algo importante.
—¡Es importante! —exclamó, con indignación. Podía imaginarla ahora mismo, con las manos en las caderas y ese ceño fruncido que me resultaba imposible tomar en serio.
—Principessa, ya estoy de camino a casa. Estaré allí en menos de diez minutos.
—¿De verdad? ¿No te vas a tardar más?
—Papá nunca te ha mentido —respondí, sonriendo. —¿Y tú estás lista para dormir?
—Mmmm... no todavía. Pero puedo estarlo si me prometes un cuento.
—¿Cuál quieres? —pregunté, fingiendo estar completamente rendido a sus demandas, aunque en realidad siempre lo estaba.
—Uno de princesas.
—¿De princesas? —repetí, fingiendo sorpresa.
—Sí, pero de las que saben pelear.
Fruncí el ceño, pero mantuve la voz relajada.
—¿Princesas que saben pelear? ¿De dónde sacaste eso?
—Lo leí en un libro —dijo demasiado rápido.
Era una mentira, pero decidí no presionarla.
—Está bien. Cuando llegue a casa, te contaré uno de princesas que saben pelear. Pero solo si estás lista para dormir cuando llegue.
—¡Prometido! —respondió con entusiasmo.
Hubo un silencio breve al otro lado de la línea. Entonces su voz volvió, pero más dulce
—Te quiero, papi —dijo, con ese tono suave que siempre me desarmaba por completo.
Cerré los ojos y sonreí.
—Yo también te quiero, principessa.
Me quedé mirando el teléfono por un momento más, pensando en todo lo que el destino me había regalado.
Vittoria es el milagro más grande de nuestras vidas. Después de lo que Alessandro le había hecho a Valentina... Y casi perderla en el parto de nuestra pequeña, la idea de tener otro hijo se volvió impensable.
—¿Todo bien, señor? —preguntó el chófer, girándose para mirarme por el retrovisor.
—Sí —respondí, enderezándome en el asiento. —Sigue conduciendo.
Valentina La mesa de nuestra cocina estaba abarrotada de objetos. Estaba segura de que, a simple vista de esta escena, habría aterrorizado a cualquiera que entrara sin previo aviso. Unas dagas, un par de cuchillos más pequeños y otros más grandes estaban alineados en perfecta simetría. Y en el centro de todo, un pollo desplumado, medio cortado sobre una tabla de madera.Podría estar haciendo esto en el sótano, pero con mi compañía actual... Además, no quería que mi esposo me volviera a regañar por estar amenazando a nuestro personal.Me recosté en la silla y observé a mi hermosa niña, que estaba al otro lado de la mesa. Ella estaba muy concentrada, su rostro serio mientras sostenía un cuchillo más pequeño entre sus dedos. Sus manos, aunque aún eran un poco torpes, se movían con agilidad. Podía ver la habilidad que poseía, incluso más de la que yo tenía a su edad. Me sorprendí como lograba hacerlo con tal naturalidad.—Recuerda lo que te dije —le señalé, inclinándome hacia adelant
GennaroEl mármol estaba frío, pero vacío. No había un cuerpo debajo, solo un nombre grabado en piedra. Alessandro Russo. Habían pasado años desde que lo asesinaron, pero para mí, parecía que había sido ayer.No hubo entierro, ni despedida. No quedó nada de él, ni siquiera un pedacito dentro de este lugar donde venía a llorarlo, a buscar su consejo. Los Moretti se aseguraron de borrarlo de la faz de la tierra, de reducir hasta sus huesos a cenizas. Pero mi madre y yo levantamos este lugar, este rincón en un cementerio olvidado, porque un hombre con la grandeza de Alessandro merecía ser recordado. Su vida no podía quedar en el olvido.Pasé la mano por las letras grabadas, siguiendo las curvas del nombre, como si hacerlo pudiera traerlo de vuelta. No había flores alrededor. Solo una rosa que traje yo, como siempre. Me agaché y la dejé junto a la base de la lápida. Mi madre habría hecho lo mismo si estuviera viva. Ella tenía la costumbre de traer flores frescas, de murmurar oracion
BiancaEl delicioso olor a la salsa de tomate y la música suave de fondo, eran mi única compañía en la cocina.Estaba revolviendo la salsa, cuando la música se cortó por una llamada entrante. El identificador mostraba que era mi marido el que estaba llamando.—¿Dónde estás? —le pregunté sin saludarlo.—En el puerto —respondió con ese tono neutral suyo que me sacaba de quicio.—¿Eso significa que no vienes a cenar? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.—No. Va a ser una noche larga. No me esperes despierta.—¿Por qué no me sorprende? —respondí con frustración.Lorenzo suspiró al otro lado de la línea, como si no tuviera tiempo para lidiar con esto.—Bianca, no tengo opción.—Siempre es la misma respuesta —dije, molesta, sin ganas de seguir hablando.El silencio al otro lado de la línea solo incrementaba mi rabia.—Haz lo que quieras, Lorenzo. ¡Total, siempre lo haces!Colgué sin darle oportunidad a responder.—Mami, ¿pasó algo con papi?La voz de Damiano me hizo girar. Estaba en l
