Elizabeth se levantó de su cama antes de que la alarma programada en su viejo reloj despertador pudiera sonar. Tenía el tiempo medido: veinte minutos para bañarse, cambiarse y desayunar; media hora caminando hasta el subterráneo para esperar el Metro; casi cincuenta minutos más para desembarcar a casi 14 calles de la Quinta Avenida de Nueva York donde empezaba su turno en un modesto restaurante en el que le pagaban poco, pero que ayudaba a sumar para lo que necesitaba: sobrevivir.
Le preocupaba la salud de Susan, su madre, que en los últimos meses se había deteriorado después de aquella caída mientras trataba de tomar un autobús. Prácticamente estaba atada a una silla de ruedas.
Y por otro lado, estaba su rebelde hermana menor. Aunque era hija de otro hombre ella y su hermana tenían algo en común: sus padres nunca estuvieron ahí. Por lo menos, pensó, el de su hermana Stephany compartió algunos años de su vida, pero el suyo es solo una sombra del que nadie quiere hablar.
Esa mañana hacía frío. Aunque apenas empezaba octubre, la temperatura en la Gran Manzana había bajado y no pudo evitar pensar en su madre a quien el clima gélido le afectaba más sus dolencias. Mientras cepillaba su cabello de un rubio cobrizo el espejo le devolvía la imagen de mujer bella pero que en el fondo de sus ojos verdes parecía anidarse una sombra que le quitaba la alegría.
Hacía esfuerzos para costear el estudio de su hermana. Mantener al día la renta del pequeño departamento en Brooklyn y estirar los dólares para que nada falte en la alacena. Trabajaba más de 12 horas diarias y al final de la jornada solo pensaba llegar a casa y desplomarse sobre la vieja cama.
Elizabeth trabajaba en un pequeño restaurante mexicano en el que ayudaba durante ocho horas en la administración del negocio y al terminar su turno, comía algo rápido (y económico) para recargar fuerzas y emprender su caminata hasta la concurrida Avenida que recorría de punta a punta promocionando porciones de tortas de chocolate que ella misma cocinaba y que vendía en cinco dólares cada una pero que, si las vendía todas, al final de tarde podría llevar 60 dólares a casa.
Al terminar la jornada caminaba como zombie hasta la estación del Metro y pegaba su cara a la ventanilla mientras dejaba volar su imaginación. Siempre se preguntaba cómo hubiera sido su vida si su padre no la hubiera abandonado. ¿Cómo era él? ¿Por qué su madre nunca le decía nada sobre él?¿Cómo era posible que en su casa no pudiera encontrar ni una foto del hombre que le dio la vida?
Ya se había rendido. No le preguntaba más a su madre por “ese hombre”, como Susan solía referirse al padre de Elizabeth. Desde muy jovencita entonces entendió que le tocaba a ella duplicar esfuerzos para sacar su hogar adelante. Tal vez por eso había sido tan mala para el amor.
Sonrió mientras se acomodaba en su asiento pensando en el guapo de Bernie. Era un buen muchacho, pero Bernie no estaba buscando una novia para mantener una relación: Bernie quería lo que muchos solo querían de ella. Tener sexo. Relaciones casuales. Y aunque había tenido una que otra relación con algunos jóvenes, no perdía la esperanza de que algún día encontraría un príncipe azul que le cambiaría las vida.
-Qué estúpida soy- pensó - al caer en cuenta que a sus 24 años todavía estaba pensando como colegiala en “príncipes azules” que, ella sabía, sólo existían en las películas románticas o en los cuentos infantiles.
Bastante trabajo tenía ya con quitarse de encima al grasiento y malencarado administrador del restaurante que más de una vez había pretendido tocarla y, muchas más, la arrinconaba para pedirle “una cita”. No sabía hasta dónde aguantaría, pero pensaba en la necesidad del dinero, en su madre y en su hermana, y manejaba lo mejor que podía la situación.
Elizabeth había cursado tres años de Administración Hotelera y, a la vez gracias a una beca, finalizó un curso de cocina. Todo ese esfuerzo no representaba en realidad lo que ganaba cada mes.
