Lenis sintió que la piel volvía a apretarse alrededor de ella. Podía estar verdaderamente molesta con los tres jefes, pero jamás los dejaría en evidencia. Ella tenía, una vez más, que fingir, así dijese una verdad a medias que pudiese comprometer todo, pero con Jefferson no se las podía jugar baja, tenía que ir con cuidado a pesar de la osadía, y el único modo de lograrlo era haciendo que él creyera todo lo que le decía. —No supe de la existencia de ellos hasta que Sias me lo contó, por eso viajé hasta acá. Gracias a ti no tengo familia cercana, Jefferson, ¿qué creías, que no iba a buscar ayuda después de la vida desastrosa que me diste durante nuestro matrimonio? Jeferson no movió músculo alguno intentando dar lectura al lenguaje corporal de Lenis. Él volvió a inclinarse hacia delante para hablarle con mayor confidencia. —Si fui yo quien te cambió, te pido disculpas. Es en serio. —Lenis sonrió sin nada de gracia, negando con la cabeza una vez más—. No te conocía como alguien menti
Maximiliano pudo darse cuenta que Lenis necesitaba aquello mucho antes de la audiencia. Drenar, sacar cada gota, dejar de ser fuerte por un momento… No sabía si era algo malo o bueno ser testigo de aquello. Admiraba demasiado a Lenis Evans y no se sentía particularmente orgulloso de haber desconfiado de ella en un principio. No podía culparse dadas todas las circunstancias, pero aún así, viéndola llorar con esa forma tan vibrante y liberadora, recordando su historia, la forma cómo sus únicos familiares la habían tratado, ser joven y haber tenido que vivir todo eso, más el amor…, ese amor que ella sentía por su abogado…, por su amigo… Él tragó grueso. Recordó también la imagen de una Lenis con la cara moreteada y ensangrentada, bajo el reflector de un lente forense dentro de un cuarto impersonal y grisáceo. Sentía ahora más que nunca que la injusticia estaba presente en todos lados, que nadie quedaba exento de ella. Lenis limpió su cara por enésima vez e intentó respirar a través de
Cindy D'Vigo, una hermosa mujer de piel clara, aunque evidentemente tostada por el sol, con cabello marrón claro y ojos del color del café, pequeños, pero siempre despiertos y afilados, brillosos y contentos, alta estatura y esbelto cuerpo, había llegado al restaurante acompañada de dos amigas suyas y no se perdió el espectáculo de ver llegar a George J. Miller al sitio. Ella se quedó paralizada, pensaba no verlo tan rápido. Para la fémina, George estaba como el vino. Calculó que debía tener casi sus cuarenta años y se veía «ultra espectacular», como dijeron las chicas en su mesa, con ese traje de tres piezas de tela oscura y su cabello bien cortado, impoluto, como siempre. Sin embargo, cuando ella —después de consultarlo con sus amigas— decidió levantarse para ir a saludarlo, percibió su preocupación y no lo recordaba de ese modo: casi hablando solo, pensativo..., un semblante que solo le había visto en el pasado, una sola vez, cuando ellos escribieron una historia juntos. George
Claudia tomó de la mano a Max y lo acercó a la otra chica. —Max, ella es mi gran amiga Susana Williams. Ambos estrecharon sus manos, mirándose fijo al rostro. Maximiliano pudo darse cuenta que Susana tenía unos impresionantes ojos verdes que parecían casi irreales. —Es un placer, Susana. —El placer es mío. Claudia sonrió pícara y con un tinte de triunfo en sus facciones, caminando en derredor a ellos hasta posicionarse a espaldas de la chica. Un poco alejada de ella, le guiñó un ojo al recién llegado y se fue a prepararle su trago favorito. *** Jefferson se encontraba bajo la ducha con las manos pegadas a los azulejos del baño del hotel, ojos cerrados y cabeza gacha, dejando que el agua le empapara al completo. Eran las siete de la mañana del sábado. Debía salir de viaje a las diez en un vuelo sumanente corto hacia la capital. Su puesto de trabajo lo esperaba desde hace varios días. Abrió los ojos para comprobar si el rastro de sucio que llevaba encima se había desvanecido p
