Capítulo 2

Nicola 

Lorenzo estaba sentado a mi lado en el auto, con la carpeta en las manos y su habitual expresión seria.

—Como te dije, perdimos un cargamento anoche —dijo, revisando los informes.

Por suerte, apenas regresé, Renzo había decidido no unirse a nosotros. 

Ese maldito imbécil... A veces me preguntaba por qué carajos no lo había matado apenas lo conocí. Pero, claro, mi esposa tuvo mucho que ver. Eso es lo que pasa cuando tú mujer crece y es entrenada junto a un idiota como él. Además de ser el hermano perdido de tu mano derecha.

El muy desgraciado sabía que le dispararía apenas lo viera, así que se inventó una excusa de los gemelos y un partido de fútbol.

Suspiré, siempre había algo que solucionar. Siempre había alguien dispuesto a probar su suerte contra los Moretti.

—¿Cuánto? —pregunté, con la voz baja.

—Cuarenta por ciento —respondió Lorenzo, sin apartar la mirada de los documentos.

Mis dedos tamborileaban contra el apoyabrazos de la puerta. El cuarenta por ciento no era una pérdida accidental. Eso era un mensaje.

—¿Y los responsables?

Lorenzo levantó la carpeta y la colocó sobre mi regazo. La abrí con calma, revisando los nombres que aparecían en las primeras páginas.

—Angelo Ricci y Carlo Santoro —dijo, señalándome las fotos en los documentos. —Ellos y tu doble estaban a cargo de supervisar la operación. Dijeron que fue un error, pero no creo que necesites escuchar su versión.

—No, no la necesito —respondí, cerrando la carpeta con un golpe seco.

El auto dio un giro cerrado al llegar al puerto. Las luces de los barcos iluminaban las aguas oscuras, mientras el ruido constante de los motores y las voces de los trabajadores se escuchaban distantes por todo el lugar. El conductor estacionó cerca de uno de los almacenes y apagó el motor.

—¿Están aquí? —pregunté, sin mirar a Lorenzo.

—Sí. En un área apartada, como pediste.

Abrí la puerta, bajé del auto para recibir la bienvenida del aire frío, junto al olor de la sal y aceite quemado. 

A lo lejos, los trabajadores se movían entre los contenedores y las grúas, sin siquiera imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.

Lorenzo caminaba a mi lado en silencio mientras nos dirigíamos al lugar acordado. 

El cobertizo, que por fuera parecía que se derrumbaría, tenía debajo uno de los mejores sótanos para tortura de la ciudad. Aunque claro, no era mejor que el que tenía en casa.

La poca luz apenas permitía distinguir los rostros de los dos hombres arrodillados frente a nosotros.

Los dos posibles traidores estaban con las manos atadas detrás de la espalda, la cabeza baja y los cuerpos tensos. Dos de mis guardias estaban detrás de ellos, firmes, con las armas listas.

Me detuve frente a los prisioneros y me tomé un momento para observarlos. El terror se podía respirar en el aire, ese tipo de miedo que te hacía temblar las rodillas y te secaba la boca.

Una sola vez en mi vida lo había sentido, con tal intensidad, que estuve a segundos de darme un tiro en la cabeza. El día que creí que había perdido a Valentina.

—Angelo. Carlo —dije, dejando que la dureza de mi voz los intimidara. —¿Pueden explicar por qué el cuarenta por ciento de mi cargamento desapareció bajo su vigilancia?

Angelo levantó la cabeza primero. Su rostro estaba cubierto de sudor, y sus labios temblaban mientras intentaba hablar.

—Don Moretti... yo... no fue mi culpa. Fue un error...

Sonreí, pero no era una sonrisa amable.

—¿Un error? —repetí, sacando con calma la Glock negra, equipada con un silenciador. La sostuve con firmeza, como una extensión de mi mano. —Déjame explicarte algo, Angelo. En mi mundo, los errores no existen. Solo las decisiones.

Angelo comenzó a temblar. Su respiración era rápida y entrecortada.

—¡Por favor, Don! ¡Yo no hice nada! ¡Lo juro!

Incliné la cabeza, como si estuviera considerando sus palabras. La comisura de mi labio se levantó con una media sonrisa despiadada. No dudé al levantar el arma, mucho menos en apretar el gatillo.

La bala atravesó el cráneo de Angelo, un tiro limpio y certero, su cuerpo cayó hacia atrás con un golpe seco.

Carlo jadeó, y su respiración se volvió aún más irregular. Levantó la cabeza para mirar a su compañero, pero luego la bajó de nuevo, como si evitar mi mirada pudiera salvarlo.

Me giré hacia él, con la pistola aún en la mano.

—Carlo... espero que tengas una mejor respuesta.

—¡Yo no me robé nada! —lloró, las lágrimas y los mocos cayendo por su rostro. —Yo solo... seguí sus órdenes...

