¡Son mis hijos, joder!

Albert abre la puerta de su oficina, se sienta en el sillón de cuero, se lleva las manos al rostro. De pronto, mira sobre el escritorio el retrato familiar de la navidad anterior, contempla los rostros sonrientes y se pregunta a sí mismo: ¿Cómo puede una imagen guardar tanta felicidad y luego convertirse en el peor de los recuerdos?

Él escucha los pasos aproximarse, deja el retrato en su lugar y entrelaza los dedos de sus manos. Marta entra, cierra la puerta y se aproxima a él:

—Aquí tienes. Léelo bien. —Le entrega la carpeta, él la abre, lee el documentos y se dispone a firmarlo. Se queda pensativo, levanta el rostro y la mira con enojo:

—No entiendo como puedes apartarme de mis hijos, Marta.

—Por Dios, no exageres Albert. Será sólo un fin de semana. —esgrime. A ella no parece importarle en lo más mínimo el sufrimiento de aquel hombre.

—Es la Navidad. Ya pedí sus regalos. ¿Ahora qué hago con eso? —pregunta desconcertado, tratando de hacerle recapacitar y cambiar de opinión, pero todos sus intentos son en vano.

—Sencillo, se los entregas cuando vuelvan o me lo envías a casa de mis padres. —responde sonriendo y despreocupada; siempre había sido una mujer fría y muy práctica.

Albert tiene que morderse la lengua para no insultar a la madre de sus hijos. Definitivamente, Marta era la mujer más superficial y vanidosa que él había conocido en toda su vida.

Tantas veces lo había oído de los labios de sus padres, que ahora le resulta hasta gratificante que ellos hayan muerto sin confirmar aquella verdad.

El hombre empuña el bolígrafo, una lágrima intenta escapar de sus ojos, la retiene y como si quisiera traspasar el papel, firma aquel documento.

—No puedo creer que mis hijos se hayan convertido en una especie de contrato entre tú y yo. —cierra la carpeta y la desliza hacia ella.

—¡Qué dramático eres, Albert! Son las leyes de este país. Cuando cumplan la mayoría de edad, ya ni tendrás que autorizar nada.

—Me cago en las putas leyes, Marta. ¡Son mis hijos, joder! —golpea con el puño el escritorio. Se levanta y sale de la biblioteca sin decirle ni una sola palabra, ella lo ve alejarse sin inmutarse siquiera por su dolor.

—¡Perfecto! —murmura, mientras ve el documento.— Ahora es momento de disfrutar.

Sale de la biblioteca, sube hasta su habitación y llama a la babysitter que contrató para esa noche.

—Le espero en media hora, Susana. —dice sonriendo.

Finalmente, podría disfrutar de aquella noche con su amante.

Marta comienza a desvestirse, luego se dirige hasta el baño, entra a la ducha, abre la regadera, regulando la temperatura, el agua tibia se desliza por su esbelta figura, mientras piensa en todo lo que hará con su amante esa noche.

Minutos después, se arregla para el tan anhelado encuentro sexual.

En tanto, Albert sube a su auto, conduce sin rumbo fijo, dando vueltas por toda la ciudad. Los pensamientos van y vienen dentro de su cabeza, sin parar. Los recuerdos de su pasado reciente, lo atormentan, revive los momentos felices de años atrás en los que él y Marta decidieron formar una familia juntos. Piensa con nostalgia en la alegría de sus hijos, al recibir los regalos de noche buena, ubicados debajo del gigantesco árbol de navidad que juntos decoraron, las risas, los juegos, los domingos de películas y pizza.

Todo desapareció tan de pronto que Albert no estaba preparado para aquel cambio repentino en su vida. Seguía siendo un hombre exitoso en los negocios, pero su vida amorosa era un caos, y sus hijos –su tesoro más grande– ahora debía compartirlos con su ex esposa.

Justo en ese momento, recibe la llamada telefónica de su hermano Robert, quien acaba de llegar a la ciudad.

—Hey, Albert ¿Dónde andas? Estoy aquí parado frente a tu casa.

—Hola, Robert. Ya no vivo allí. —responde parcamente.

—¡Joder! ¿Y eso, no me digas que te han maleteao? —pregunta en tono sarcástico.

—Es una historia un poco larga. Te espero en el bar para tomarnos unos tragos.

—Anda tío que ya salgo para allá.

A pesar de que la persona a quien menos deseaba ver Albert en esos momentos era a su hermano gemelo, no tenía mucho por escoger. Condujo pensativo, diseñando mentalmente las respuestas posibles a las preguntas casi predecibles de su hermano.

Estaciona el auto, baja de su coche y se encamina hacia la entrada del bar sin imaginar la sorpresa que hallaría en aquel lugar. El lugar estaba lleno, a pesar de ser un día de semana. Mas, así es Madrid, la ciudad de la farra y la perversión.

Se sienta en el área de la barra, pide un wiskhy seco y lo bebe de un solo trago el contenido, sintiendo como quema su garganta. Mira su reloj un par de veces, no era raro que Robert fuese impuntual, era todo lo contrario a él.

Mientras Albert se ocupaba en ser responsable, puntual y comprometido, su hermano era impuntual, inconsciente y despreocupado con la vida. Pero por una absurda razón, Robert tenía lo que a él le faltaba, una familia.

Su esposa e hijos lo adoraban. ¿Por qué no podía él tener lo mismo? Albert nunca vio a su hermano como competencia, pero no podía ocultar su descontento al comparar la vida perfecta de Robert con la suya…

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