PREFACIO. Lisa no había dormido en toda la noche. Quería escapar desde hace mucho tiempo y no había podido conseguirlo. Esa era la noche en la que pensaba lograrlo. Jamás imaginó encontrarse en una situación como esa, donde vivir con miedo era ya el pan de cada día. No sabía hasta ese momento qué tan mal era permanecer en ese apartamento hasta que se enteró de una de las noticias más terribles de su vida. Jefferson Smith, su pareja, no era una persona fácil. Ella intentó muchísimas veces salir de su vida, pero él le dejó bien en claro en cada oportunidad, que la habría buscado de haberse ido, logrando encontrarla con un chasquido de dedos y acabado con ella y a quienes estuviesen a su alrededor. Se sentía dolida por no haber visto las señales, sentía dolor por la traición que le habían hecho, pero el sentimiento más espantoso era la vergüenza, agónica, por no protegerse a sí misma y no haberse defendido al inicio. Desde bien temprano se había quedado de pie frente al gran ventanal
—Necesito que investigues a esta mujer. —Maximiliano cedió una carpeta a su jefe de seguridad. Peter Embert, un hombre de cuarenta años y de cabellos rubios, musculoso gracias a su estricta rutina de entrenamiento físico, revisó los documentos que le había dado su jefe. Después de observarlos, preguntó: —Es hermosísima esta mujer. ¿Puedo saber qué buscas? —Nada en específico, mero protocolo. Empieza mañana a laborar aquí y no me dio tiempo pedírtelo antes. —Explicó aquello mirando para todos lados menos a él, sabía lo que vendría a continuación. —Disculpa, ¿escuché bien? ¿Entendí que la señorita… —miró de nuevo los documentos— Lenis Evans empieza a trabajar acá mañana? —Sí. —El CEO aún fingía acomodar papeles y tomar café, pero hubo un breve silencio que le hizo mirarle—. ¿Qué pasa? —¿Por qué la contrataste sin decirme nada? —Te dije que no me dio tiempo. —No me vengas con esas… —¿Has leído su currículum? —le in
—Creo que eso es todo. ¿Qué hora es? —Maximiliano tocó su muñeca, olvidando haberse quitado el reloj hace un rato.—Las 23:00 PM —respondió Lenis.—¿Qué? —Él soltó los papeles que tenía en la mano y se recostó en la silla. Restregó sus párpados con los dedos—. Disculpa haberle retenido tantas horas, las pagaré.—No se preocupe, señor Bastidas, estoy acostumbrada —respondió ella con una sonrisa.Él negó con la cabeza y suspiró por el cansancio.—¿Sabes qué? Cada vez que me llamas «señor» me siento ultra viejo. Debemos tutearnos de ahora en adelante… Que voy tocando los cuarenta, no me pongas más edad, por favor.Ella sonrió aún más.—Me es casi imposible no llamarle así, señ... eh...—Max.Ella le miró fijo.—Así lo deben nombrar sus allegados. No lo llamaré de ese modo.—Pues, sí lo harás. —Ella negaba con su cabeza—. Es una orden —dijo, fingiendo seriedad—. Todos me llaman así. Hasta Peter. —Ella intentó no ralentizar tanto la sonrisa. Él notó el cambio en ella—. ¿Algún problema?—No,
A las 08:00 en punto de la mañana, Lenis guardaba sus cosas en una de las gavetas del escritorio que solía usar. Suponía un alivio que su jefe no estaba presente y sentía que la puntualidad debía ser algo a respetar, sobre todo en esos momentos. No lograba olvidar la expresión en el rostro de su jefe luego de darle aquel dato sobre su vida. Tampoco podía olvidar la demanda de llegar temprano al día siguiente, sus palabras sobre quién era su pasado y lo que a él le importaba. No le había aceptado la renuncia, aún se sorprendía por eso. Agradecía enormemente a Dios y a Maximiliano por la oportunidad, también agradecía que la entendiera, pero tenía un presentimiento extraño con respecto a eso, una sensación que gritaba la palabra «desconfianza». Se lo achacó a su horrendo historial: normal que a menudo desconfiara de la gente.
