La preocupación en el rostro de sus padres era evidente. Su madre, con los ojos brillantes por las lágrimas contenidas, se acercó para abrazarlo brevemente. Su padre, manteniendo la compostura característica de los Montero, le dio una palmada firme en el hombro. —Estaré bien —aseguró Ismael, intentando transmitirles confianza—. Cuida de Sofía. El rugido de las aspas del helicóptero se intensificaba mientras atravesaba el jardín hacia la pista de aterrizaje. La lluvia comenzaba a caer con más fuerza, y los relámpagos iluminaban el cielo oscurecido. —Mayor Alfonso, debemos ir a recoger a la doctora al hospital y luego ver si llegamos al yate antes de que esto se ponga más feo —ordenó, cambiando de puesto con el piloto. Ismael era el mejor que existía entre ellos. —Vamos a volar. El yate habí
En una imponente mansión en las afueras de la ciudad, Eliza, la hermana del difunto Leandro, paseaba furiosa por su despacho tras recibir una llamada que la había dejado descompuesta. —¿Qué demonios pasó? ¿Cómo es posible que no pudieran atrapar a Camelia? ¡Estaba sola en el hospital, por todos los cielos! —vociferaba, golpeando su escritorio con el puño. —No era ella, señora, era su hermana mayor, Clavel —respondió la voz al otro lado de la línea—. ¿Acaso sabía que es hija del senador Camilo Hidalgo? El lugar se llenó de guardias en cuestión de minutos. Escapamos de milagro. Lo siento, Elisa, pero nosotros nos retiramos —y trataron de cortar la comunicación. —¡Espera, maldita sea! —gritó al teléfono—. ¿Qué disparates estás diciendo? Came
El helicóptero, pilotado por Ismael, con Félix y la ginecóloga a bordo, luchaba contra las violentas ráfagas de viento mientras el mayor Alfonso, sentado a su lado, intentaba localizar el yate en la inmensidad del océano. —Se encontraban bastante alejados, aún no hay señales de ellos —comentó Alfonso, sin apartar la vista de sus binoculares. —Estaban prácticamente en medio de la nada, en aguas internacionales —respondió Ismael, escudriñando también el horizonte. La intensa lluvia reducía considerablemente la visibilidad, dificultando la búsqueda. —¡Allí! —exclamó de repente el mayor Alfonso, señalando hacia un punto en el horizonte—. ¡A las tres en punto! Veo algo que podría ser el yate. Ismael maniobró el helicóptero con destreza, luchando contra las rachas de viento que amenazaban con desestabilizarlos. Félix y la ginecóloga se aferraron a sus asientos mientras la aeronave viraba bruscamente. —La tormenta está empeorando —advirtió Ismael—. Si queremos hacer un reconocimien
Ariel se quedó observando un poco más cómo se alejaba el helicóptero hasta que se convirtió en un punto diminuto contra el cielo ahora despejado. El rugido de las hélices se desvaneció gradualmente, dejando solo el sonido del mar y el viento. Regresó a paso lento hacia el camarote, pero se detuvo frente a la puerta. A través de la madera, podía escuchar el murmullo de voces y el tintineo de instrumentos médicos. Se pasó una mano por el rostro, exhausto, y se recostó contra la pared del pasillo. —Señor —lo llamó uno de los tripulantes—. El capitán solicita hablar con usted en el puente. Ariel dudó un momento, mirando la puerta del camarote. Luego hacia la puerta del salón donde estaban atendiendo a su esposa. ¿Alguna vez lograría que ella volviera a dejarse amar como antes? El marinero e
Camelia abrió los ojos y se encontró recostada en la enorme cama de una lujosa habitación a la que no había prestado atención antes. Giró la cabeza y, a través de la amplia ventana con las cortinas corridas, observó el mar azul extendiéndose hasta el horizonte. El suave vaivén le recordó que se encontraban en un yate. Ya no tenía fiebre, y el dolor había disminuido considerablemente. Con sumo cuidado, se incorporó, notando que, aunque aún le molestaba, la incomodidad era menor. ¿Cuánto tiempo habría dormido? Le pareció que mucho. A su mente acudió el último recuerdo de lo que había intentado hacer y buscó a su esposo de inmediato. La mirada de terror de Ariel permanecía clavada en su memoria. ¿Cómo pudo hacerle algo así? En ese preciso momento, la puerta se abrió y por ella entró él con una bandeja repleta de comida. Al verla despierta, la depositó rápidamente en una mesa cercana y avanzó hacia ella con una sonrisa en el rostro.—Buenos días, amor. ¿Cómo te sientes hoy? —se detuvo ju
Ariel bajó la mirada, sintiendo cómo el rubor subía por su cuello hasta sus mejillas. Sus manos, que hasta hacía un momento se movían con seguridad, comenzaron a temblar ligeramente. Un nudo se formó en su garganta mientras luchaba contra los recuerdos que siempre había intentado mantener enterrados. Respiró profundamente, consciente de la mirada incrédula de Camelia sobre él. La vulnerabilidad que sentía en ese momento era casi insoportable; nunca había hablado de esto con nadie, pero ahora debía desnudar su alma ante la mujer que amaba. La vergüenza se sentía como un peso aplastante sobre sus hombros. Cuando por fin logró levantar la mirada para encontrarse con la de su esposa, su rostro reflejaba dolor. Las palabras que estaba a punto de pronunciar le quemaban en la garganta, pero sabía que era el momento de compartir su verdad, por más dolorosa que fuera.—Sí, Cami... es verdad —logró articular, mientras seguía moviendo la esponja sobre los pechos marcados de su esposa. El agua
La noche se había cernido sobre la ciudad con una tranquilidad engañosa, envolviendo las calles en un manto de sombras y susurros. En la penumbra de su oficina, Ariel Rhys se sumergía en el silencio, ese compañero fiel de las horas extra. Papeles se apilaban como testigos mudos del día que se negaba a terminar, mientras la luz tenue de la lámpara de escritorio jugaba con los bordes de su paciencia. Fue entonces cuando la serenidad de la noche se rompió con un golpe sutil en la puerta. Ariel, aún sumido en sus pensamientos, instó a entrar al visitante nocturno, esperando encontrarse con el rostro familiar del custodio. Pero lo que sus ojos encontraron no era para nada lo que su mente había anticipado. Días después, en la comodidad de un club donde los sábados cobraban vida entre anécdotas y risas, Ariel se encontraba compartiendo mesa con sus amigos: el abogado Oliver y el doctor Félix. La incredulidad aún pintaba su rostro cuando intentaba ordenar sus palabras para narrar el evento
Camelia parecía un manojo de nervios, su postura revelaba una incomodidad palpable mientras se retorcía en la silla, como si cada fibra de su ser quisiera escapar de la situación en la que se encontraba. El rubor de su rostro no solo era indicativo de vergüenza, sino también de una lucha interna que parecía consumirla. Sus ojos, que antes destellaban con la oscuridad de la noche, ahora estaban velados por la duda y la humillación, y se desviaban constantemente, incapaces de sostener mi mirada.—Ella trabaja en la empresa, en el almacén. Y debe tener veintitantos años, no sé, no conocía de su existencia hasta esa noche. Ya les digo, si la he visto antes fue muy poco y no me fijé en ella o retuve su imagen —respondió Ariel con un tono que describía que la aparición de la mujer era muy sorprendente a esa hora en su despacho.—Está bien, ¿qué quería? —Oliver no pudo contener su impaciencia.—Les contaré exactamente la conversación —Ariel hizo una pausa dramática antes de continuar.—Está