Me acerqué a él con una lentitud que solo lo hacía sudar más, sin apartar la pistola de su cabeza.

—Entonces dime quién lo hizo —dije, con calma.

—No sé... no sé quién fue... pero usted estaba ahí... dejó a cargo a alguien más... —respondió, su voz apenas era un susurro.

Solté un suspiro de frustración por los errores de mi maldito doble.

—No sabes.

Hice una señal a los hombres detrás de él.

—Llévenselo. Tal vez en otro lugar recuerde algo útil.

Los hombres lo levantaron de los brazos y comenzaron a arrastrarlo hacia el cobertizo. Carlo seguía suplicando, su voz temblando, pero yo ya no lo escuchaba.

Guardé la pistola en mi chaqueta y me giré hacia Lorenzo, que había estado observando todo con los brazos cruzados.

—Quiero respuestas antes de que caiga la noche —dije.

Lorenzo asintió, sin necesidad de preguntas.

—Las tendrás.

Sabía que esto era solo el comienzo. Nadie me robaba. Nadie me desafiaba. Y si había alguien detrás de esto, pronto lo descubriría.

Caminé de vuelta al auto, y me subí al asiento trasero. Apenas cerré la puerta, apoyé la cabeza en el respaldo. 

Mis guardias, sentados a mí lado, permanecían en silencio, atentos a cualquier movimiento fuera del vehículo. El chófer conducía con calma, sabía que no estaba de humor para errores.

Entonces sonó el teléfono.

Sentí cómo mi cuerpo se tensaba, el mismo instinto que siempre me decía que algo podía ir mal. Uno de mis hombres me pasó el teléfono sin decir una palabra.

Miré la pantalla. Era el número de Valentina.

El aire se volvió más pesado.

—Detén el auto —ordené al chófer.

El vehículo frenó junto a la acera. Mis dedos dudaron un segundo antes de deslizarse sobre la pantalla.

—¿Qué pasó? —pregunté al contestar, mi voz más fría de lo que pretendía.

Pero no era Valentina quien respondió.

—¡Papá!

La dulce y aguda voz de mi pequeña, estaba cargada de esa energía inagotable que parecía desafiar cualquier hora del día.

—Principessa —dije, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué haces con el teléfono de mamá?

—Lo encontré en la mesa. ¿Por qué no contestaste antes? —dijo con un tono acusador.

—Estaba ocupado. ¿Todo está bien?

—¡Sí! Todo está bien, pero... —dudó un momento—. ¿Tardas mucho en volver?

—¿Por qué preguntas? 

—Porque... —alargó la palabra, poniendo ese tono melodramático que siempre usaba cuando quería algo. —¡Porque dijiste que hoy me contarías un cuento antes de dormir!

No pude evitar soltar una risa baja.

—¿Y me llamaste solo para eso? Pensé que había pasado algo importante.

—¡Es importante! —exclamó, con indignación. Podía imaginarla ahora mismo, con las manos en las caderas y ese ceño fruncido que me resultaba imposible tomar en serio.

—Principessa, ya estoy de camino a casa. Estaré allí en menos de diez minutos.

—¿De verdad? ¿No te vas a tardar más?

—Papá nunca te ha mentido —respondí, sonriendo. —¿Y tú estás lista para dormir?

—Mmmm... no todavía. Pero puedo estarlo si me prometes un cuento.

—¿Cuál quieres? —pregunté, fingiendo estar completamente rendido a sus demandas, aunque en realidad siempre lo estaba.

—Uno de princesas.

—¿De princesas? —repetí, fingiendo sorpresa.

—Sí, pero de las que saben pelear.

Fruncí el ceño, pero mantuve la voz relajada.

—¿Princesas que saben pelear? ¿De dónde sacaste eso?

—Lo leí en un libro —dijo demasiado rápido.

Era una mentira, pero decidí no presionarla.

—Está bien. Cuando llegue a casa, te contaré uno de princesas que saben pelear. Pero solo si estás lista para dormir cuando llegue.

—¡Prometido! —respondió con entusiasmo.

Hubo un silencio breve al otro lado de la línea. Entonces su voz volvió, pero más dulce 

—Te quiero, papi —dijo, con ese tono suave que siempre me desarmaba por completo.

Cerré los ojos y sonreí.

—Yo también te quiero, principessa.

Me quedé mirando el teléfono por un momento más, pensando en todo lo que el destino me había regalado.

Vittoria es el milagro más grande de nuestras vidas. Después de lo que Alessandro le había hecho a Valentina... Y casi perderla en el parto de nuestra pequeña, la idea de tener otro hijo se volvió impensable.

—¿Todo bien, señor? —preguntó el chófer, girándose para mirarme por el retrovisor.

—Sí —respondí, enderezándome en el asiento. —Sigue conduciendo.

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