Ariel Rhys apretó los puños y su cuerpo entero se tensó con una rabia contenida. El dolor que lo había mantenido postrado durante días pareció evaporarse, reemplazado por una furia que le devolvió las fuerzas. Sus mandíbulas parecían a punto de estallar por el gran esfuerzo que hacía para contenerse, y las venas de su cuello se marcaron prominentemente bajo su pálida piel.El color había regresado a su rostro, pero no era el rubor saludable de la recuperación, sino el rojo intenso de la ira. Por primera vez en semanas, se irguió como si la preocupación por su hijo hubiera despertado en él una energía que creía perdida. Con la mirada brillando con una determinación feroz, recordando a todos los presentes al poderoso hombre de negocios que siempre había sido.—Y esa actriz… —repitió con rabia. — No q
Y si eso no fuera suficiente, Ariel..., su Ariel..., la traicionó. Nadie se lo dijo, ella lo vio con sus propios ojos. Y mientras más piensa, mientras las imágenes cruzan por su mente como una película de horror, más llora Camelia sintiendo que todo está perdido, ¡todo! Los brazos fuertes de Ariel Rhys, su suegro, la abrazan también junto a los de su esposa.—Gracias, Cami, muchas gracias por el respeto con que trataste a nuestro hijo, a pesar de la situación en que lo encontraste —dice con la voz quebrada—. Te estaré eternamente agradecido por salvar la vida de mi hijo. Vamos, tienes que venir con nosotros al hospital.—¿Al hospital? —pregunta ella incrédula.—Sí, hija. Ariel está muy grave —confiesa el señor Rhys, separándose de ella para mirarla a los ojos—. Tienes que venir a verlo, quizá
Camelia no se ha movido del lado de Ariel desde que lo vio tendido, inerte, en aquella cama. El terror a perderlo se ha apoderado de ella. Su abuela regresó a casa con los padres de Nadia, quienes vinieron a buscarla. Su amiga no ha podido visitarla, pues el forcejeo con Pedro le provocó una inflamación en el vientre. Ricardo, por mandato del señor Rhys, se ha hecho cargo de la empresa de Ariel.Sus cuñados siguen desaparecidos. Tiene cientos de llamadas de los habitantes del pueblo, pero terminó por apagar el teléfono y ordenó a los guardias que no permitieran el paso a nadie, excepto a su abuela. Sus suegros tampoco pueden estar presentes constantemente; el padre tuvo una recaída y fue hospitalizado, por lo que Aurora y sus cuñadas son quienes vienen a verlos frecuentemente. Sin embargo, ella permanece en silencio, avergonzada de seguir al lado de su prometido después de encontrarlo con otras mujeres
Camelia vuelve a bajar la mirada avergonzada y, ante su gesto interrogante, le explica que el abogado Oliver también es su mejor amigo. Así es como se mantiene al tanto de todo, pues los tres son mejores amigos desde la infancia.—¿Puedo darte un consejo? —pregunta con cautela.—Está bien, me hace falta —suspira Camelia.—Deja que Ariel despierte, se entere de todo y sea él quien decida, no tú. Estabas con él, desconocías las trampas que les tendieron a ambos. Me enteré de que casi te obligan a casarte para saldar una deuda —la mira a los ojos y ve cómo ella los abre sorprendida, señal de que no sabía nada, lo que le confirma que su familia actuó a sus espaldas—. ¿No lo sabías?—No, no he querido que me cuenten nada de ellos —aclara Camelia.—Mejor que te mantengas alejada —dice pensativo&m
Manuel toma asiento frente a ella, que sigue comiendo tranquilamente sin mirarlo, concentrada en sus pensamientos. Él aclara su garganta para llamar su atención. Ella levanta la mirada para observarlo en silencio.—Camelia, quería en primer lugar pedirte disculpas por no advertirte sobre los chocolates. Gracias a Dios que te marchaste mientras me llevé a Leandro a hacer un recorrido —comienza Manuel, para asombro de ella—. En realidad, él y yo no somos amigos. Es un abusador, lo reconozco, le tenía miedo. Por eso lo seguía en todo, pero nunca estuve de acuerdo con nada de lo que te hacía.—No hay problema, Manuel, ya todo pasó y está preso —contesta Camelia con serenidad—. ¿Qué haces aquí, estás enfermo?—Sí, mis riñones no están muy bien —contesta y cambia de inmediato el tema—. ¿Cóm
Oliver lo mira sin entender el motivo de tal petición. Marlon le explica que no le cabe en la cabeza que esas personas terribles sean realmente sus padres biológicos. El abogado asiente, aunque le advierte que no todas las familias son como la de ellos, hay muchas muy disfuncionales.—Está bien, lo sé, pero necesito salir de esta duda —acepta Marlon, con la esperanza de que Camelia no tenga nada que ver con esa familia que casi mata a su hermano—. Me alegraría mucho que fuera adoptada, o que se la hubieran llevado. Es una chica excepcional, no se merece a ninguno de ellos, excepto a su abuela.Unos golpes en la puerta los interrumpen. La cabeza de su esposa y secretaria, Marcia, asoma por ella, informándole que Enrique Mason quiere verlo.—¿Enrique Mason? —preguntan los dos al unísono.—Sí, dice que tiene información valiosa sobre su hermano Ariel —info
La noche se había cernido sobre la ciudad con una tranquilidad engañosa, envolviendo las calles en un manto de sombras y susurros. En la penumbra de su oficina, Ariel Rhys se sumergía en el silencio, ese compañero fiel de las horas extra. Papeles se apilaban como testigos mudos del día que se negaba a terminar, mientras la luz tenue de la lámpara de escritorio jugaba con los bordes de su paciencia. Fue entonces cuando la serenidad de la noche se rompió con un golpe sutil en la puerta. Ariel, aún sumido en sus pensamientos, instó a entrar al visitante nocturno, esperando encontrarse con el rostro familiar del custodio. Pero lo que sus ojos encontraron no era para nada lo que su mente había anticipado. Días después, en la comodidad de un club donde los sábados cobraban vida entre anécdotas y risas, Ariel se encontraba compartiendo mesa con sus amigos: el abogado Oliver y el doctor Félix. La incredulidad aún pintaba su rostro cuando intentaba ordenar sus palabras para narrar el evento
Camelia parecía un manojo de nervios, su postura revelaba una incomodidad palpable mientras se retorcía en la silla, como si cada fibra de su ser quisiera escapar de la situación en la que se encontraba. El rubor de su rostro no solo era indicativo de vergüenza, sino también de una lucha interna que parecía consumirla. Sus ojos, que antes destellaban con la oscuridad de la noche, ahora estaban velados por la duda y la humillación, y se desviaban constantemente, incapaces de sostener mi mirada.—Ella trabaja en la empresa, en el almacén. Y debe tener veintitantos años, no sé, no conocía de su existencia hasta esa noche. Ya les digo, si la he visto antes fue muy poco y no me fijé en ella o retuve su imagen —respondió Ariel con un tono que describía que la aparición de la mujer era muy sorprendente a esa hora en su despacho.—Está bien, ¿qué quería? —Oliver no pudo contener su impaciencia.—Les contaré exactamente la conversación —Ariel hizo una pausa dramática antes de continuar.—Está