—George, yo… —comenzó a decir Lenis, sintiéndose incómoda por tutearle. Suspiró. Los nervios y las dudas, así como la aprehensión, acabarían con ella— deseo hablar con el abogado, no con el hombre con quien comparto un almuerzo.
Su cara, sus muecas determinadas, la seriedad en sus ojos, más sus palabras, hicieron que George se enderezara y la mirara fijamente.
—Lenis, si deseas una asesoría legal, podemos hacer una cita en mi despacho.
—Entiendo que no quieras hablar de trabajo ahora, pero… —su rostro se arrugó un poco— no tengo mucho tiempo.
Él cambió la expresión, una especie de preocupación mezclada con intriga afloró a través de sus muecas.
—Está bien. —Se despegó del espaldar y pegó los codos al mantel, uniendo sus manos. Él presentía que, lo que ella le contaría, no sería nada bueno. Por alguna razón quería retrasar esa conversación—. Déjame proponerte algo. Disfrutemos del almuerzo, ¿está bien? Mira estas vistas. —Volteó la cara hacia el horizonte y de vuelta a ella.
Esperó que la chica entendiera muy bien que ella misma era parte de ese espectáculo visual.
El abogado alzó una copa de agua y jocosamente brindó.
Lenis permitió que regresara su buen estado de ánimo. Sonrió precioso, porque así lo contempló George, y chocó su copa con la de él.
—Por este día —dijo el abogado, junto a una mirada intensa que hizo que ella tragara grueso.
—Por este día.
George estaba claro, ella le contaría algo que lo espesaría todo. No sabía cuál sería la historia que ella develara, si sería una verdad o una mentira. Teniéndola de frente, con esa sonrisa sincera que intentaba ocultar su nerviosismo, hermosa y amable, sentía la necesidad de disfrutar de ella antes que el cielo se oscureciese.
Le brindó un postre, el mejor del lugar: chocolate encima y granitos de arroz tostado por dentro, un pastel que crepitaba en la boca.
La vio saborear aquel manjar, con ese deleite… Por primera vez la deseó, sentía ese deseo fuerte, poderoso, tuvo demasiadas ganas de arrancarle el postre y besarla. Y por increíble que pudiese parecer, aquel postre asemejaba a un combustible, gasolina para ese par de ojos grises que ella se gastaba, George pensó que brillaban con cada bocado que entraba a su boca.
Le pidió salir temprano del trabajo ese día para que ambos conversaran sobre ese asunto que ella deseaba consultarle. Incluso, le dijo que hablaría con Max si era necesario para que la dejara libre o le brindara otro horario. Ella se negó, siempre profesional, siempre atenta a cumplir con su desempeño en el consorcio, y le dijo que mejor le llamaría, sintiéndose ella un poco mal por retrasar de nuevo lo inminente.
George no hallaba qué pensar, quería retenerla un rato más, no deseaba dejarla en la empresa de Maximiliano tan pronto.
—¿Te gusta caminar? —le preguntó—. El consorcio no queda lejos y hace un día estupendo.
—¿Y tu carro?
—No te preocupes por eso, caminaré de vuelta para recogerlo.
Se miraron unos segundos estando de pie en la salida del restaurante.
—Bueno, está bien, me encanta caminar —le dijo Lenis con una sonrisa.
Y él sonrió de vuelta.
Bajaron por el ascensor y comenzaron el recorrido.
La gente a su alrededor seguían sus vidas, vivían en su mundo, pasando apurados por un lado de ellos sin percatarse de la existencia de nadie más. Los niños jugaban en el parque junto a sus padres o cuidadores, George contaba anécdotas de su juventud recorriendo esas calles, tiempos de universidad… Quería hacerla reír, porque se veía hermosa riendo, y ella agradeció en silencio el buen trato hacia su persona, intentando recordar la última vez que alguien le había hecho sentir alegre y tranquila. De hecho, era la primera vez en mucho tiempo que por una hora entera no sentía tensión por mentir, miedo por ser encontrada o tristeza por estar sola.
Llegaron al consorcio. Ella miró hacia arriba, hacia lo más alto de la torre, luego a él.
—Gracias por acompañarme hasta acá —le dijo Lenis.
—Es un placer para mí.
Un mechón de cabello de nuevo surcando el rostro de Lenis… George escondió las manos en sus bolsillos, era el mejor movimiento que podía ejecutar para no tocarla.
