Valentina
La mesa de nuestra cocina estaba abarrotada de objetos.
Estaba segura de que, a simple vista de esta escena, habría aterrorizado a cualquiera que entrara sin previo aviso.
Unas dagas, un par de cuchillos más pequeños y otros más grandes estaban alineados en perfecta simetría.
Y en el centro de todo, un pollo desplumado, medio cortado sobre una tabla de madera.
Podría estar haciendo esto en el sótano, pero con mi compañía actual... Además, no quería que mi esposo me volviera a regañar por estar amenazando a nuestro personal.
Me recosté en la silla y observé a mi hermosa niña, que estaba al otro lado de la mesa.
Ella estaba muy concentrada, su rostro serio mientras sostenía un cuchillo más pequeño entre sus dedos. Sus manos, aunque aún eran un poco torpes, se movían con agilidad. Podía ver la habilidad que poseía, incluso más de la que yo tenía a su edad. Me sorprendí como lograba hacerlo con tal naturalidad.
—Recuerda lo que te dije —le señalé, inclinándome hacia adelante. —Control. No necesitas usar fuerza si sabes dónde cortar.
Vittoria asintió, apretando los labios mientras intentaba replicar el movimiento que le había mostrado hace un rato.
Ya no miraba al pollo con el mismo asco de antes, y había mejorado mucho en el uso de las armas blancas. Pero aún le costaba dominar los cortes que le pedía.
De pronto, dejó el arma sobre la tabla con un golpe y saltó de la silla. Corrió hacia mi teléfono que estaba sobre la encimera.
—¿Qué haces? —le pregunté, arqueando una ceja.
No me moví de mi lugar, había aprendido a que ella siempre iba un paso adelante de los demás, tal cual su padre. Así que lo que sea que iba a hacer, confiaba en ella.
—Llamar a mi papito —respondió con una sonrisa inocente.
Me apoyé en el respaldo de la silla, observándola con los brazos cruzados.
—¿Y se puede saber para qué?
—Para saber cuánto tiempo tenemos antes de que llegue —respondió mientras marcaba el número.
Suspiré y dejé caer la cabeza hacia atrás.
"Esta niña" pensé rodando los ojos.
Vittoria se llevó el teléfono al oído y esperó. Su rostro se iluminó cuando él contestó, y automáticamente su tono cambió. Se convirtió en la niña caprichosa y manipuladora personal de su papá.
Cortó la llamada y giró hacia mí, aún con el teléfono en sus manos.
—¿Qué te dijo?
Ella dejó el teléfono sobre la mesa, acomodándolo con un cuidado exagerado.
—Que viene en diez minutos —respondió con una sonrisa amplia.
Solté un suspiro y me levanté. Empecé a juntar las cosas de la mesa.
—Bueno, entonces mañana seguimos con esto —dije, recogiendo las dagas y poniéndolas en un estuche negro.
—¡Pero mamá! —se quejó Vittoria, dejando caer los brazos y haciendo un puchero con los labios que seguramente habría derretido a Nicola al instante.
Me detuve y la miré, cruzando los brazos.
—Ni se te ocurra usar esos trucos sucios conmigo, jovencita.
Ella frunció el ceño, enojada, y apretó los labios en una línea recta. Su mirada me recordaba a la mía cuando algo no salía como quería.
—Yo no soy tu papá. Así que ve a prepararte para ir a dormir, o no habrá más lecciones —añadí, con un tono firme pero tranquilo.
Vittoria apretó las manos en puños por un momento, pero luego dejó escapar un bufido exagerado y bajó de la silla con un salto.
—Está bien, pero mañana me enseñas a usar la daga grande —dijo mientras salía corriendo hacia la escalera.
—¡Ve a lavarte los dientes primero! —le grité, aunque no estaba segura de que me hubiera escuchado.
Sacudí la cabeza, terminando de guardar los cuchillos en el estuche y luego limpiaba la mesa.
Por un momento, mi mente viajó atrás, a los años que pasé aprendiendo estas mismas lecciones de la manera más dura.
No había sido una opción para mí.
O aprendía, o moría.
Después de unos minutos no quedaba rastro de lo que Vittoria y yo habíamos estado haciendo, pero esa parte de mi vida siempre quedaba ahí, como un peso invisible que no podía quitarme de los hombros.
