Gennaro
El mármol estaba frío, pero vacío.
No había un cuerpo debajo, solo un nombre grabado en piedra.
Alessandro Russo.
Habían pasado años desde que lo asesinaron, pero para mí, parecía que había sido ayer.
No hubo entierro, ni despedida.
No quedó nada de él, ni siquiera un pedacito dentro de este lugar donde venía a llorarlo, a buscar su consejo. Los Moretti se aseguraron de borrarlo de la faz de la tierra, de reducir hasta sus huesos a cenizas.
Pero mi madre y yo levantamos este lugar, este rincón en un cementerio olvidado, porque un hombre con la grandeza de Alessandro merecía ser recordado. Su vida no podía quedar en el olvido.
Pasé la mano por las letras grabadas, siguiendo las curvas del nombre, como si hacerlo pudiera traerlo de vuelta. No había flores alrededor. Solo una rosa que traje yo, como siempre. Me agaché y la dejé junto a la base de la lápida.
Mi madre habría hecho lo mismo si estuviera viva. Ella tenía la costumbre de traer flores frescas, de murmurar oraciones frente a esta piedra como si Alessandro pudiera escucharla. Pero ahora yo era el único que venía aquí.
Y cuando me fuera, no vendría nadie más.
—No les queda mucho tiempo —murmuré. Sentí que la rabia se revolvía en mi pecho como un animal encerrado, pero lo controlé. Siempre lo hacía. —Hoy empieza todo.
Me puse de pie y sacudí el polvo de mis manos. El viento me golpeó el rostro al girar hacia la salida.
Nápoles fue mi hogar, pero nunca me había sentido parte de la ciudad.
Mi madre siempre decía que éramos diferentes, que nosotros no vivíamos como los demás, que nos merecíamos más.
Y eso no era mentira.
El auto estaba estacionado justo a las afueras del cementerio.
No era ostentoso, solo un sedán gris que no llamaba la atención.
Marco me esperaba apoyado contra la puerta, con un cigarro entre los labios. Cuando me vio, tiró la colilla al suelo y se enderezó.
—Todo listo, jefe —dijo cuando entré al auto, sin siquiera mirarme.
No respondí de inmediato. Me subí al auto en el asiento de atrás y cerré la puerta con tranquilidad.
Marco se sentó en el lugar del conductor mientras otros dos hombres ocupaban la parte de atrás conmigo y uno más al del copiloto.
—¿Nos están esperando? —pregunté, apoyando el codo contra la ventana.
—Sí. Palermo estará en llamas antes del amanecer.
Fruncí el ceño y dejé que mi mirada se clavara en su reflejo en el espejo retrovisor. Marco era eficiente, sí, pero a veces su entusiasmo lo cegaba. Mi voz fue más fría de lo que esperaba.
—No.
Marco giró la cabeza hacia mí, confundido.
—¿No?
Sacudí la cabeza con calma.
—No quiero caos. Esto es personal. Pero tiene que parecer un movimiento de la Camorra por el control de Palermo —dije sin levantar el tono de voz, hablando con una calma fría y controlada—. Si Nicola Moretti sospecha algo más, se encerrará en su fortaleza y será imposible alcanzarlo.
Marco pareció dudar, pero, después de pensar en lo que le había dicho, asintió.
No discutía, y por eso lo mantenía cerca.
Había pasado los últimos siete años planeando este momento, construyendo un camino para llegar hasta él.
Tenía hombres, armas y dinero.
Pero no se trataba de eso. No quería solo derrotar a Nicola Moretti; quería destruirlo.
Abrí los ojos y sonreí, apenas un movimiento de labios.
—Golpeamos sus negocios. Almacenes, rutas de transporte, contactos. Lo suficiente para tambalearlo, pero sin tocar a su familia.
—¿Y la niña? —preguntó Marco, sacando el humo por la ventana.
Mis ojos se enfocaron en su rostro a través del espejo.
—Vittoria Moretti no es una niña. Es su debilidad. Pero aún no la tocaremos. Todo a su tiempo.
Marco asintió, aunque lo vi encogerse de hombros con desgano. Lo ignoré. Él no necesitaba entender.
***
Nuestra oficina en Palermo estaba en completo silencio para cuando llegamos.
Estábamos en un lugar estratégico y nadie podría sospechar de las actividades que hacíamos allí dentro. Era un edificio con diferentes oficinas de trabajadores independientes.
Una luz amarilla colgaba peligrosamente del techo, iluminando el escritorio de madera en el centro de la oficina.