La secretaria bajó la mirada antes de volver a su rostro y mirarle como a él le gustaba que ella hiciese, con confianza, directo.
—¿Puedo contactarte pronto? —preguntó ella. El rostro de George se tiñó de esperanza. «¿Desea llamarme una próxima vez?»—. Para lo de la asesoría legal.
«Ah…», pensó él. «¿Cómo pude haberlo olvidado?» El bogado creyó por un instante que ella tomaba la iniciativa para una nueva cita.
Él exhaló, aún con las manos en los bolsillos y asintió.
—Avísame cuándo y le pediré a mi asistente que te anote en agenda.
—Gracias.
No se movieron de inmediato. La verdad, es que había sido un encuentro especial para ambos.
Lenis miró a los lados sin mover la cabeza, con cara de circunstancias. Apretó los labios y pidió permiso para retirarse con una mueca ligera de cabeza.
Él asintió también y la vio caminar hacia los ascensores.
Entonces, George detalló su cuerpo, la forma cómo le quedaba la ropa. Sus curvas, la altura, los tacones… Apretó la mandíbula. En su vida, había estado con un número considerable de mujeres, pero más allá de la historia que lo conectaba a él con Lenis, él ya había captado el poder de sensualidad que ella tenía, demasiado atrayente, demasiado hermosa.
Se dio la vuelta y se fue.
Lenis agradeció que el ascensor estuviera solo. Al cerrarse las puertas, soltó todo el aire que había contenido mientras esperaba su llegada. Apoyó las manos en la pared del fondo, inhaló y exhaló, porque sabía que si no se calmaba, tal vez haría un espectáculo, como llorar delante de la gente, algo que odiaba hacer, porque la hacía sentir muy vulnerable.
Se volteó y recostó su espalda en la misma pared donde estuvo apoyada, tocó su pecho, su estómago, necesitaba aire, necesitaba… llorar.
Cerró sus ojos e inhaló profundo varias veces, rápidas veces, el ascensor estaba a punto de llegar a su destino, pero por mucho que intentó evitarlo, al abrir los ojos, una lágrima rodó sobre su mejilla.
La secó rápidamente, el ascensor se había abierto. Aún no era su piso, así que se echó a un lado para dejar entrar a los nuevos pasajeros.
—Buenas tardes —dijo una pelirroja en sus, aparentemente cincuenta años, hermosa, vestida de piel y gamuza de pies a cabeza. Su formas bien cuidadas y rostro de porcelana le hacía parecer más joven.
A Lenis le llamó la atención tanta opulencia y tan buenos cuidados. Lo que para muchas mujeres aquellas prendas pudiesen parecer una exageración, a la dama en cuestión le quedaban muy bien.
—Buenas tardes —respondió la secretaria.
Ambas mujeres se lanzaron miradas rápidas y de cortesía. La pelirroja le dio la espalda enfrentando las puertas del ascensor, el cual no tardó en aterrizar al piso de presidencia.
Cuando Lenis se dio cuenta que la mujer se dirigía al mismo lugar, la recibió:
—Bienvenida, ¿en qué puedo servirle?
La dama se detuvo en seco al mirar fijo a Lenis, quien sintió un escalofrío recorrerle la espalda bajo aquel extraño escrutinio.
Imperceptiblemente, la secretaria echó un paso hacia atrás. Jamás había visto a esa mujer, pero algo llevaba en su mirada, o tal vez era la forma cómo la miraba. Parecía que ella sí la conocía.
—Busco al señor Maximiliano Bastidas.
Lenis asintió. Le costó un poco hablar. No sabía por qué razón se sentía ansiosa ante aquella mujer.
—Por supuesto. Disculpe, ¿quién lo busca?
Le pelirroja se quedó mirándola con los ojos entrecerrados, directo a su cara. Luego de unos segundos, algo sucedió dentro de ella, pareció que algo se aclaraba en su mente.
Una tenue sonrisa curveó sus labios.
—No lo puedo creer. ¿Desde cuándo trabajas aquí?
—Madre, bienvenida —interrumpió el saludo del jefe, mientras éste se acercaba hasta ellas.
«¿Madre?», se preguntó mentalmente su asistente.
Maximiliano dejó un beso en la mejilla de su hermosa progenitora, el cual no fue correspondido a causa de la estupefacción de la mujer. Ella no dejaba de mirar a Lenis, aunque lo intentase y luego, ya con su hijo allí, los empezó a mirar a ambos.