Apenas si quedaban unos dólares después de sacar gastos de medicinas y médicos de su madre, mantener a su hermana menor, transportes, alimentación… Esa noche, por ejemplo, le quedaban aún cuatro porciones de tortas por vender. “16 dólares menos”, pensó.
Pero no se quejaba.
Había tenido días peores. Ella nunca estaba dispuesta a desfallecer, pero seguía manteniendo la esperanza de que, algún día, su suerte podría cambiar.
Y fue a mediados de diciembre, en medio de su rutinaria caminata ofreciendo sus tortas de chocolate, cuando un hombre elegante, de edad madura, ataviado con una fina y costosa gabardina, de caminar pausado y con mucha clase, se acercó a ella cuando estaba ofreciendo una de sus últimas tortas del día.
Ella, con su piel trigueña y ese destello esmeralda en la mirada que resaltaba su optimismo oculto, lo saludó con amabilidad. El hombre detalló por un momento la figura de la muchacha: delgada, adornada con un cabello rubio cobrizo y una sonrisa perfecta que la hacía destacar, incluso. entre su vestimenta corriente, la cual apenas reflejaba su verdadera belleza.
El hombre, enfundado en el sobretodo negro, de pelo cano y ojos verdes, probó un trozo de la torta, la saboreó con lentitud y miró con curiosidad a la muchacha quien, impaciente, esperaba que el hombre le pagara: aún tenía mucho camino que recorrer, muchas tortas que vender y su madre la esperaba en casa.
—¿Haces tú misma estas tortas? —preguntó él.
—Sí, señor —respondió ella—. Las preparo en casa y las vendo para cubrir los
gastos.
—Pero tú tienes un trabajo fijo…¿o sólo vendes tortas? —continuó él evaluando a Elizabeth con extraño interés.
Elizabeth respiró hondo. Este hombre parecía un mundo aparte, alguien que no necesitaba comprender sus luchas ni quedarse ahí, escuchando la vida insignificante de una extraña..
—Trabajo en un pequeño restaurante. Hago un poco de todo, pero es solo temporal.
El hombre del sobretodo negro asintió, pensativo.
—¿Sabes? Suelo pasar con frecuencia por aquí y siempre te veo vendiendo tus tortas y pensaba que tal vez, podrías interesarte en una propuesta que….
—No, no, no señor. Usted se equivoca conmigo. El hecho de que esté vendiendo tortas no significa que estoy tratando de conseguir algunos “favores” de hombres…— le cortó ella enojada a punto de emprender la marcha.
—No me malinterpretes— ripostó el hombre. Lo que iba a decirte es que ando en busca de una persona con ganas de triunfar que pueda ocupar el puesto de asistente de administración de uno de mis restaurantes. Claro, solo si te interesa…
Ella hizo un silencio penoso, pensando que había quedado en ridículo frente a ese señor que definitivamente no tenía aspecto de acosador.
—Busco a alguien que, ¿cómo decirlo?, tenga hambre de aprender y la fuerza para superar los retos. ¿Te interesaría? - le volvió a preguntar el hombre mientras le extendía a la muchacha una sobria tarjeta de presentación. “George Norton. Propietario de la cadena de restaurantes Norton¨s. NY.” En la letra más pequeña había una dirección y un número de contacto.
—A propósito, no me has dicho tu nombre..
—Elizabeth. Elizabeth Clifford.
El hombre hurgó en su billetera de cuero de búfalo y sacó un billete de 50 dólares que extendió a la muchacha. Elizabeth lo tomó pensando que no tenía forma de darle cambio.
--Quédate con el cambio. Y no te olvides que espero tu visita.
Aquel instante marcó un punto de inflexión.
A sus ojos, él no era solo un cliente más que quería probar una torta casera de chocolate: ese hombre, George Norton, era, tal vez, su pasaporte que le daba la posibilidad de transformar su vida. La oportunidad que el destino le estaba regalando para poder probar de lo que Elizabeth Clifford podría ser capaz.
