Capítulo 2
Fernando quiso llamar de inmediato al médico de la familia, pero yo lo detuve.

—Tranquilo, a veces me mareo y vomito un poco si no desayuno. No es nada grave.

Su expresión se relajó un poco. Volvió a tomarme en brazos con delicadeza, me dejó en la cama y me arropó con cuidado.

«Viéndolo así, tan atento, me cuesta creer que sea capaz de tanta crueldad. Si no lo hubiera escuchado yo misma, jamás habría creído que pudiera fingir tan bien.»

Pensando en esto, me hice la dormida, y lo escuché hablar por teléfono desde el baño.

—Barbi, tranquila. Sabes que te voy a dar todo lo que quieras, no importa el precio.

Cuando Fernando salió del baño y me vio con los ojos abiertos, se quedó desconcertado por un segundo, pero enseguida me dedicó una sonrisa de esas que usaba para esconderlo todo.

—Salió algo urgente en la oficina, mi amor. Tú descansa, ¿sí? Me tengo que ir.

Yo asentí en silencio. Pero, en cuanto cerró la puerta, me vestí a toda prisa y salí rumbo al hospital.

La espera se me hizo eterna. Tenía tanto miedo de estar equivocada… y también me aterraba que, por culpa de los anticonceptivos, el bebé no estuviera bien.

En cuanto me entregaron los resultados, las lágrimas brotaron sin poder contenerlas.

¡Estaba embarazada! ¡Era verdad!

La mano con la que sostenía el informe no me dejaba de temblar, mientras le contaba al médico todo el asunto de los anticonceptivos. Tras lo cual él me respondió que aún era demasiado pronto para saber si el bebé tendría alguna complicación.

Pero ya estaba aquí. Era una bendición del cielo, y yo iba a hacer hasta lo imposible por protegerlo.

Esa noche, aproveché que Fernando estaba en la regadera para encender su laptop.

Probé varias contraseñas sin éxito. Hasta que, finalmente, ingresé la fecha de nacimiento de Bárbara y la computadora se desbloqueó.

En el escritorio había una carpeta protegida. Volví a usar la misma fecha, y se abrió sin problemas, mostrándome que estaba llena de sus fotos.

¡Cada imagen era una puñalada directa al corazón!

Fernando, Ricardo y yo habíamos crecido juntos. Para mí, ellos eran como mis caballeros protectores, siempre cuidándome.

Sin embargo, todo cambió cuando cumplí quince años. Bárbara llegó a nuestra escuela y nos hicimos amigas.

El trío inseparable que éramos se convirtió en un cuarteto. Pero, poco a poco, ellos tres tomaron su propio rumbo, y yo quedé rezagada, incapaz de seguirles el paso.

Entonces comprendí que no era que yo me alejara, sino que mis caballeros, mi príncipe y mi protector, habían encontrado a la persona que les gustaba.

Había fotos de Bárbara sonriendo, durmiendo sobre un escritorio, incluso una simple toma de espaldas... Fernando las atesoraba como si fueran joyas.

Pensando en esto, tomé su celular. Y confirmé que todas sus contraseñas, sin excepción, eran la fecha de nacimiento de esa mujer.

Revisé sus movimientos bancarios. Eran complicados, pero destacaban dos transferencias mensuales fijas.

Una era para Bárbara: doscientos mil dólares al mes. Y la otra, una cantidad mucho menor, que se enviaba puntualmente el último día de cada mes.

Anoté el número de cuenta de esa segunda transferencia y le tomé fotos a todo con mi celular: las imágenes de Bárbara, los registros bancarios…

Intenté hacer una transferencia simbólica a esa cuenta. El nombre del titular era de una mujer que no conocía en absoluto.

Hecho esto, también borré la foto de nuestra boda que tenía como fondo de pantalla en mi celular.

Y esa noche no pude dormir.

Al amanecer, mientras me lavaba la cara en el baño, sonó la alarma de mi celular. Fernando la apagó sin darle mayor importancia.

—Oye, Mari, ¿cambiaste el fondo de pantalla de tu celular?

—Ah, sí —le respondí, lanzándole una mirada indiferente—. Como tú dices que la felicidad es algo íntimo y nunca quieres fotos conmigo, pues mejor puse otra cosa.

Se tocó la nariz, visiblemente incómodo.

—Claro, bueno... el amor se lleva en el corazón, ¿no? Con que nosotros lo sepamos es suficiente.

Una sonrisa irónica se dibujó en mis labios.

—Claro. Aunque, si uno no lo dice, pues... quién sabe a quién quiere realmente.

Mi actitud de hoy lo tenía confundido. Notaba algo raro, pero no lograba identificar qué.

—Mi amor, ¿por qué estás hablando tan raro hoy?

—No es nada —respondí, dedicándole una sonrisa forzada—. Anda, ve a la oficina, que se te hace tarde para tu importante junta.

Pareció creerse mi respuesta. Me sirvió el desayuno, como todas las mañanas, y, antes de salir, me dio un beso en la frente.

—Bueno, ya me voy. Llámame si me extrañas.

Asentí una vez más, sin desenmascarar su falsedad.
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