—¿Me explican qué está pasando aquí?
Maximiliano, hasta ese momento, no había pensado en si su madre conocía más detalles de la vida oculta de Turgut, pero ya que ella era su ex esposa, no significaría algo descabellado que la respuesta fuese afirmativa. Sinceramente no lo había pensado, ni él y tampoco los tres que planeaban traerlo de vuelta para hacer justicia. Ya se estaba regañando por eso, debía actuar rápido sino quería que su madre arruinara todo.
—Mamá, ella es mi nueva secretaria —aclaró rápidamente—. Vamos a la oficina, deseo que me cuentes de tu viaje. —Miró a Lenis—. ¿Nos llevas dos cafés, por favor?
—Enseguida —respondió la secretaria.
—¿Me puedes explicar qué sucede aquí? —preguntó la madre de Maximiliano zafándose de su ligero agarre. Él prácticamente la había llevado a rastras hasta el despacho. El Gran Jefe esperó que ella se sentara en uno de los sillones de la pequeña sala acomodada a un lado de la oficina, pegada a uno de los tantos grandes ventanales de aquel edificio. Se trataba de un pequeño espacio que Max usaba poco, solo para recibir algunas visitas, como la de esa tarde. Él se sentó en otro de los sillones. —Espera que Lenis traiga el café. —El CEO comandó aquello de una forma tan seria, que la mujer hizo absoluto silencio. Efectivamente, como lo sabía ya Maximiliano, Lenis no tardó en entrar y dejó las tazas sobre la mesa baja en medio de los muebles, intentando no mirar demasiado a la visita. Después, se retiró dejándolos solos de nuevo. Afuera, la secretaria estampó su cuerpo en la silla frente a la computadora que usaba en el trabajo. «¿Cómo es que no sabía
—Jefferson Smith. Asesor del gobernador desde el primer mandato. Tiene fama de mujeriego, aunque… espera… Sí, tu madre no se equivoca, aquí dice que se casó hace dos años. —Peter leía un informe que le habían enviado a su email personal desde una de sus oficinas donde operaba su agencia de seguridad. Maximiliano escuchaba atentamente la información y todas las interrogantes que iban surgiendo, mientras esperaba que George le devolviera la llamada. No había podido hablar con él, ya que se encontraba en los juzgados. Peter hizo un sonido raro con su voz. —¿Qué? —preguntó Max. El rubio negó con pesar. —No creerás lo que acaban de enviarme. Ambos se habían reunido en el apartamento de Peter y se sentaron en la sala, como casi siempre hacían. El agente de seguridad se quedó contemplando algo en su pantalla, serio, ojos afilados. Max sabía que analizaba lo que veía y vio cómo el jefe de seguridad de su compañía transformaba su cara e
—Buenos días, Lenis. Adelante, toma asiento. —George sostuvo la puerta de su despacho para la hermosa secretaria de Maximiliano Bastidas. —Gracias. —Muy bien. ¿Para qué soy bueno? —preguntó el abogado, con una sonrisa amena, ya cuando se encontraba sentado tras su escritorio. Él había visto demasiado en una sola fotografía hace tan solo unos días. Cuando eso sucedió, luego de ver lo que Peter le había enviado, George decidió no llamar a Lenis esa tarde, sino esperar que ella misma le contactase. No era buena idea presionar, tampoco estar frente a ella sintiendo todo aquello que la imagen le había provocado. Tenía que primero, calmarse un poco para hacer bien su trabajo. Lenis miró su alrededor. Era la primera vez que visitaba la oficina de aquel abogado. Se trataba de un precioso espacio decorado con colores blanco, gris y azul claro. Se parecía mucho al jefe del lugar. George J. Miller siempre se veía impoluto, así como esa oficina, limpia, arreglada
Lenis no se había dado cuenta que George estaba al lado suyo, mucho menos pudo percatarse de la batalla interna que él tenía consigo mismo. El abogado estaba allí cumpliendo una función, siendo su confesor de ley, la escuchaba como clienta, pero estaba consciente de sus ganas de tocarla, abrazarla fuerte y también (y sobre todo), de no poder hacerlo. Además, estaba seguro que si la tocaba, se volvería loco. Lenis no pudo evitar que George viera sus lágrimas, las que por fin cayeron. El abogado le acercó una caja con pañuelos de papel. Ella había secado su cara con las manos, pero aceptó y agradeció el ofrecimiento. —¿Cómo lograste escapar? Lenis absorbió por la nariz y secó mejor su rostro con el papel. —Esperé —respondió ella. Él hizo de nuevo esa mueca de curiosidad—. Sí, esperé que él confiara que yo no me escaparía. Fingí. Esperé que él pensara que en verdad lo amaba, que deseaba estar con él, que me gustaba esa vida que me daba. Esperé que llegar