Respiré hondo mientras el eco de las risas de Vittoria y Nicola llegaba desde la entrada. Sabía que ella estaba corriendo hacia él con los brazos abiertos, saltando como un pequeño demonio de Tazmania.
Sonreí para mí misma, pero la sonrisa no tardó en desvanecerse.
Nicola no sabía nada de lo que yo hacía con nuestra hija. Él la veía como una princesita perfecta, encerrada en su mundo de ballet, piano y una educación en un colegio privado que parecía más un búnker blindado que una escuela.
Todo según su plan.
Pero las princesas no sobrevivían en este mundo. Yo lo sabía demasiado bien. Por eso, de mí dependía que Vittoria aprendiera algo más, algo que él jamás aprobaría.
Solté el trapo, lo dejé caer sobre el borde del fregadero y me giré para subir las escaleras.
No podía quedarme pensando en esto ahora.
Tenía algo más importante que hacer antes de que Nicola terminara de arropar a nuestra hija.
En cuanto cerré la puerta de nuestra habitación, mi cuerpo se movió con rapidez.
Abrí el armario y saqué con cuidado la bolsa de ropa que me había comprado hoy. Dentro un conjunto de ropa interior de encaje rojo muy atrevido y seductor, acompañado de un diminutivo disfraz de diablilla que, seguramente, volvería loco a mi marido apenas me viera.
Lo alisté sobre la cama antes de quitarme la ropa que llevaba puesta para darme una ducha rápida.
El espejo junto a la cama reflejó mi cuerpo mientras me ajustaba el sujetador.
No era la misma mujer que había conocido Nicola años atrás.
Había cicatrices nuevas, arrugas que aparecían en el rostro y un desgaste que venía con el tiempo.
Pero él aún me deseaba.
Lo sabía.
Me lo demostraba en cada mirada lujuriosa que me lanzaba. Cada vez que sus manos recorrían mi cuerpo con adoración, como si fuera su Diosa. Cuando me besaba cada centímetro de piel y me saboreaba por horas...
Me acomodé en la cama, dejando una pierna doblada y la otra estirada. El encaje era ajustado, la piel expuesta en todos los lugares correctos.
Abrí los ojos al escuchar los pasos de Nicola acercándose a la habitación. Una sonrisa traviesa se dibujó en mi rostro mientras esperaba. La puerta se abrió con suavidad y, por fin, allí estaba él.
Su figura llenó el marco de la puerta, alta y dominante, con el rostro cansado pero los ojos ardiendo.
Me observó por un segundo y supe que le gustaba lo que veía. Sus labios curvaron en una sonrisa que me empapó por completo, arruinando mis bragas.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó sin apartar sus ojos de mi cuerpo, cerrando la puerta detrás de él.
—Esperándote —respondí, moviendo a un lado la pierna doblada, dándole un panorama de lo que quería.
Dio dos pasos hacia la cama y dejó caer su saco en una silla.
—Valentina...
—¿Qué? ¿Vas a decirme que estás cansado? —me burlé, sentándome sobre mis talones mientras pasaba un dedo por el borde de la lencería. —Porque no pareces cansado.
Lo vi dudar, pero solo por un momento. Luego su mirada cambió.
Se rindió a ser el hombre controlador y frío que mostraba al mundo, y en un abrir y cerrar de ojos estaba frente a mí, subiéndose a la cama, sus manos en mis caderas.
—¿Por atrás? Ese vestido de diablilla es perfecto. No sabía que venía también equipado con ese plug anal —dijo, su voz baja, casi un gruñido.
Levanté una ceja y sonreí, ladeando la cabeza.
—¿Estás intentando confirmar algo?
—¿Sigues pensando en que mi doble que se llevó a la cama al guardia? —dijo suspirando.
Sus manos se apretaron con más fuerza alrededor de mis caderas, tirando de mí hasta que quedó alineado con mi cuerpo.
—No es eso —gruñó, apretando la mandíbula.
—¿Seguro? —respondí todavía sonriendo.
—¿Qué estás haciendo, amore? —preguntó mirándome a los ojos.
—Intentando hacer el amor con mi marido —respondí levantando el mentón.
Él aflojó el agarre, pero no se apartó.
—¿Quieres quedar embarazada otra vez? —su tono era frío, casi vacío.
—Lo hemos hablado antes.
—Y te dije que no.