Ahí estaban los mapas, las fotografías y los informes de todo lo que habíamos reunido sobre los Moretti.
Me acerqué, deteniéndome frente a las imágenes en blanco y negro para verlos mejor: Nicola, Valentina y Vittoria. Parecían una familia perfecta.
El gran Don con su esposa y su hija, viviendo una vida que yo nunca tuve.
Mis ojos se detuvieron en Vittoria.
Casi siete años.
La misma edad que yo tenía cuando mi madre me enseñó a mantener la boca cerrada.
Me pregunté si ella entendía lo que significaba ser una Moretti. Si sabía que el mundo que la rodeaba estaba construido sobre sangre.
—¿Está listo, jefe? —preguntó Marco desde la puerta, con los brazos cruzados.
Giré la cabeza hacia él, dejando que mi mirada fuera suficiente respuesta.
—Los Moretti me quitaron todo, Marco. Ahora les vamos a devolver el favor. Pero no será rápido. Vamos a hacerlo lento. Quiero que lo sientan.
Pasé un dedo sobre la fotografía de Nicola y dejé que cayera de nuevo sobre la mesa.
—Hoy empezamos. Esta es la primera jugada.
Salí del edificio sin mirar atrás, listo para comenzar esto. Afuera, la noche estaba en calma, pero en mi pecho, la rabia seguía ardiendo.
Había esperado años para esto. Nicola Moretti no tenía idea de lo que se avecinaba.
***
El humo de tabaco me envolvió en el segundo que crucé la puerta. El aire estaba tan pesado que me molestó, aunque no hice nada.
Caminé hasta la mesa que estaba en el centro de la sala, y me senté como si fuera el dueño del lugar. Me acomodé para que mi espalda quedara recta y cruce las piernas.
Los líderes de la Camorra me rodeaban como buitres, observándome en silencio; algunos con curiosidad, otros con desdén.
Uno de ellos, Fabrizio, golpeó la mesa con su palma abierta, silenciando el murmullo.
No era un jefe cualquiera; era un sobreviviente. Uno de esos hombres que habían jugado este juego durante tanto tiempo que se creían inmortales.
—Entonces, muchacho —escupió sin esconder el asco que le provoca a hablar conmigo—. ¿crees que puedes aparecer así de la nada, y exigirnos una posición? ¿Así sin más?
Su mirada me recorrió de arriba abajo, intentando encontrar alguna fisura. Alguna debilidad que pudiera ayudarlo en su argumento de que yo no pertenecía a este lugar.
—No estoy exigiendo nada —dije, inclinándome hacia adelante. Mi voz era tranquila—. Estoy tomando lo que me pertenece.
Alguien se rió desde el otro lado de la sala. Era Alberto, un hombre bajo y rechoncho con dientes amarillos que se veían aún peor bajo la luz parpadeante de la lámpara.
—¿Tomando lo que te pertenece? —repitió entre carcajadas. —Mírate, eres un niño jugando a ser hombre. Tu padre... él sabía cómo ganarse el respeto. Pero tú...
—Mi padre está muerto —lo interrumpí sin elevar la voz, lo que fue suficiente para que las risas cesaran de golpe. —Y eso no cambia nada. Este lugar siempre fue mío, incluso antes de que naciera.
Fabrizio resopló, sacudiendo la cabeza, perdiendo la paciencia.
—Mira, chico. Te respeto por intentarlo, de verdad. Tienes agallas. Pero esto no es un juego. Está organización no es algo que puedas reclamar como si fuera un juguete. Tienes que ganártelo. Y tú... —dijo señalándome con el dedo—. No has hecho nada para demostrar que eres más que un nombre vacío.
Hubo un murmullo de apoyo entre los demás. Pude sentirlo. Ya habían decidido que yo no era digno.
Sonreí.
—¿Crees que no he hecho nada? —pregunté con la voz aún tranquila. Saqué el arma, dejando que la luz de la lámpara reflejara su brillo metálico—. Déjame mostrarte qué tan vacío está mi nombre.
Fabrizio abrió la boca para decir algo, pero no tuvo la oportunidad.
Disparé antes de que pudiera emitir un solo sonido. El sonido de la bala hizo eco en la sala. Su cuerpo cayó hacia atrás, y con él la silla en la que había estado sentado.
Los otros hombres se levantaron de un salto, intentando tomar sus armas, pero los míos ya tenían las suyas apuntándolos.
—¡¿Qué estás haciendo, maldito loco?! —gritó Alberto, retrocediendo un paso.
