El Don inquebrantable
El Don inquebrantable
Por: EugeMD
Capítulo 1

Nicola 

El mar se extendía hasta el horizonte, un azul profundo que se mezclaba con el cielo despejado. 

La brisa acariciaba los rizos oscuros de Vittoria, que se tambaleaba de emoción frente a su pastel. 

Su vestido blanco ondeaba con la misma energía que ella contenía mientras cantábamos “Tanti auguri a te.” 

Su sonrisa iluminaba todo el lugar, y su risa, cuando terminó la canción, me golpeó en el pecho como un latido más fuerte de lo normal.

—Sopla las velas, principessa, —le dije, inclinándome un poco hacia ella, con las manos en mis rodillas.

—¡Pero quiero pedir tres deseos! —protestó, inflando las mejillas.

—Tres, ¿eh? —intervino Valentina, su voz suave y cálida. 

A mi lado, mi esposa tenía esa expresión serena y vigilante que solo mostraba cuando se trataba de nuestra hija.

—¡Sí! Uno para mamá, uno para papá y uno para mí, —declaró Vittoria antes de soplar las velas con fuerza.

Aplaudimos al unísono, y ella rió mientras se lanzaba sobre sus regalos como si fueran un tesoro recién descubierto. Sus pequeñas manos desataban lazos y rasgaban papeles con una mezcla de cuidado y prisa. 

Todo era perfecto. 

"Demasiado perfecto..." pensé.

Y, como si el universo quisiera recordarme que la paz no era un lujo para el Don Nicola Moretti de Cosa Nostra, el teléfono satelital vibró en mi bolsillo.

Lo saqué, sabiendo que solo una persona podía llamarme a esa línea. La pantalla mostró el nombre de Lorenzo.

Lorenzo Conti era mi consigliere. Llevaba a mi lado toda una vida, y, además de ser mi mano derecha, era mi amigo y mi cuñado, al único hombre al que le podía confiar la vida de mi hermana.

—¿De verdad? —susurró Valentina, con una ceja arqueada y esa mirada que podría haber congelado el fuego.

Levanté el teléfono, mostrándoselo.

—Tal vez es para saludar a Vitto, —intenté, encogiéndome de hombros.

—Claro, porque no puede vivir sin arruinar un momento de paz, —murmuró, rodando los ojos mientras cruzaba los brazos.

Vittoria se levantó con un brillo de emoción en sus ojos.

—¡Quiero nadar! —exclamó, saltando con entusiasmo.

Valentina y yo nos miramos y luego asentimos casi al mismo tiempo.

—Greta tiene que venir conmigo, —añadió Vittoria con un tono decidido, llamando a su niñera.

Valentina le sonrió mientras acariciaba suavemente su mejilla.

—Por supuesto, amore.

Vittoria salió corriendo hacia Greta, que ya se acercaba con una sonrisa, preparada para seguir las órdenes de la pequeña reina de la casa.

Nos quedamos solos. Aparentemente, mis hombres estaban desplegados y escondidos como fantasmas. Caminé con Valentina hasta la sombra de un árbol, desde donde podíamos ver a Vittoria jugar y chapotear en el agua. 

Ella estaba a salvo, rodeada por nuestra seguridad y el equipo de la isla, pero incluso aquí, no podía permitirme relajarme por completo.

Valentina me observó de reojo, todavía con ese aire de reproche.

—Si contestas y no es para Vittoria, te tiro el teléfono al mar, —me dijo en voz baja, aunque sus ojos seguían enfocados en nuestra hija.

Sonreí de lado y llevé el teléfono a mi oído.

—Será rápido, te lo prometo, —murmuré dándole un beso, antes de contestar la llamada.

—¿Qué pasa? —pregunté, con ese tono bajo y directo que Lorenzo conocía bien.

—Tenemos un problema con tu doble, —respondió.

Fruncí el ceño. 

Hace años que había comenzado a contratar dobles para despistar a mis enemigos, una estrategia diseñada para que pensaran que nunca descansaba, que siempre estaba alerta. 

La idea había surgido de cómo conocí a Valentina, quien alguna vez me había engañado haciéndose pasar por otra persona. 

Pero esta era una jugada táctica; los dobles solo debían parecerse a mí, actuar en eventos públicos irrelevantes y siempre bajo supervisión. 

Las decisiones importantes seguían siendo mías.

—¿Qué ocurrió con él? —dije, tratando de mantener la calma.

Del otro lado de la línea, Lorenzo dejó escapar un suspiro que solo podía significar problemas.

—Era un completo inútil, —gruñó—. La próxima vez, Nicola, enséñale a comportarse.

Fruncí aún más el ceño, sin entender a qué se refería.

—¿Qué demonios significa eso, Lorenzo?

Escuché la voz de Renzo desde el fondo, y su tono burlón me hizo tensar los hombros.

—Ahora la mayoría de tus enemigos creen que eres un mariposón, —dijo, como si estuviera contándome un chiste muy divertido.

