La brisa removía su cabello negro bien cortado, pero también le hacía cerrar los ojos y sentir un momento de tranquilidad.
George necesitaba estar así, tranquilo, al ras de sus sentidos. La hermosa secretaria de una de las personas en las que más confiaba, Lenis Evans, le había devuelto la llamada para decirle que sí a un almuerzo. Y por increíble que pareciera, eso lo había puesto muy nervioso.
Max le había relatado lo sucedido en el despacho del consorcio, desde entonces, la preocupación no había amainado. Estaba más que seguro (los tres, Max, Peter y él) de que a ella le había ocurrido algo muy malo. Pero para averiguarlo y saber si sus sospechas eran ciertas, debía seguir con el plan.
El Plan A se daba, si él aseguraba que ella no sabía quién era él y quiénes eran los otros dos caballeros en la vida de Ferit Turgut. De ser así, entonces él intentaría todo lo que estuviese a su alcance para que ella depositara plena confianza en él y así averiguar el parad
—George, yo… —comenzó a decir Lenis, sintiéndose incómoda por tutearle. Suspiró. Los nervios y las dudas, así como la aprehensión, acabarían con ella— deseo hablar con el abogado, no con el hombre con quien comparto un almuerzo. Su cara, sus muecas determinadas, la seriedad en sus ojos, más sus palabras, hicieron que George se enderezara y la mirara fijamente. —Lenis, si deseas una asesoría legal, podemos hacer una cita en mi despacho. —Entiendo que no quieras hablar de trabajo ahora, pero… —su rostro se arrugó un poco— no tengo mucho tiempo. Él cambió la expresión, una especie de preocupación mezclada con intriga afloró a través de sus muecas. —Está bien. —Se despegó del espaldar y pegó los codos al mantel, uniendo sus manos. Él presentía que, lo que ella le contaría, no sería nada bueno. Por alguna razón quería retrasar esa conversación—. Déjame proponerte algo. Disfrutemos del almuerzo, ¿está bien? Mira estas vistas. —Volteó la cara hacia e
—¿Me puedes explicar qué sucede aquí? —preguntó la madre de Maximiliano zafándose de su ligero agarre. Él prácticamente la había llevado a rastras hasta el despacho. El Gran Jefe esperó que ella se sentara en uno de los sillones de la pequeña sala acomodada a un lado de la oficina, pegada a uno de los tantos grandes ventanales de aquel edificio. Se trataba de un pequeño espacio que Max usaba poco, solo para recibir algunas visitas, como la de esa tarde. Él se sentó en otro de los sillones. —Espera que Lenis traiga el café. —El CEO comandó aquello de una forma tan seria, que la mujer hizo absoluto silencio. Efectivamente, como lo sabía ya Maximiliano, Lenis no tardó en entrar y dejó las tazas sobre la mesa baja en medio de los muebles, intentando no mirar demasiado a la visita. Después, se retiró dejándolos solos de nuevo. Afuera, la secretaria estampó su cuerpo en la silla frente a la computadora que usaba en el trabajo. «¿Cómo es que no sabía
—Jefferson Smith. Asesor del gobernador desde el primer mandato. Tiene fama de mujeriego, aunque… espera… Sí, tu madre no se equivoca, aquí dice que se casó hace dos años. —Peter leía un informe que le habían enviado a su email personal desde una de sus oficinas donde operaba su agencia de seguridad. Maximiliano escuchaba atentamente la información y todas las interrogantes que iban surgiendo, mientras esperaba que George le devolviera la llamada. No había podido hablar con él, ya que se encontraba en los juzgados. Peter hizo un sonido raro con su voz. —¿Qué? —preguntó Max. El rubio negó con pesar. —No creerás lo que acaban de enviarme. Ambos se habían reunido en el apartamento de Peter y se sentaron en la sala, como casi siempre hacían. El agente de seguridad se quedó contemplando algo en su pantalla, serio, ojos afilados. Max sabía que analizaba lo que veía y vio cómo el jefe de seguridad de su compañía transformaba su cara e