Me levanté de la silla, sosteniendo el arma con firmeza, sin rastro de emociones.
Di un paso hacia la mesa, dejando que mis ojos recorrieran a cada uno de ellos. Podía ver el miedo en sus rostros, cómo intentaban calcular si tenían alguna posibilidad de salir de aquí con vida.
—Les di una oportunidad —dije, manteniendo el arma levantada. Mi voz era baja, cargando con el peso de su decisión—. Podría haberles dejado un lugarcito en lo que estoy construyendo. Pero eligieron reírse. Eligieron desafiarme.
Alberto levantó las manos, su rostro pálido como una hoja de papel.
—Espera... no tienes que...
Le disparé antes de que terminara la frase.
El resto fue rápido.
No necesitaba decirles nada a mis hombres. Sabían qué hacer.
Las balas dieron todas en las cabezas de esos hombres que decían llamarse jefes.
Para cuando todo terminó, solo quedábamos nosotros, y el silencio.
Me limpié la sangre de las manos con un pañuelo, dejando que mis ojos recorrieran los cuerpos en el suelo.
No sentí nada. Ni culpa, ni remordimiento. Esto era necesario.
Ellos eran el pasado.
Yo era el futuro.
Marco se acercó a mí, bajando su arma.
—¿Y ahora qué, jefe?
Guardé mi pistola en la chaqueta y me giré hacia la salida.
—Ahora corran la voz. Que todos sepan que Gennaro Esposito está al mando. Y que el que quiera desafiarme... tendrá el mismo final.
BiancaEl delicioso olor a la salsa de tomate y la música suave de fondo, eran mi única compañía en la cocina.Estaba revolviendo la salsa, cuando la música se cortó por una llamada entrante. El identificador mostraba que era mi marido el que estaba llamando.—¿Dónde estás? —le pregunté sin saludarlo.—En el puerto —respondió con ese tono neutral suyo que me sacaba de quicio.—¿Eso significa que no vienes a cenar? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.—No. Va a ser una noche larga. No me esperes despierta.—¿Por qué no me sorprende? —respondí con frustración.Lorenzo suspiró al otro lado de la línea, como si no tuviera tiempo para lidiar con esto.—Bianca, no tengo opción.—Siempre es la misma respuesta —dije, molesta, sin ganas de seguir hablando.El silencio al otro lado de la línea solo incrementaba mi rabia.—Haz lo que quieras, Lorenzo. ¡Total, siempre lo haces!Colgué sin darle oportunidad a responder.—Mami, ¿pasó algo con papi?La voz de Damiano me hizo girar. Estaba en l
Vittoria La consola que había recibido Dami para su cumpleaños hacía unos días seguía siendo la atracción principal cada vez que nos juntábamos.La pantalla del televisor frente a nosotros brillaba con el videojuego de carreras de autos, pero nadie estaba concentrado en el juego. La habitación estaba más silenciosa de lo normal, lo que era raro considerando que Augusto y Marcello estaban con nosotros.Estaba sentada entre Damiano y Marcello, mientras Augusto estaba medio acostado sobre una almohada a mi izquierda. Ninguno hablaba mucho, solo presionábamos botones de manera automática.—¿Qué pasa con ustedes? —pregunté después de unas partidas, dejando caer el control sobre mi regazo.Damiano me miró de reojo, apretando el control entre sus manos.—Nada —murmuró.—Sí, claro, “nada” —respondí, alzando una ceja. —Están tan callados que hasta la tele hace más ruido que ustedes.Augusto soltó un suspiro y dejó caer el control al suelo.—Es que... —empezó, pero se quedó callado, mirando a
RenzoEl puerto estaba desierto a esta hora, excepto por los guardias de turno que hacían rondas.No importaba cuántas veces viniera aquí, siempre sentía que el puerto tenía vida propia.Me estacioné cerca de la oficina, apagando el motor del coche. Miré mi teléfono una última vez. Gabriella había mandado un mensaje corto hace una hora: "Me quedo en casa de Bianca esta noche con los niños. No te mueras trabajando."Resoplé mientras salía del auto. No podía prometerle eso. Sabía que había problemas en el puerto, y como capo principal, tenía que estar aquí. Lo que no esperaba era encontrarme con un Nicola gruñoncito.—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dije, cerrando la puerta detrás de mí.Lorenzo levantó la vista con su expresión habitual: serio, calculador, sin mostrar emoción. Nicola, por su parte, me miró por un segundo, su ceño fruncido como si mi sola presencia lo molestara. Nada nuevo.—¿Qué haces aquí? —gruñó.—¿Qué qué hago aquí? —repetí, dejando caer las llaves sobre la mesa y
