—Buenos días, Lenis. Adelante, toma asiento. —George sostuvo la puerta de su despacho para la hermosa secretaria de Maximiliano Bastidas.
—Gracias.
—Muy bien. ¿Para qué soy bueno? —preguntó el abogado, con una sonrisa amena, ya cuando se encontraba sentado tras su escritorio.
Él había visto demasiado en una sola fotografía hace tan solo unos días. Cuando eso sucedió, luego de ver lo que Peter le había enviado, George decidió no llamar a Lenis esa tarde, sino esperar que ella misma le contactase. No era buena idea presionar, tampoco estar frente a ella sintiendo todo aquello que la imagen le había provocado. Tenía que primero, calmarse un poco para hacer bien su trabajo.
Lenis miró su alrededor. Era la primera vez que visitaba la oficina de aquel abogado. Se trataba de un precioso espacio decorado con colores blanco, gris y azul claro. Se parecía mucho al jefe del lugar. George J. Miller siempre se veía impoluto, así como esa oficina, limpia, arreglada
Lenis no se había dado cuenta que George estaba al lado suyo, mucho menos pudo percatarse de la batalla interna que él tenía consigo mismo. El abogado estaba allí cumpliendo una función, siendo su confesor de ley, la escuchaba como clienta, pero estaba consciente de sus ganas de tocarla, abrazarla fuerte y también (y sobre todo), de no poder hacerlo. Además, estaba seguro que si la tocaba, se volvería loco. Lenis no pudo evitar que George viera sus lágrimas, las que por fin cayeron. El abogado le acercó una caja con pañuelos de papel. Ella había secado su cara con las manos, pero aceptó y agradeció el ofrecimiento. —¿Cómo lograste escapar? Lenis absorbió por la nariz y secó mejor su rostro con el papel. —Esperé —respondió ella. Él hizo de nuevo esa mueca de curiosidad—. Sí, esperé que él confiara que yo no me escaparía. Fingí. Esperé que él pensara que en verdad lo amaba, que deseaba estar con él, que me gustaba esa vida que me daba. Esperé que llegar
La secretaria de Maximiliano Bastidas había entrado al gran edificio donde se encontraba el bufete de uno de los mejores abogados de la ciudad. Y había salido ya, con otro semblante en todo su bello rostro. Lenis botó algo en una de las papeleras ubicadas en la acera y se fue caminando, alejándose a pasos agigantados de allí. Una mano masculina acarició la pequeña fotografía de la misma dama que caminaba alejándose de la construcción, la misma que había sido observada entrar y salir por el dueño de esa palma. Al lado de aquella imagen, aparecía el nombre «Lenis Evans» escrito a computadora, aquello se trataba de una planilla de currículum. El dueño de la mano sonrió. Su celular sonó y respondió: —Dime. —Señor, ya tengo la dirección de la señorita Díaz —escuchó al teléfono. Intentando no destruir la pequeña foto por los arranques de rabia que de repente sentía, el receptor de la llamada escuchó bien la información que persona de
Lenis sacó la cabeza para checar los alrededores de la casa. No vio nada anormal ni agentes con actitudes atrevidas a la vista. —¿Qué haces aquí? ¿Cuándo llegaste a la ciudad? —Lenis miró la gorra unicolor que Sias cargaba puesta y con la que, nerviosamente, intentaba esconderse. —Déjame entrar —exigió él, mirando para todos lados. Ella se apartó rápidamente del umbral y cerró la puerta luego de verlo a él estamparse en uno de los sillones de la sala, quitarse la gorra y pasarse una mano por la cabeza. —Tu cabello… —También me lo cambié —respondió él. Él era de cabello negro, como su padre, pero se lo había aclarado un poco. Estiró su pierna izquierda y del bolsillo de su jean sacó un sobre rectangular un poco alargado que sobresalía—. Toma. —Lanzó el sobre sobre la mesa baja—. Ve por tus cosas que nos vamos. —¿Qué? —Ella por fin movió su cuerpo, se había quedado estática viendo a su hermanastro aparecer de la nada, desesperado, con ca
