Capítulo 4

Gennaro

El mármol estaba frío, pero vacío. 

No había un cuerpo debajo, solo un nombre grabado en piedra. 

Alessandro Russo. 

Habían pasado años desde que lo asesinaron, pero para mí, parecía que había sido ayer.

No hubo entierro, ni despedida. 

No quedó nada de él, ni siquiera un pedacito dentro de este lugar donde venía a llorarlo, a buscar su consejo. Los Moretti se aseguraron de borrarlo de la faz de la tierra, de reducir hasta sus huesos a cenizas. 

Pero mi madre y yo levantamos este lugar, este rincón en un cementerio olvidado, porque un hombre con la grandeza de Alessandro merecía ser recordado. Su vida no podía quedar en el olvido.

Pasé la mano por las letras grabadas, siguiendo las curvas del nombre, como si hacerlo pudiera traerlo de vuelta. No había flores alrededor. Solo una rosa que traje yo, como siempre. Me agaché y la dejé junto a la base de la lápida. 

Mi madre habría hecho lo mismo si estuviera viva. Ella tenía la costumbre de traer flores frescas, de murmurar oraciones frente a esta piedra como si Alessandro pudiera escucharla. Pero ahora yo era el único que venía aquí.

Y cuando me fuera, no vendría nadie más.

—No les queda mucho tiempo —murmuré. Sentí que la rabia se revolvía en mi pecho como un animal encerrado, pero lo controlé. Siempre lo hacía. —Hoy empieza todo.

Me puse de pie y sacudí el polvo de mis manos. El viento me golpeó el rostro al girar hacia la salida. 

Nápoles fue mi hogar, pero nunca me había sentido parte de la ciudad. 

Mi madre siempre decía que éramos diferentes, que nosotros no vivíamos como los demás, que nos merecíamos más.

Y eso no era mentira.

El auto estaba estacionado justo a las afueras del cementerio. 

No era ostentoso, solo un sedán gris que no llamaba la atención. 

Marco me esperaba apoyado contra la puerta, con un cigarro entre los labios. Cuando me vio, tiró la colilla al suelo y se enderezó.

—Todo listo, jefe —dijo cuando entré al auto, sin siquiera mirarme.

No respondí de inmediato. Me subí al auto en el asiento de atrás y cerré la puerta con tranquilidad. 

Marco se sentó en el lugar del conductor mientras otros dos hombres ocupaban la parte de atrás conmigo y uno más al del copiloto.

—¿Nos están esperando? —pregunté, apoyando el codo contra la ventana.

—Sí. Palermo estará en llamas antes del amanecer.

Fruncí el ceño y dejé que mi mirada se clavara en su reflejo en el espejo retrovisor. Marco era eficiente, sí, pero a veces su entusiasmo lo cegaba. Mi voz fue más fría de lo que esperaba.

—No.

Marco giró la cabeza hacia mí, confundido.

—¿No?

Sacudí la cabeza con calma.

—No quiero caos. Esto es personal. Pero tiene que parecer un movimiento de la Camorra por el control de Palermo —dije sin levantar el tono de voz, hablando con una calma fría y controlada—. Si Nicola Moretti sospecha algo más, se encerrará en su fortaleza y será imposible alcanzarlo.

Marco pareció dudar, pero, después de pensar en lo que le había dicho, asintió. 

No discutía, y por eso lo mantenía cerca.

Había pasado los últimos siete años planeando este momento, construyendo un camino para llegar hasta él. 

Tenía hombres, armas y dinero. 

Pero no se trataba de eso. No quería solo derrotar a Nicola Moretti; quería destruirlo.

Abrí los ojos y sonreí, apenas un movimiento de labios.

—Golpeamos sus negocios. Almacenes, rutas de transporte, contactos. Lo suficiente para tambalearlo, pero sin tocar a su familia.

—¿Y la niña? —preguntó Marco, sacando el humo por la ventana.

Mis ojos se enfocaron en su rostro a través del espejo.

—Vittoria Moretti no es una niña. Es su debilidad. Pero aún no la tocaremos. Todo a su tiempo.

Marco asintió, aunque lo vi encogerse de hombros con desgano. Lo ignoré. Él no necesitaba entender.

***

Nuestra oficina en Palermo estaba en completo silencio para cuando llegamos. 

Estábamos en un lugar estratégico y nadie podría sospechar de las actividades que hacíamos allí dentro. Era un edificio con diferentes oficinas de trabajadores independientes.

Una luz amarilla colgaba peligrosamente del techo, iluminando el escritorio de madera en el centro de la oficina. 

Ahí estaban los mapas, las fotografías y los informes de todo lo que habíamos reunido sobre los Moretti.

Me acerqué, deteniéndome frente a las imágenes en blanco y negro para verlos mejor: Nicola, Valentina y Vittoria. Parecían una familia perfecta. 

El gran Don con su esposa y su hija, viviendo una vida que yo nunca tuve.

Mis ojos se detuvieron en Vittoria. 

Casi siete años. 

La misma edad que yo tenía cuando mi madre me enseñó a mantener la boca cerrada. 

Me pregunté si ella entendía lo que significaba ser una Moretti. Si sabía que el mundo que la rodeaba estaba construido sobre sangre.

—¿Está listo, jefe? —preguntó Marco desde la puerta, con los brazos cruzados.