George y Max vieron llegar a Peter y disfrutaron de su cara de incomodidad. En cierto modo, ellos habían cuadrado verse en ese restaurante a propósito solo para fastidiarle un poco. —No sé por qué nos vemos acá, bien pudimos ir a la casa de cualquiera de los tres —dijo el jefe de seguridad. Los otros dos rieron al escucharle. —Tranquilo, Peter —dijo George—. Algún que otro platillo gourmet no te comerá, menos la gente. Se supone que es al revés, tú te comes a la gente y al platillo. La risa de los otros dos jefes se escuchó en varias mesas. En cambio, a Peter solo le faltó rebuznar de molestia e incomodidad. —¿Ya le contaste todo? —preguntó el agente a Maximiliano. Éste respondió con una negación de cabeza. —No entiendo tanto misterio —dijo el abogado. —Lo que sucede es que Dios está de nuestro lado —habló Peter. George arrugó mucho la cara. —¿Dios? —preguntó George mirándole extraño—. ¿Desde cuándo menc
Eran las seis de la tarde cuando Lenis recogía sus cosas ya lista para irse a casa. Maximiliano salió por la puerta mirando su reloj. —¿Tiene lista la reservación? «¿Ya no me tutea?», pensó ella. —Sí, señor. Su mensa al fondo está reservada. Todo está arreglado, Jacinto le está esperando. —Muy bien. —Él dio unos pasos y se detuvo. Dándole la espalda, apretó los párpados y exhaló aire. Estaba a punto de hacer algo que no le gustaba que le hicieran—. No se vaya todavía. —Se volteó hacia su secretaria y notó que ya había recogido sus cosas y estaba lista para irse. Se le veía un poco cansada y maldijo mentalmente por tener que hacerle eso. A pesar de cualquier cosa, la chica era eficiente—. Dentro de unos minutos vendrá Miller a buscar las dos carpetas color verde que están sobre mi escritorio. No hay problema si usted las quiere ver y abre las carpetas, pero es mejor que él no la vea revisándolas —explicó, sonriendo de lado; una sonrisa que no llegó a s
Capítulo 7. —¿Qué quieres, Peter? —preguntó George con evidente molestia. —Oye, oye, cálmate. ¿Dónde estás? Debemos hablar ahora mismo —le dijo el agente de seguridad a través del teléfono. —Estoy saliendo de casa de Lenis. Las palabras que diría el jefe de seguridad se quedaron atascadas un momento. —¿Qué? No me lo creo. ¿Ya te la…? —¡Joder con eso! —Cerró los ojos y se detuvo a un lado del camino para poder calmarse—. No pasó nada con ella. ¿De qué quieres hablar conmigo? —Ven a mi apartamento, Max viene en camino. Al cabo de unos minutos, Maximiliano y George atravesaban la puerta principal del gran apartamento de Peter, quien ofreció una bebida a cada uno. George no quiso nada, Max solo una soda. El rubio destapó una cerveza. —¿Para qué nos convocaste? —preguntó Max. —Ya tengo los registros de llamadas del móvil de Lenis Evans —respondió el dueño del recinto. P
George tuvo que salir del edificio y lo primero que vio fue la terraza aledaña a la sala de juntas. Recostó sus manos en el barandal y respiró profundo. Tenía que calmarse. Elevó su rostro al sol, dejó que le bañaran sus rayos y respiró, una y otra vez, para calmarse un poco, relajar los músculos, liberar tensión. Llevaba consigo una serie de sentimientos que le incomodaban, pero el problema no radicaba en sentirlos, sino por quién los sentía. Muchos pensaban que su vida era adrenalínica, defendiendo cargos difíciles, topándose con obstáculos enormes que para él no eran nada, entrando y saliendo de proyectos de gran envergadura junto al consorcio de Max, pero la realidad era que George J. Miller consideraba haber forjado una vida sencilla a sus treinta y ocho añ0s de edad, a pesar de no parecer así a simple vista. Entonces, sentir aquello, tantas cosas juntas: duda, rabia, celos… No deseaba meterse en problemas, solo ejecutar un plan, darle solución rápida a