—Buenos días, Lenis. Adelante, toma asiento. —George sostuvo la puerta de su despacho para la hermosa secretaria de Maximiliano Bastidas. —Gracias. —Muy bien. ¿Para qué soy bueno? —preguntó el abogado, con una sonrisa amena, ya cuando se encontraba sentado tras su escritorio. Él había visto demasiado en una sola fotografía hace tan solo unos días. Cuando eso sucedió, luego de ver lo que Peter le había enviado, George decidió no llamar a Lenis esa tarde, sino esperar que ella misma le contactase. No era buena idea presionar, tampoco estar frente a ella sintiendo todo aquello que la imagen le había provocado. Tenía que primero, calmarse un poco para hacer bien su trabajo. Lenis miró su alrededor. Era la primera vez que visitaba la oficina de aquel abogado. Se trataba de un precioso espacio decorado con colores blanco, gris y azul claro. Se parecía mucho al jefe del lugar. George J. Miller siempre se veía impoluto, así como esa oficina, limpia, arreglada
Lenis no se había dado cuenta que George estaba al lado suyo, mucho menos pudo percatarse de la batalla interna que él tenía consigo mismo. El abogado estaba allí cumpliendo una función, siendo su confesor de ley, la escuchaba como clienta, pero estaba consciente de sus ganas de tocarla, abrazarla fuerte y también (y sobre todo), de no poder hacerlo. Además, estaba seguro que si la tocaba, se volvería loco. Lenis no pudo evitar que George viera sus lágrimas, las que por fin cayeron. El abogado le acercó una caja con pañuelos de papel. Ella había secado su cara con las manos, pero aceptó y agradeció el ofrecimiento. —¿Cómo lograste escapar? Lenis absorbió por la nariz y secó mejor su rostro con el papel. —Esperé —respondió ella. Él hizo de nuevo esa mueca de curiosidad—. Sí, esperé que él confiara que yo no me escaparía. Fingí. Esperé que él pensara que en verdad lo amaba, que deseaba estar con él, que me gustaba esa vida que me daba. Esperé que llegar
La secretaria de Maximiliano Bastidas había entrado al gran edificio donde se encontraba el bufete de uno de los mejores abogados de la ciudad. Y había salido ya, con otro semblante en todo su bello rostro. Lenis botó algo en una de las papeleras ubicadas en la acera y se fue caminando, alejándose a pasos agigantados de allí. Una mano masculina acarició la pequeña fotografía de la misma dama que caminaba alejándose de la construcción, la misma que había sido observada entrar y salir por el dueño de esa palma. Al lado de aquella imagen, aparecía el nombre «Lenis Evans» escrito a computadora, aquello se trataba de una planilla de currículum. El dueño de la mano sonrió. Su celular sonó y respondió: —Dime. —Señor, ya tengo la dirección de la señorita Díaz —escuchó al teléfono. Intentando no destruir la pequeña foto por los arranques de rabia que de repente sentía, el receptor de la llamada escuchó bien la información que persona de
Lenis sacó la cabeza para checar los alrededores de la casa. No vio nada anormal ni agentes con actitudes atrevidas a la vista. —¿Qué haces aquí? ¿Cuándo llegaste a la ciudad? —Lenis miró la gorra unicolor que Sias cargaba puesta y con la que, nerviosamente, intentaba esconderse. —Déjame entrar —exigió él, mirando para todos lados. Ella se apartó rápidamente del umbral y cerró la puerta luego de verlo a él estamparse en uno de los sillones de la sala, quitarse la gorra y pasarse una mano por la cabeza. —Tu cabello… —También me lo cambié —respondió él. Él era de cabello negro, como su padre, pero se lo había aclarado un poco. Estiró su pierna izquierda y del bolsillo de su jean sacó un sobre rectangular un poco alargado que sobresalía—. Toma. —Lanzó el sobre sobre la mesa baja—. Ve por tus cosas que nos vamos. —¿Qué? —Ella por fin movió su cuerpo, se había quedado estática viendo a su hermanastro aparecer de la nada, desesperado, con ca
—¡Lenis! Temblaba. Lenis miraba el techo, congelada, y no paraba de temblar. Se sintió liberada del hombre que había caído como saco encima de ella. Después, percibió, como lejanos, unos fuertes brazos elevándola y sacándola de allí. Sus lágrimas, el temblor, el dolor en el cuello, el cansancio emocional y físico, más los recientes recuerdos presentándose frente a ella, no la dejaban divisar quién era la persona que la rescataba. «Mira su rostro», se exigió mentalmente. «Solo un poco más arriba…» —¿Peter? —preguntó, al darse cuenta que era él. Ella percibió, en sus ojos, concentración. La miró fijo segundos antes de ser removida de su agarre. —Llévala —le escuchó decirle a alguien más. Lenis sintió que otra persona la cargaba y la sacaba de la casa. Sentía mareo, dolor de cabeza. Cerró los ojos. El frescor del día la golpeó como si se tratase de hielo seco. Se dejó hacer, se dejó arrullar por alg