Vittoria La consola que había recibido Dami para su cumpleaños hacía unos días seguía siendo la atracción principal cada vez que nos juntábamos.La pantalla del televisor frente a nosotros brillaba con el videojuego de carreras de autos, pero nadie estaba concentrado en el juego. La habitación estaba más silenciosa de lo normal, lo que era raro considerando que Augusto y Marcello estaban con nosotros.Estaba sentada entre Damiano y Marcello, mientras Augusto estaba medio acostado sobre una almohada a mi izquierda. Ninguno hablaba mucho, solo presionábamos botones de manera automática.—¿Qué pasa con ustedes? —pregunté después de unas partidas, dejando caer el control sobre mi regazo.Damiano me miró de reojo, apretando el control entre sus manos.—Nada —murmuró.—Sí, claro, “nada” —respondí, alzando una ceja. —Están tan callados que hasta la tele hace más ruido que ustedes.Augusto soltó un suspiro y dejó caer el control al suelo.—Es que... —empezó, pero se quedó callado, mirando a
RenzoEl puerto estaba desierto a esta hora, excepto por los guardias de turno que hacían rondas.No importaba cuántas veces viniera aquí, siempre sentía que el puerto tenía vida propia.Me estacioné cerca de la oficina, apagando el motor del coche. Miré mi teléfono una última vez. Gabriella había mandado un mensaje corto hace una hora: "Me quedo en casa de Bianca esta noche con los niños. No te mueras trabajando."Resoplé mientras salía del auto. No podía prometerle eso. Sabía que había problemas en el puerto, y como capo principal, tenía que estar aquí. Lo que no esperaba era encontrarme con un Nicola gruñoncito.—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dije, cerrando la puerta detrás de mí.Lorenzo levantó la vista con su expresión habitual: serio, calculador, sin mostrar emoción. Nicola, por su parte, me miró por un segundo, su ceño fruncido como si mi sola presencia lo molestara. Nada nuevo.—¿Qué haces aquí? —gruñó.—¿Qué qué hago aquí? —repetí, dejando caer las llaves sobre la mesa y
Valentina Dami iba callado, mirando por la ventana, mientras Vittoria no dejaba de hablarle sobre algo que tenían que ensayar para la escuela.—Tienes que practicarlo otra vez —le decía, con ese tono autoritario que había heredado de su padre—. Es importante.Damiano solo asentía de vez en cuando, mientras su atención parecía más interesada en el paisaje que pasaba por la ventana.A mi lado, Bianca suspiró y se acomodó en el asiento, cruzando las piernas.—¿Siempre es así de intensa? —me preguntó en voz baja, señalando a Vitto con un movimiento de la cabeza.—Siempre —respondí, sin poder evitar una sonrisa. —Es la hija de Nicola. No sabe ser de otra manera.El otro coche nos seguía de cerca, con Gabriella y los gemelos dentro. Augusto y Marcello siempre estaban juntos, un par de pequeños tornados que no sabían el significado de la palabra calma. Podía imaginar a Gabi negociando con ellos para que se comportaran, algo que nunca lograba con éxito. Los niños no eran malos, habían nacid
Nicola El mar se extendía hasta el horizonte, un azul profundo que se mezclaba con el cielo despejado. La brisa acariciaba los rizos oscuros de Vittoria, que se tambaleaba de emoción frente a su pastel. Su vestido blanco ondeaba con la misma energía que ella contenía mientras cantábamos “Tanti auguri a te.” Su sonrisa iluminaba todo el lugar, y su risa, cuando terminó la canción, me golpeó en el pecho como un latido más fuerte de lo normal.—Sopla las velas, principessa, —le dije, inclinándome un poco hacia ella, con las manos en mis rodillas.—¡Pero quiero pedir tres deseos! —protestó, inflando las mejillas.—Tres, ¿eh? —intervino Valentina, su voz suave y cálida. A mi lado, mi esposa tenía esa expresión serena y vigilante que solo mostraba cuando se trataba de nuestra hija.—¡Sí! Uno para mamá, uno para papá y uno para mí, —declaró Vittoria antes de soplar las velas con fuerza.Aplaudimos al unísono, y ella rió mientras se lanzaba sobre sus regalos como si fueran un tesoro reci