—¡Max, espera! —Lenis dejó todo intacto en la mesa, casi no había comido por completo, para ir detrás de su jefe, quien se había retirado de la mesa con bastante molestia—. ¡Oye! —Lo atrapó ya subiendo por las grandes escaleras que dirigían hacia las habitaciones de la casa. Max se volteó y la encaró. —¿Ahora qué sucede, Lenis? El desayuno se te va a enfriar. Ella alzó las manos haciendo señas de que no siguiera, que la escuchara. —Sé que eres un buen hombre. Sé que ustedes tres lo son. Entiendo todo perfectamente, ¡pero debes entenderme! Maximiliano tomó a Lenis del antebrazo, mirando para todos lados, no quería que nadie más los escuchara. El personal encargado del mantenimiento y del buen funcionamiento de su casa ya había visto y oído demasiado. Caminó sin soltarla hacia un costado de la escalera. Siguieron rápidamente derecho, luego cruzaron unas puertas, entraron por un pasillo. Después, él empujó unas puertas color caoba y la cerró tras de sí. Lenis casi no logra ver dónde
—Buenas tardes —saludó Lenis a la mujer con la que se topó en la entrada del edificio. Ambas damas compartieron una mirada entre sí, pero nada de gran importancia. Lenis saludó al recepcionista. —Señorita Evans, qué bueno verla por acá —dijo el joven vestido con uniforme marrón oscuro con el emblema del complejo en su camisa y en su sombrero. —Gracias. Espero te encuentres bien. ¿No sabes si el señor se encuentra en casa? —Sí, señorita. Llegó hace algunas horas. El señor Embert también se encuentra allí. Lenis se le quedó mirando, pero con su mente puesta rápidamente en otro lugar, en ideas y deseos que no cabían en esa recepción. —¿Ah sí? ¿Tiene mucho rato allí? —¿El señor Embert? Algunas horas, sí. —Muy bien. —¿La anuncio? —No, no hace falta. Gracias. El muchacho dudó por un momento, pero ella también era inquilina, a pesar de no haberla visto durante algunos días, por lo que le parecía ilógico avisarle al señor Miller que ella iba subiendo, si ambos vivían juntos. Lo de
Lenis, Peter y George, de pie en medio de la sala del apartamento del abogado, se quedaron mirando entre sí, pero mayormente ambos hombres la observaban, expectantes, ante lo que ella podría decirles en cualquier instante. Lenis miró a uno, luego al otro, estando en medio de los dos. —Lo que ustedes me han hecho —miró a Peter—, van a pagarlo algún día. Lo sé. Peter hizo una mueca de aburrimiento, como si se estuviese diciendo a sí mismo: “lo que faltaba”. —Mira, Lenis —intervino el agente de seguridad—. Sí, te estábamos utilizando para encontrar a nuestro padrastro, pero si escuchaste bien lo que George te contó, podrás entender las razones… —Nada de lo que me hicieron tiene justificación —lanzó en interrupción, girándose para verle mejor, frente a frente. —Quizás no, pero así lo hicimos y pedimos perdón, pero parece que estás empeñada en seguir sufriendo lo que nosotros “te hicimos”, estando aún ese desgraciado de tu ex marido suelto, el imbécil de Turgut haciendo de las suyas t
Lenis encegueció a George con una sonrisa, luego que él soltara su cabello. El abogado le correspondió mostrando sus dientes como nunca, sosrpendiendo a Lenis de lo hermoso que él se veía cuando mostraba sus perfectos dientes por alegría, cuando lo hacía sinceramente, de par en par, cuando se daba a sí mismo. Aún a horcajadas sobre él, con la inmensidad de la ciudad, algo lejana, pero cubriéndolos, estrechó su boca contra la de él en un beso abrazador que hizo que las pieles de ambos se erizara. La secretaria echó sus manos tras la espalda de George, encontró el borde de la franela blanca y la subió, ayudándola él a ella también con el cometido de quitarse por completo la prenda. Y así, como un coctel bajo la luna, las telas salieron de sus cuerpos, cayendo al suelo una a una, algunas a la par de otras, hasta quedar desnudos…, hasta que el abogado, con su mirada penetrante, seria y ardiente, tomó su miembro con una mano y lo acomodó en aquel centro tan deseado por él, tan anhelante