Su respuesta fue rápida y cortante. Sabía que quería cerrar la conversación antes de que siquiera comenzara. Como siempre que sacaba este tema.
—No puedes decidir eso por mí —dije, con la misma firmeza.
—No es solo por ti —respondió, apretando los puños a mis lados de la cabeza. —¿Recuerdas lo que pasó la última vez?
Claro que lo recordaba.
Recordaba el dolor, el frío, la sensación de que me estaba escapando de mi propio cuerpo.
Recordaba a Gabi gritando órdenes, intentando salvarme mientras yo me perdía en el vacío.
—Estoy aquí, ¿no? —dije, obligándome a mantener la voz tranquila.
—Por poco —su voz se quebró.
—Gabi dijo que no es imposible.
—Gabriella dijo que es peligroso.
Lo conocía demasiado bien. Sabía que era miedo lo que lo detenía: terror de perderme.
Llevé mi mano a su rostro, dejando que mis dedos rozaran su mandíbula tensa.
—Nicola...
Él cerró los ojos, reuniendo la fuerza para responder.
—No puedo perderte —susurró con dolor.
Y en ese momento supe que esta discusión no estaba terminada. Solo había comenzado.
GennaroEl mármol estaba frío, pero vacío. No había un cuerpo debajo, solo un nombre grabado en piedra. Alessandro Russo. Habían pasado años desde que lo asesinaron, pero para mí, parecía que había sido ayer.No hubo entierro, ni despedida. No quedó nada de él, ni siquiera un pedacito dentro de este lugar donde venía a llorarlo, a buscar su consejo. Los Moretti se aseguraron de borrarlo de la faz de la tierra, de reducir hasta sus huesos a cenizas. Pero mi madre y yo levantamos este lugar, este rincón en un cementerio olvidado, porque un hombre con la grandeza de Alessandro merecía ser recordado. Su vida no podía quedar en el olvido.Pasé la mano por las letras grabadas, siguiendo las curvas del nombre, como si hacerlo pudiera traerlo de vuelta. No había flores alrededor. Solo una rosa que traje yo, como siempre. Me agaché y la dejé junto a la base de la lápida. Mi madre habría hecho lo mismo si estuviera viva. Ella tenía la costumbre de traer flores frescas, de murmurar oracion
BiancaEl delicioso olor a la salsa de tomate y la música suave de fondo, eran mi única compañía en la cocina.Estaba revolviendo la salsa, cuando la música se cortó por una llamada entrante. El identificador mostraba que era mi marido el que estaba llamando.—¿Dónde estás? —le pregunté sin saludarlo.—En el puerto —respondió con ese tono neutral suyo que me sacaba de quicio.—¿Eso significa que no vienes a cenar? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.—No. Va a ser una noche larga. No me esperes despierta.—¿Por qué no me sorprende? —respondí con frustración.Lorenzo suspiró al otro lado de la línea, como si no tuviera tiempo para lidiar con esto.—Bianca, no tengo opción.—Siempre es la misma respuesta —dije, molesta, sin ganas de seguir hablando.El silencio al otro lado de la línea solo incrementaba mi rabia.—Haz lo que quieras, Lorenzo. ¡Total, siempre lo haces!Colgué sin darle oportunidad a responder.—Mami, ¿pasó algo con papi?La voz de Damiano me hizo girar. Estaba en l
Vittoria La consola que había recibido Dami para su cumpleaños hacía unos días seguía siendo la atracción principal cada vez que nos juntábamos.La pantalla del televisor frente a nosotros brillaba con el videojuego de carreras de autos, pero nadie estaba concentrado en el juego. La habitación estaba más silenciosa de lo normal, lo que era raro considerando que Augusto y Marcello estaban con nosotros.Estaba sentada entre Damiano y Marcello, mientras Augusto estaba medio acostado sobre una almohada a mi izquierda. Ninguno hablaba mucho, solo presionábamos botones de manera automática.—¿Qué pasa con ustedes? —pregunté después de unas partidas, dejando caer el control sobre mi regazo.Damiano me miró de reojo, apretando el control entre sus manos.—Nada —murmuró.—Sí, claro, “nada” —respondí, alzando una ceja. —Están tan callados que hasta la tele hace más ruido que ustedes.Augusto soltó un suspiro y dejó caer el control al suelo.—Es que... —empezó, pero se quedó callado, mirando a