Esa fría mañana de noviembre, Elizabeth demoró más de lo usual frente al espejo. No era una mujer de arreglarse demasiado. Era fresca y descomplicada, pero esta vez quería que la vieran…”distinta”. Más elegante y madura.Sabía que tenía una entrevista que podría ser crucial para su destino y el de su familia. Hurgó del pequeño clóset su mejor traje, se delineó con paciencia las cejas, se echó un poco de rubor y reafirmó con un pincel el rojo de sus labios.--Te ves hermosa hija. ¿A dónde vas tan elegante?- le preguntó su madre.-- A jugarme nuestro futuro madre. A jugarme nuestro futuro…Una hora después, estaba sentada esperando pacientemente en la oficina de Norton¨s intentando controlar el temblor en sus manos mientras su mirada recorría el lugar. Las paredes estaban adornadas con cuadros elegantes y los muebles, impecables, relucían en un estilo moderno y sofisticado. Parecía un mundo tan lejano al suyo que por un momento dudó si realmente pertenecía allí.“Qué diablos”, dijo par
La mañana era fresca y soleada en el club de tenis, y el aire vibraba con la energía contenida de los jugadores. Anthony y Mark, hermanos gemelos idénticos hijos de George Norton y Katerin, se encontraban en medio de un partido que hacía tiempo venían aplazando. Aunque ambos eran competentes en la cancha, el tenis era una de las pocas áreas en las que Anthony se sentía superior. A pesar de las discusiones, apuestas y juegos de poder que mantenían en otras facetas de sus vidas, aquel juego era el único lugar donde él sentía que tenía la ventaja.El marcador estaba ajustado, pero la ventaja la llevaba Anthony, quien disfrutaba de cada golpe, cada punto, cada expresión de frustración en el rostro de su hermano cuando erraba un tiro.—¿Te cansaste, hermano? —le dijo Anthony entre risas, mientras sacaba con fuerza y colocaba la bola al otro extremo de la cancha, obligando a Mark a correr ara intentar alcanzarla. Mark bufó, levantándose para servir con una mirada de determinación.—Sabes,
Elizabeth recordaba sus primeros días en el restaurante Norton’s como si fuera ayer. Después de años de sacrificio, finalmente había logrado una oportunidadreal. Desde pequeña, su vida había sido una cadena de responsabilidades: su madre la había criado sola, y Elizabeth, siendo la hermana mayor, había aprendido a ayudar en casa desde que tenía memoria. Sus estudios siempre habían sido su refugio, y gracias a su esfuerzo y una beca, había logrado estudiar Administración y cocina en la universidad.Ser la asistente de administración del restaurante principal de la cadena de George Norton durante dos años , fue un honor inmenso. George era un hombre serio, de carácter exigente, pero con ella había sido justo, reconociendo su empeño y dedicación.Con el tiempo, él empezó a elogiar su trabajo, y cuando compartía sus éxitos con su esposa, Margaret, Elizabeth notaba el peso de una mirada incómoda sobre ella. Era una chispa de hostilidad que solo iba creciendo.La noticia de la adjudicación
El helado viento de noviembre azotaba con fuerza las aceras de Manhattan enNueva York, mientras Mark y Anthony Norton, dos hermanos idénticos enapariencia, pero polos opuestos en esencia, se encontraban en uno de losrincones más solitarios del Central Park que quedaba a pocos pasos de la sedeprincipal del restaurante Norton’s, la joya del imperio que les había dejado sudifunto padre.Para cualquiera que los viera desde lejos, ambos serían indistinguibles. La mismaestatura, la misma complexión atlética, el mismo cabello castaño perfectamentepeinado. Sin embargo, mientras Mark tenía una expresión reservada, casimelancólica, Anthony destilaba una energía imperturbable, un aire de arroganciaque sólo empeoró cuando estaba frente a su hermano.—Mark, no me digas que tú también crees que esa mujer merece algo de esto—soltó Anthony, con desdén, rompiendo el incómodo silencio entre ellos.Mark apretó los labios y guardó silencio. Las palabras de Anthony le provocabanuna especie de n