—¡Lenis! Temblaba. Lenis miraba el techo, congelada, y no paraba de temblar. Se sintió liberada del hombre que había caído como saco encima de ella. Después, percibió, como lejanos, unos fuertes brazos elevándola y sacándola de allí. Sus lágrimas, el temblor, el dolor en el cuello, el cansancio emocional y físico, más los recientes recuerdos presentándose frente a ella, no la dejaban divisar quién era la persona que la rescataba. «Mira su rostro», se exigió mentalmente. «Solo un poco más arriba…» —¿Peter? —preguntó, al darse cuenta que era él. Ella percibió, en sus ojos, concentración. La miró fijo segundos antes de ser removida de su agarre. —Llévala —le escuchó decirle a alguien más. Lenis sintió que otra persona la cargaba y la sacaba de la casa. Sentía mareo, dolor de cabeza. Cerró los ojos. El frescor del día la golpeó como si se tratase de hielo seco. Se dejó hacer, se dejó arrullar por alg
—George… —Lenis intentaba reaccionar, ordenar las cosas—. George, por favor… En otras circunstancias, ese «por favor» sería un ruego tan distinto… Él estaba dispuesto a complacerla en todo, a darle el mundo de placer, a adorarla como bien sabía él que ella se merecía, pero ya estaba entendiendo que ese «por favor» intentaba detenerlos. George culminó el beso, colocó ambas manos en su cara, pegó su frente a la de ella, cerró los ojos y suspiró. Se quedaron así por un largo minuto, hasta que la sintió temblar un poco. Separó la cara y la miró. —Tienes frío —aseguró él. A ella no le dio tiempo corroborarlo con palabras. Él la presionó contra sí para que no pasara por la incomodidad de no poder taparse bien con la pequeña toalla que él le había puesto encima. Estiró el brazo y le acercó un albornoz que, gracias a Dios, estaban muy cerca de ellos. —Ten —le dijo él. Ambos maniobraron para que ella se pudiera cubrir bien sin q
George arrimó una de las sillas altas que estaban alrededor de la encimera y se sentó, apoyando los codos encima de los azulejos de mármol. Jamás le contaría lo del beso. —Se está bañando. Ha estado bastante afectada por lo que pasó. —Se culpa. —No fue una pregunta. —Así es —aceptó George—, pero es inteligente, lo superará. Maximiliano lo miró. Conocía muy bien a George, habían sido varios los años de conocerle. Sabía que podía ser un hijo de p**a cuando se lo proponía, que era la mayoría de las veces de su día a día. De hecho, admitía agradarle esa parte de él, pero Max sentía que ahora las cosas debían ser distintas, estaba Lenis de por medio. —Debes tener cuidado con tu forma de ser, tienes que cambiar eso, bájale dos, Miller. Trátala bien. El abogado arrugó las cejas. —¿Qué mier…? —¿Señor Bastidas? —Lenis abrió mucho los ojos y se acercó a ellos, pero por un segundo no pudo evitar ver un poco todo lo que le rodeaba.
Lenis miraba el horizonte desde la terraza del apartamento de George. Hacía fresco, fresco frío. El suéter que cargaba puesto no le ayudaba a conseguir calentarse demasiado. El abogado la vio desde la sala y notó que ella luchaba con sus brazos para obtener algo de calor. Quiso preguntarle por qué no entraba, pero sabía que tal vez ella necesitara respirar aire puro, además, conocía de sobra el efecto tranquilizador de aquel paisaje. Lenis casi respinga por el ligero susto al sentir que la cubrían con algo. —Ten. Era de mi madre, te servirá —explicó George, mientras colocaba sobre los hombros de ella una gran tela suave color turquesa. Lenis miró la tela y se sorprendió. —Oh, ¡qué belleza, George! —Acomodó la prenda de tal forma, que pudiese ver mejor el diseño y al mismo tiempo seguir estando cubierta contra la ventisca—. Es una pashmina turca —acertó ella—. Tu madre… —Detuvo sus palabras. Ella le diría que su madre tenía buen gusto,
Lenis suspiró. Estaba cansada de sentirse mal, de tener miedo, del fresco frío de la terraza también y hasta del enorme gusto por ese hombre, lo que sentía presionarse contra su cuerpo en todo momento, como una almohada pesada y cruel, cada vez que la miraba, cada vez que le hablaba, recordándole repetidas veces que hace unas horas había estado en sus brazos, la había deseado y tocado como ningún otro hombre antes. Su esposo nunca la había tocado así, ni siquiera en ese corto lapso de tiempo en el que ella no se percataba de lo que él tenía guardado, de su realidad, de su verdadero yo, de lo que venía a continuación con un matrimonio arreglado por su madre y su padrastro, en ese tiempo donde él fingía ser una pareja hermosa, acertada y hasta fiel. Sin embargo, debía batallar contra esos sentimientos. Además, no podía seguir queriéndose esconder siempre en una madriguera, como un animal asustado por el mundo exterior. Se volteó de nuevo hacia él y habló con firmeza.