RenzoEl puerto estaba desierto a esta hora, excepto por los guardias de turno que hacían rondas.No importaba cuántas veces viniera aquí, siempre sentía que el puerto tenía vida propia.Me estacioné cerca de la oficina, apagando el motor del coche. Miré mi teléfono una última vez. Gabriella había mandado un mensaje corto hace una hora: "Me quedo en casa de Bianca esta noche con los niños. No te mueras trabajando."Resoplé mientras salía del auto. No podía prometerle eso. Sabía que había problemas en el puerto, y como capo principal, tenía que estar aquí. Lo que no esperaba era encontrarme con un Nicola gruñoncito.—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dije, cerrando la puerta detrás de mí.Lorenzo levantó la vista con su expresión habitual: serio, calculador, sin mostrar emoción. Nicola, por su parte, me miró por un segundo, su ceño fruncido como si mi sola presencia lo molestara. Nada nuevo.—¿Qué haces aquí? —gruñó.—¿Qué qué hago aquí? —repetí, dejando caer las llaves sobre la mesa y
Valentina Dami iba callado, mirando por la ventana, mientras Vittoria no dejaba de hablarle sobre algo que tenían que ensayar para la escuela.—Tienes que practicarlo otra vez —le decía, con ese tono autoritario que había heredado de su padre—. Es importante.Damiano solo asentía de vez en cuando, mientras su atención parecía más interesada en el paisaje que pasaba por la ventana.A mi lado, Bianca suspiró y se acomodó en el asiento, cruzando las piernas.—¿Siempre es así de intensa? —me preguntó en voz baja, señalando a Vitto con un movimiento de la cabeza.—Siempre —respondí, sin poder evitar una sonrisa. —Es la hija de Nicola. No sabe ser de otra manera.El otro coche nos seguía de cerca, con Gabriella y los gemelos dentro. Augusto y Marcello siempre estaban juntos, un par de pequeños tornados que no sabían el significado de la palabra calma. Podía imaginar a Gabi negociando con ellos para que se comportaran, algo que nunca lograba con éxito. Los niños no eran malos, habían nacid
Nicola El mar se extendía hasta el horizonte, un azul profundo que se mezclaba con el cielo despejado. La brisa acariciaba los rizos oscuros de Vittoria, que se tambaleaba de emoción frente a su pastel. Su vestido blanco ondeaba con la misma energía que ella contenía mientras cantábamos “Tanti auguri a te.” Su sonrisa iluminaba todo el lugar, y su risa, cuando terminó la canción, me golpeó en el pecho como un latido más fuerte de lo normal.—Sopla las velas, principessa, —le dije, inclinándome un poco hacia ella, con las manos en mis rodillas.—¡Pero quiero pedir tres deseos! —protestó, inflando las mejillas.—Tres, ¿eh? —intervino Valentina, su voz suave y cálida. A mi lado, mi esposa tenía esa expresión serena y vigilante que solo mostraba cuando se trataba de nuestra hija.—¡Sí! Uno para mamá, uno para papá y uno para mí, —declaró Vittoria antes de soplar las velas con fuerza.Aplaudimos al unísono, y ella rió mientras se lanzaba sobre sus regalos como si fueran un tesoro reci
Nicola Lorenzo estaba sentado a mi lado en el auto, con la carpeta en las manos y su habitual expresión seria.—Como te dije, perdimos un cargamento anoche —dijo, revisando los informes.Por suerte, apenas regresé, Renzo había decidido no unirse a nosotros. Ese maldito imbécil... A veces me preguntaba por qué carajos no lo había matado apenas lo conocí. Pero, claro, mi esposa tuvo mucho que ver. Eso es lo que pasa cuando tú mujer crece y es entrenada junto a un idiota como él. Además de ser el hermano perdido de tu mano derecha.El muy desgraciado sabía que le dispararía apenas lo viera, así que se inventó una excusa de los gemelos y un partido de fútbol.Suspiré, siempre había algo que solucionar. Siempre había alguien dispuesto a probar su suerte contra los Moretti.—¿Cuánto? —pregunté, con la voz baja.—Cuarenta por ciento —respondió Lorenzo, sin apartar la mirada de los documentos.Mis dedos tamborileaban contra el apoyabrazos de la puerta. El cuarenta por ciento no era una pérd