Valentina Dami iba callado, mirando por la ventana, mientras Vittoria no dejaba de hablarle sobre algo que tenían que ensayar para la escuela.—Tienes que practicarlo otra vez —le decía, con ese tono autoritario que había heredado de su padre—. Es importante.Damiano solo asentía de vez en cuando, mientras su atención parecía más interesada en el paisaje que pasaba por la ventana.A mi lado, Bianca suspiró y se acomodó en el asiento, cruzando las piernas.—¿Siempre es así de intensa? —me preguntó en voz baja, señalando a Vitto con un movimiento de la cabeza.—Siempre —respondí, sin poder evitar una sonrisa. —Es la hija de Nicola. No sabe ser de otra manera.El otro coche nos seguía de cerca, con Gabriella y los gemelos dentro. Augusto y Marcello siempre estaban juntos, un par de pequeños tornados que no sabían el significado de la palabra calma. Podía imaginar a Gabi negociando con ellos para que se comportaran, algo que nunca lograba con éxito. Los niños no eran malos, habían nacid
Nicola El mar se extendía hasta el horizonte, un azul profundo que se mezclaba con el cielo despejado. La brisa acariciaba los rizos oscuros de Vittoria, que se tambaleaba de emoción frente a su pastel. Su vestido blanco ondeaba con la misma energía que ella contenía mientras cantábamos “Tanti auguri a te.” Su sonrisa iluminaba todo el lugar, y su risa, cuando terminó la canción, me golpeó en el pecho como un latido más fuerte de lo normal.—Sopla las velas, principessa, —le dije, inclinándome un poco hacia ella, con las manos en mis rodillas.—¡Pero quiero pedir tres deseos! —protestó, inflando las mejillas.—Tres, ¿eh? —intervino Valentina, su voz suave y cálida. A mi lado, mi esposa tenía esa expresión serena y vigilante que solo mostraba cuando se trataba de nuestra hija.—¡Sí! Uno para mamá, uno para papá y uno para mí, —declaró Vittoria antes de soplar las velas con fuerza.Aplaudimos al unísono, y ella rió mientras se lanzaba sobre sus regalos como si fueran un tesoro reci
Nicola Lorenzo estaba sentado a mi lado en el auto, con la carpeta en las manos y su habitual expresión seria.—Como te dije, perdimos un cargamento anoche —dijo, revisando los informes.Por suerte, apenas regresé, Renzo había decidido no unirse a nosotros. Ese maldito imbécil... A veces me preguntaba por qué carajos no lo había matado apenas lo conocí. Pero, claro, mi esposa tuvo mucho que ver. Eso es lo que pasa cuando tú mujer crece y es entrenada junto a un idiota como él. Además de ser el hermano perdido de tu mano derecha.El muy desgraciado sabía que le dispararía apenas lo viera, así que se inventó una excusa de los gemelos y un partido de fútbol.Suspiré, siempre había algo que solucionar. Siempre había alguien dispuesto a probar su suerte contra los Moretti.—¿Cuánto? —pregunté, con la voz baja.—Cuarenta por ciento —respondió Lorenzo, sin apartar la mirada de los documentos.Mis dedos tamborileaban contra el apoyabrazos de la puerta. El cuarenta por ciento no era una pérd
Valentina La mesa de nuestra cocina estaba abarrotada de objetos. Estaba segura de que, a simple vista de esta escena, habría aterrorizado a cualquiera que entrara sin previo aviso. Unas dagas, un par de cuchillos más pequeños y otros más grandes estaban alineados en perfecta simetría. Y en el centro de todo, un pollo desplumado, medio cortado sobre una tabla de madera.Podría estar haciendo esto en el sótano, pero con mi compañía actual... Además, no quería que mi esposo me volviera a regañar por estar amenazando a nuestro personal.Me recosté en la silla y observé a mi hermosa niña, que estaba al otro lado de la mesa. Ella estaba muy concentrada, su rostro serio mientras sostenía un cuchillo más pequeño entre sus dedos. Sus manos, aunque aún eran un poco torpes, se movían con agilidad. Podía ver la habilidad que poseía, incluso más de la que yo tenía a su edad. Me sorprendí como lograba hacerlo con tal naturalidad.—Recuerda lo que te dije —le señalé, inclinándome hacia adelant