La llegada de Adrián Ríos, un inmigrante colombiano al restaurante Norton’s, marcó un cambio sutil perosignificativo en la atmósfera del lugar. Desde el primer momento en que cruzó laspuertas, su energía vibrante y su carisma atrajeron tanto admiradores comodetractores. George Norton lo había contratado meses antes de su muerte, perosu incorporación oficial coincidió con los días más caóticos para la familia.Mientras tanto, Margareth se había negado hacer un sepelio simbólico por la muerte de su hijo aduciendo que "sin un cuerpo presente no iba a dar a su hijo por muerto", lo ciertto es que dentro de la cadena de restaurantes había un explícito ambiente de luto. Primero, la muerte de George, el patriarca y xdespués,m la trágica desaparición de unop de los gemelos.Y ahora, respondiendo a un anuncio publicado en The New York Times, había aparecido Adrián, con ese porte irrevberente y una prepotencvia que fastidiaba.Adrián era un chef con un currículum impresionante: había trabaj
Mientras el romance florecía entre Elizabeth y aquel que creía ella que era Mark, las sorpresas aún no paraban de llegar.La relativa tranquilidad que tenía la ahora viuda y poderosa Margaret Norton se hizo añicos cuando aquella mañana el timbre resonó en su puerta.Y allí, con la misma elegancia que había mantenido desde décadas atrás, estaba plantada frente a su puerta con un hermoso atuendo de diseñador que disimulaban sus más de sesenta años. Y es que la aparición de Beatrice Evans en la mansión Norton tomó a todos por sorpresa.Beatrice, había sido en su juventud una antigua amiga y de las priumeras socias que tuvbo George cuando empezó a construir su fortuna. Era una socia que había jugado un papel crucial en los primeros años de la cadena de restaurantes. Dueña de una refinada elegancia y una inteligencia afilada, Beatrice irradiaba una autoridad que incluso Margaret encontraba difícil de ignorar.—Es un placer volver a verte, Margaret —dijo Beatrice al entrar al salón princ
La noche en Nueva York era un lienzo de luces titilantes y sombras danzantes. En el amplio ventanal del penthouse donde ahora vivía, Anthony —convertido en Mark para el mundo— observaba la ciudad con el corazón latiendo con fuerza. Aquella noche no era una más. Había invitado a Elizabeth a cenar, pero en su interior sabía que era mucho más que eso.Era una declaración.Un salto al abismo.Elizabeth llegó envuelta en un vestido de seda color esmeralda, que realzaba el brillo de sus ojos y su piel trigueña. Al verla, Anthony sintió un nudo en la garganta. No era solo su belleza lo que lo cautivaba, sino la fuerza con la que ella se había abierto camino en la vida. Y ahora, sin saberlo, estaba cayendo en los brazos de un hombre que no era quien decía ser.Durante la cena, las risas y las miradas furtivas fueron cediendo paso a una tensión electrizante. Anthony se acercó, deslizando su mano sobre la de Elizabeth, sintiendo cómo su piel se estremecía bajo su roce.—Nunca imaginé que podría
Los días siguientes al encuentro con Elizabeth fueron una mezcla de euforia y miedo para Anthony. Por primera vez en su vida, se sentía completo, pero al mismo tiempo, la culpa lo devoraba. Sabía que estaba viviendo en un castillo de naipes, y tarde o temprano, la verdad se derrumbaría sobre él.Estaba atrapado en una tormenta de sentimientos que jamás había experimentado. Durante años, se había rodeado de mujeres, juegos, licor y noches interminables de juerga. Pero nada de eso lo había llenado. Nada de eso le había dado la sensación de pertenencia y paz que ahora, con Elizabeth en sus brazos, sentía.Sin embargo, sabía que era una felicidad ficticia. Una mentira disfrazada de pasión. Porque el hombre que ella amaba no existía. Él no era Mark.Una mañana, mientras revisaba documentos en su oficina, un sobre misterioso llegó a su escritorio. Dentro había una foto borrosa, pero clara en su significado: él, Anthony, entrando al penthouse con Elizabeth la noche anterior. Junto a la image