ELIZABETH

Esa tarde, después de una pausa en su trabajo, los recuerdos inundaron su mente. Llegó hasta ella la sonrisa cariñosa de su madre Susan,  que en los últimos meses había quedado confinada a una silla de ruedas por una caída mientras esperaba el bus. Y pensaba en Stephany, su rebelde hermana menor que aunque  era hija de otro hombre, compartía con  ella algo en común: sus padres hoy estaban ausentes.

--Por lo menos Edward de vez en cuando te visita. El mío es un fantasma: jamás lo he visto y mamá nunca habla de él-- recordó Elizabeth una de las tantas conversaciones con su hermana.

En ese torrente de recuerdos llegó a su mente la imagen de Vicente, el dueño del pequeño restaurante mexicano donde trabajó, que buscaba cualquier pretexto para acosarla.

Espantó la imagen y se vio sonreír cuando pensó en Bernie: era un buen muchacho, pero Bernie no estaba buscando una novia para mantener una relación: él solo quería lo que muchos solo querían de ella. Tener sexo. Relaciones casuales. Y aunque había tenido una que otra relación con algunos jóvenes, no perdía la esperanza de que algún día encontraría un príncipe azul que le cambiaría las vida.

-Qué estúpida era- pensó - Siempre esperé que llegara  un príncipe azul como si mi vida fuera un cuento de hadas.

Mientras trataba de concentrarse repasando unos papeles que debía ordenar para que George los firmara, se sonrió pensando en sus  tres años de Administración Hotelera y, los sacrificios que debió hacer para estudiar, además, en la noche, un curso de alta cocina.

-No me arrepiento de nada, pero, carajo, todo pudo ser mejor ... .- dijo para sí.

Recordaba las exigencias de su hermana apenas pisaba la puerta, exhausta por los estudios y el trabajo:

--¿Y eso fue lo que trajiste hoy? ¿Acaso en esta casa no podemos comer algo más que pollo?

-No le prestes atención hija-- mediaba su madre --está en esa edad, tú sabes…

Nadie, ni su madre, sabía el sacrificio que debía hacer para llevar cada día algunos dólares a su casa. 

Recordó las trasnochadas mientras horneaba tortas que tenía que salir a vender luego de su jornada laboral, para que la renta y la comida, no faltaran,

Pero nunca se quejaba, pero sabía que si no hubiera sido por George, su presente seguiría siendo incierto.

--Ah, George, George… ¿será que los ángeles de las guarda sí existen--dijo casi en un murmullo mientras sacudía la cabeza y recordaba ese primer encuentro:

Era mediados de diciembre, cuando caminaba ofreciendo sus tortas de chocolate, y ese hombre elegante, de edad madura, ataviado con una fina y costosa gabardina, de caminar pausado y con mucha clase, se acercó a ella.

Sus ojos de destellos esmeralda contrastaba con su piel trigueña y ni siquiera su vestimenta sencilla y su poco maquillaje, podían ocultar su belleza.

No se dio cuenta en qué momento ese hombre elegante de porte imponente, enfundado en el sobretodo negro, de pelo cano y ojos verdes, apareció frente a ella.

Revivió el momento exacto en que George, el rey de los restaurantes en Nueva York, probó un trozo de la torta que estaba vendiendo, la saboreó con lentitud y la miró con curiosidad  tan extraña que la incomodó.

¿Haces tú misma estas tortas? —le había preguntado él.

Sí señor —respondió ella—. Las preparo en casa y las vendo para cubrir los

gastos.

Pero tú tienes un trabajo fijo…¿o sólo vendes tortas? —continuó él evaluando a Elizabeth con extraño interés.

—Trabajo en un pequeño restaurante. Hago un poco de todo, pero es solo temporal.

El hombre del sobretodo negro asintió, pensativo.

—¿Sabes?  Suelo pasar con frecuencia por aquí y siempre te veo vendiendo tus tortas y pensaba que tal vez, podrías interesarte en una propuesta que….

No, no, no señor. Usted se equivoca conmigo. El hecho de que esté  vendiendo tortas no significa que estoy tratando de conseguir algunos “favores” de hombres…— le cortó ella enojada a punto de emprender la marcha.

No me malinterpretes— ripostó el hombre. Lo que iba a decirte es que ando en busca de una persona con ganas de triunfar que pueda ocupar el puesto de asistente de administración de uno de mis restaurantes. Claro, solo si te interesa…

Ella hizo un silencio penoso, pensando que había quedado en ridículo frente a ese señor que definitivamente no tenía aspecto de acosador.

Busco a  alguien que, ¿cómo decirlo?, tenga hambre de aprender y la fuerza para superar los retos. ¿Te interesaría? - le volvió a preguntar el hombre mientras le extendía a la muchacha una sobria tarjeta de presentación. “George Norton. Propietario de la cadena de restaurantes Norton¨s. NY.” En la letra más pequeña había una dirección y un número de contacto.

El hombre hurgó en su billetera de cuero de búfalo y sacó un billete de 50 dólares que extendió a la muchacha. Elizabeth lo tomó pensando que no tenía forma de darle cambio.

--Quédate con el cambio. Y no te olvides que espero tu visita.

Aquel instante marcó un punto de inflexión. 

Elizabeth Graham dejó a un lado los papeles que había terminado de ordenar, se frotó las manos, se levantó de la silla y respiró profundo. No iba a ser fácil, pero tenía que demostrarle a todos de lo que ella podría ser capaz.

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