La secretaria de Maximiliano Bastidas había entrado al gran edificio donde se encontraba el bufete de uno de los mejores abogados de la ciudad. Y había salido ya, con otro semblante en todo su bello rostro. Lenis botó algo en una de las papeleras ubicadas en la acera y se fue caminando, alejándose a pasos agigantados de allí. Una mano masculina acarició la pequeña fotografía de la misma dama que caminaba alejándose de la construcción, la misma que había sido observada entrar y salir por el dueño de esa palma. Al lado de aquella imagen, aparecía el nombre «Lenis Evans» escrito a computadora, aquello se trataba de una planilla de currículum. El dueño de la mano sonrió. Su celular sonó y respondió: —Dime. —Señor, ya tengo la dirección de la señorita Díaz —escuchó al teléfono. Intentando no destruir la pequeña foto por los arranques de rabia que de repente sentía, el receptor de la llamada escuchó bien la información que persona de
Lenis sacó la cabeza para checar los alrededores de la casa. No vio nada anormal ni agentes con actitudes atrevidas a la vista. —¿Qué haces aquí? ¿Cuándo llegaste a la ciudad? —Lenis miró la gorra unicolor que Sias cargaba puesta y con la que, nerviosamente, intentaba esconderse. —Déjame entrar —exigió él, mirando para todos lados. Ella se apartó rápidamente del umbral y cerró la puerta luego de verlo a él estamparse en uno de los sillones de la sala, quitarse la gorra y pasarse una mano por la cabeza. —Tu cabello… —También me lo cambié —respondió él. Él era de cabello negro, como su padre, pero se lo había aclarado un poco. Estiró su pierna izquierda y del bolsillo de su jean sacó un sobre rectangular un poco alargado que sobresalía—. Toma. —Lanzó el sobre sobre la mesa baja—. Ve por tus cosas que nos vamos. —¿Qué? —Ella por fin movió su cuerpo, se había quedado estática viendo a su hermanastro aparecer de la nada, desesperado, con ca
—¡Lenis! Temblaba. Lenis miraba el techo, congelada, y no paraba de temblar. Se sintió liberada del hombre que había caído como saco encima de ella. Después, percibió, como lejanos, unos fuertes brazos elevándola y sacándola de allí. Sus lágrimas, el temblor, el dolor en el cuello, el cansancio emocional y físico, más los recientes recuerdos presentándose frente a ella, no la dejaban divisar quién era la persona que la rescataba. «Mira su rostro», se exigió mentalmente. «Solo un poco más arriba…» —¿Peter? —preguntó, al darse cuenta que era él. Ella percibió, en sus ojos, concentración. La miró fijo segundos antes de ser removida de su agarre. —Llévala —le escuchó decirle a alguien más. Lenis sintió que otra persona la cargaba y la sacaba de la casa. Sentía mareo, dolor de cabeza. Cerró los ojos. El frescor del día la golpeó como si se tratase de hielo seco. Se dejó hacer, se dejó arrullar por alg
—George… —Lenis intentaba reaccionar, ordenar las cosas—. George, por favor… En otras circunstancias, ese «por favor» sería un ruego tan distinto… Él estaba dispuesto a complacerla en todo, a darle el mundo de placer, a adorarla como bien sabía él que ella se merecía, pero ya estaba entendiendo que ese «por favor» intentaba detenerlos. George culminó el beso, colocó ambas manos en su cara, pegó su frente a la de ella, cerró los ojos y suspiró. Se quedaron así por un largo minuto, hasta que la sintió temblar un poco. Separó la cara y la miró. —Tienes frío —aseguró él. A ella no le dio tiempo corroborarlo con palabras. Él la presionó contra sí para que no pasara por la incomodidad de no poder taparse bien con la pequeña toalla que él le había puesto encima. Estiró el brazo y le acercó un albornoz que, gracias a Dios, estaban muy cerca de ellos. —Ten —le dijo él. Ambos maniobraron para que ella se pudiera cubrir bien sin q