—¿Un qué? —pregunté, mi voz subiendo un tono, llena de incredulidad y furia.

—Ya sabes, —continuó Renzo, acercándose al teléfono, disfrutando el momento—. Un traga sables.

—¡Renzo! —rugí, apretando el teléfono como si pudiera atravesar la distancia y estrangularlo.

—Está bien, está bien, cálmate, jefe, —dijo Lorenzo, interviniendo con un tono más neutral, aunque podía sentir que estaba conteniendo la risa—. Al parecer, nos encontramos al doble en medio de una entrega... chupándosela a un guardia.

Me quedé con la boca abierta y el teléfono pegado a mi oído, asimilando lo que acababa de escuchar.

—¿Qué clase de idiota...? —comencé a decir, pero las palabras se atascaron en mi garganta. 

Solté un grito de pura frustración que hizo que mi esposa se girara a verme. Fue entonces cuando ví lo que tenía.

El auricular apenas visible en el oído de Valentina brilló bajo el sol, y mi furia subió de nivel al darme cuenta de que estaba escuchando toda la conversación. 

Ella no parecía ni un poco arrepentida; al contrario, tenía esa sonrisa juguetona que me sacaba de mis casillas y me hacía perder el control al mismo tiempo.

—Amore, —dijo, inclinando la cabeza con falsa inocencia—, me aguanto que digan que me engañas con cuánta zorra se te atraviesa, pero mariconcito... ahí sí que no.

La vena en mi sien latía con fuerza. Cubrí el micrófono del teléfono y me acerqué hacia ella.

—Déjate de estupideces, —gruñí, bajando la voz para que solo ella me oyera—. Apenas se duerma Vitto, te mostraré qué tan mariconcito soy.

Su sonrisa se amplió, y antes de que pudiera responderle, Lorenzo soltó un comentario que me hizo girar los ojos.

—Imagínate lo bueno que era, que mi mujer le dio un tiro de gracia, —dijo, con esa calma que solo podía irritarme más.

—Dile a Bianca que deje de meterse en mis negocios, —respondí, apretando el puente de mi nariz con frustración—. Me tiene harto matando a mis dobles.

—Uy, jefe, no sabía que tenías tantas solicitudes para el puesto, —se burló Renzo—. Aunque, con el historial de este, parece que tus enemigos estaban muy felices de encontrarse contigo.

—Cállate, Renzo, —respondí seco, pero él no se detuvo.

—Deberías contratar a alguien que no sea tan... entusiasta, —añadió él, riéndose entre dientes—. O por lo menos ponle un manual de conducta, jefe. La próxima vez no solo cirugía plástica, enséñale a actuar menos "delicado".

—Renzo, te juro que...

—¡Oye, no es mi culpa! —interrumpió, riendo más fuerte—. Tú fuiste el que contrató a un "artista". Lo digo por lo expresivo que parece ser.

—Renzo, por Dios, cállate, —intervino Lorenzo, suspirando al otro lado—. Ya es suficiente con el show que nos dio. Todavía tengo hombres que no saben si renunciar o pedir su número.

—¡Te juro que estoy rodeado de imbéciles! —exploté.

—¿Imbéciles? No me hagas hablar de quién decidió poner un doble en medio de una entrega importante, —respondió Lorenzo con sarcasmo.

—No tengo ni el derecho de pasar unas vacaciones en familia porque ya me están jodiendo, —murmuré para mí mismo, al borde de un ataque de nervios.

Valentina, como si disfrutara al máximo mi sufrimiento, soltó otra de sus bromas.

—¡Uy, no! De verdad no puedo creer que vayas a esperar tanto... Ya me están entrando las dudas, amore.

Cerré los ojos, contando hasta diez. Pero antes de poder responder, Renzo lanzó una última broma.

—No me lo tomes a mal, jefe, pero después de esto, creo que todos vamos a empezar a mirarte raro cada vez que entres solo a una habitación con un guardia.

La paciencia que me quedaba se agotó.

—Renzo, te juro que te voy a matar, —gruñí, girándome para mirar a mi mujer.

—Últimamente tu andas muy graciosa, —dije con sarcasmo, pero ella solo me miró con una chispa peligrosa en los ojos.

—Necesito que me des más duro —murmuró, bajando la voz con intenciones claramente provocadoras—. Extraño al jóven Nicola que me amarraba y me...

No la dejé terminar. 

—En unas horas estoy allí.

Corté la llamada sin esperar respuesta, levanté a Valentina como un saco de papas y la cargué en mi hombro.

—¡Nicola! ¡Ponme en el suelo ahora mismo! —gritó, indignada y divertida, golpeando mi espalda conl as manos.

—Te gusta provocarme, ¿no? Ahora verás, amore, qué tan hombre soy y que tan duro te voy a dar —le dije mientras caminaba hacia la casa sin detenerme.

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