Giré la cabeza hacia él, dejando que mi mirada fuera suficiente respuesta.

—Los Moretti me quitaron todo, Marco. Ahora les vamos a devolver el favor. Pero no será rápido. Vamos a hacerlo lento. Quiero que lo sientan.

Pasé un dedo sobre la fotografía de Nicola y dejé que cayera de nuevo sobre la mesa.

—Hoy empezamos. Esta es la primera jugada.

Salí del edificio sin mirar atrás, listo para comenzar esto. Afuera, la noche estaba en calma, pero en mi pecho, la rabia seguía ardiendo.

Había esperado años para esto. Nicola Moretti no tenía idea de lo que se avecinaba.

***

El humo de tabaco me envolvió en el segundo que crucé la puerta. El aire estaba tan pesado que me molestó, aunque no hice nada.

Caminé hasta la mesa que estaba en el centro de la sala, y me senté como si fuera el dueño del lugar. Me acomodé para que mi espalda quedara recta y cruce las piernas. 

Los líderes de la Camorra me rodeaban como buitres, observándome en silencio; algunos con curiosidad, otros con desdén.

Uno de ellos, Fabrizio, golpeó la mesa con su palma abierta, silenciando el murmullo. 

No era un jefe cualquiera; era un sobreviviente. Uno de esos hombres que habían jugado este juego durante tanto tiempo que se creían inmortales.

—Entonces, muchacho —escupió sin esconder el asco que le provoca a hablar conmigo—. ¿crees que puedes aparecer así de la nada, y exigirnos una posición? ¿Así sin más? 

Su mirada me recorrió de arriba abajo, intentando encontrar alguna fisura. Alguna debilidad que pudiera ayudarlo en su argumento de que yo no pertenecía a este lugar.

—No estoy exigiendo nada —dije, inclinándome hacia adelante. Mi voz era tranquila—. Estoy tomando lo que me pertenece.

Alguien se rió desde el otro lado de la sala. Era Alberto, un hombre bajo y rechoncho con dientes amarillos que se veían aún peor bajo la luz parpadeante de la lámpara.

—¿Tomando lo que te pertenece? —repitió entre carcajadas. —Mírate, eres un niño jugando a ser hombre. Tu padre... él sabía cómo ganarse el respeto. Pero tú...

—Mi padre está muerto —lo interrumpí sin elevar la voz, lo que fue suficiente para que las risas cesaran de golpe. —Y eso no cambia nada. Este lugar siempre fue mío, incluso antes de que naciera.

Fabrizio resopló, sacudiendo la cabeza, perdiendo la paciencia.

—Mira, chico. Te respeto por intentarlo, de verdad. Tienes agallas. Pero esto no es un juego. Está organización no es algo que puedas reclamar como si fuera un juguete. Tienes que ganártelo. Y tú... —dijo señalándome con el dedo—. No has hecho nada para demostrar que eres más que un nombre vacío.

Hubo un murmullo de apoyo entre los demás. Pude sentirlo. Ya habían decidido que yo no era digno.

Sonreí.

—¿Crees que no he hecho nada? —pregunté con la voz aún tranquila. Saqué el arma, dejando que la luz de la lámpara reflejara su brillo metálico—. Déjame mostrarte qué tan vacío está mi nombre.

Fabrizio abrió la boca para decir algo, pero no tuvo la oportunidad. 

Disparé antes de que pudiera emitir un solo sonido. El sonido de la bala hizo eco en la sala. Su cuerpo cayó hacia atrás, y con él la silla en la que había estado sentado.

Los otros hombres se levantaron de un salto, intentando tomar sus armas, pero los míos ya tenían las suyas apuntándolos. 

—¡¿Qué estás haciendo, maldito loco?! —gritó Alberto, retrocediendo un paso.

Me levanté de la silla, sosteniendo el arma con firmeza, sin rastro de emociones. 

Di un paso hacia la mesa, dejando que mis ojos recorrieran a cada uno de ellos. Podía ver el miedo en sus rostros, cómo intentaban calcular si tenían alguna posibilidad de salir de aquí con vida.

—Les di una oportunidad —dije, manteniendo el arma levantada. Mi voz era baja, cargando con el peso de su decisión—. Podría haberles dejado un lugarcito en lo que estoy construyendo. Pero eligieron reírse. Eligieron desafiarme.

Alberto levantó las manos, su rostro pálido como una hoja de papel.

—Espera... no tienes que...

Le disparé antes de que terminara la frase.

El resto fue rápido. 

No necesitaba decirles nada a mis hombres. Sabían qué hacer. 

Las balas dieron todas en las cabezas de esos hombres que decían llamarse jefes.

Para cuando todo terminó, solo quedábamos nosotros, y el silencio.

Me limpié la sangre de las manos con un pañuelo, dejando que mis ojos recorrieran los cuerpos en el suelo. 

No sentí nada. Ni culpa, ni remordimiento. Esto era necesario. 

Ellos eran el pasado. 

Yo era el futuro.

Marco se acercó a mí, bajando su arma.

—¿Y ahora qué, jefe?

Guardé mi pistola en la chaqueta y me giré hacia la salida.

—Ahora corran la voz. Que todos sepan que Gennaro Esposito está al mando. Y que el que quiera desafiarme... tendrá el mismo final.

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