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A LA CAZA DEL SUEÑO

Esa fría mañana de noviembre, Elizabeth demoró más de lo usual frente al espejo. 

No era una mujer de arreglarse demasiado. Era fresca y descomplicada, pero esta vez quería que la vieran…”distinta”. Más elegante y madura.

Sabía que tenía una entrevista que podría ser crucial para su destino y el de su familia. Hurgó del pequeño clóset su mejor traje, se delineó con paciencia las cejas, se echó un poco de rubor y reafirmó con un pincel el rojo de sus labios.

--Te ves hermosa hija. ¿A dónde vas tan elegante?- le preguntó su madre.

-- A jugarme nuestro futuro madre. A jugarme nuestro futuro…

Una hora después, estaba sentada esperando pacientemente en la oficina de Norton¨s intentando controlar el temblor en sus manos mientras su mirada recorría el lugar. Las paredes estaban adornadas con cuadros elegantes y los muebles, impecables, relucían en un estilo moderno y sofisticado. Parecía un mundo tan lejano al suyo que por un momento dudó si realmente pertenecía allí.

Qué diablos”, dijo para sí. “Nada pierdo con intentar. Después de todo, siempre quise saber cómo viven los ricachones. Por lo menos, no estoy perdiendo el tiempo”.

George Norton, el dueño del restaurante, la observaba desde el otro lado de su escritorio con una leve sonrisa. Había algo en su mirada que irradiaba seguridad y, al mismo tiempo, un aire reservado y misterioso.

Elizabeth había entrado a la oficina con una mezcla de nervios y esperanza. Sabía que esta entrevista era crucial, quizás su única posibilidad de dejar atrás años de incertidumbre. George Norton, seguía observándola, con una expresión entre curiosa y divertida. Mientras él revisaba los papeles, ella lo miraba en silencio, intentando no pensar en el caos de su vida cotidiana y al mismo tiempo preguntándose cómo era posible que a un hombre así le hubiera llamado la atención una insignificante vendedora callejera. 

De pronto se imaginó cosas terribles. 

¿Y si estaba equivocada y lo que pretendía ese hombre que rayaba ya en la edad madura era hacerle proposiciones indecorosas? Pero volvió a mirar de reojo al hombre frente a él y su instinto le decía que no encajaba en el cuadro de esa clase de hombres. 

Ese que estaba frente a ella, tenía demasiada clase para ser así.

George levantó la vista y le ofreció una sonrisa calculada.

—Elizabeth, he revisado tus antecedentes y, aunque tu experiencia no es muy significativa, creo que tienes algo que no se encuentra en un currículum.

--Y eso…¿cómo qué es? Preguntó Elizabeth casi en un susurro.

--Es algo que he andado buscando y que por muchas razones aún no había encontrado….

--¿Y eso es…? – insistió ella.

--¿Recuerdas la película de Rocky Balboa? ¿Sabes qué era lo que Rocky tenía que no poseía su rival? ¡Hambre! ¡Sed de triunfar! ¡Ganas de salir adelante! Y eso es lo que en este instante estoy viendo frente a mi. Ella quedó en silencio, abrumada por las palabras de George. Asintió, en parte agradecida, en parte atónita. ¿Él realmente la veía como alguien con potencial?

¿Él era capaz de ver un futuro en ella que era una bolsa llena de problemas?

—Así que mi estimada señorita—La voz de George la sacó de su abstracción. --

Me complace decir que el puesto es tuyo —continuó George—, si decides aceptarlo, claro.

Las palabras le llegaron como un bálsamo, pero también desataron un torrente de recuerdos y emociones difíciles de contener.

Su vida empezó a pasar frente a ella en un mar vertiginoso de imágenes.

Elizabeth recordaba el pequeño departamento en el que vivían: dos habitaciones minúsculas, apenas suficientes para su madre, su hermana menor y ella. Cada rincón parecía impregnado de sus luchas y sacrificios. Las paredes estaban desnudas, el mobiliario era básico, y la humedad en el techo era un testigo de las pocas comodidades que podían darse. 

Su madre, con la salud cada vez más deteriorada, dependía de ella para casi todo, y su hermana menor, hija de otro hombre que también las había abandonado, le recordaban la fragilidad de su familia.

Desde joven, aunque solo le llevaba tres años, ella había sido como una madre para Stephany. Le enseñó a leer y a escribir, a prepararse un desayuno sencillo y a soñar, aunque en su hogar no hubiese demasiado espacio para ilusiones. 

A pesar de todo, intentaba mantener viva la esperanza que su padre algún día iba a volver y a explicarle por qué cuando ella nació él desapareció de su vida sin dejar rastro. O por lo menos, eso era lo que su madre le había contado. Era algo de lo que Susan no quería hablar.

Y otra vez le llegaban a su mente las mismas preguntas:

¿Qué habría pasado con él?

¿Por qué no la había buscado?

Durante los últimos años, Elizabeth se había esforzado en darle a su hermana un mejor ejemplo. Consiguió un trabajo en un pequeño restaurante de barrio, donde empezó como asistente de administración, pero, para ganarse un sueldo un poco mejor, pronto comenzó a hacer turnos en la cocina. Aprendió a despachar pedidos, manejar los inventarios y hasta preparar algunos platillos sencillos. Con el tiempo, eso le daba una experiencia valiosa, aunque no era suficiente para aspirar a algo mejor.

Pensaba también en los casi cinco kilómetros diarios que caminaba con esa bandeja pesada de tortas en las manos que trataba de disimular con una sonrisa para espantar el cansancio. 

Cuando lograba vender todas, volvía a casa con algunos billetes para cubrir las necesidades de su familia.

Y volvió a recordar entonces, esa tarde en que conoció al hombre que ahora estaba frente a ella mirándola, tratando de encender un fino habano.  

Volviendo al presente, Elizabeth sintió sus ojos humedecerse mientras asimilaba las palabras de George.

—¿Estás bien, Elizabeth? —preguntó él, con una mezcla de comprensión y discreción.

Ella asintió, con una sonrisa leve pero resplandeciente.

—Sí, señor Norton. Gracias por esta oportunidad. Haré todo lo posible por no defraudarlo.

Él le devolvió una sonrisa afable y extendió la mano para estrechar la de ella.

—Bienvenida, Elizabeth. Sé que cumplirás con creces.

Salió de aquella oficina sabiendo que un nuevo camino comenzaba, uno que le daría la oportunidad de cambiar no solo su vida, sino la de aquellos que dependían de ella.

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