EPÍLOGO

Porque el final es el destino único de cada historia… 

_ ¡Mátala!

Sobre la roca negra se extendían finísimas líneas de sangre, oscuras y coaguladas en indescifrables arabescos. Las figuras armadas y lóbregas que se agitaban a su alrededor se miraron a un tiempo con decisión y con miedo en los ánimos. La noche se prometía fría y devastadora.

_ ¡Mátala!

Por encima de la fiereza de la orden, las cinco criaturas, con Dominic a la cabeza, se movieron al unísono rebasando la escasa distancia entre la salvación y la destrucción de las Razas de la Noche. Un runier, una mantri, una nihil, un átero… un sorian.

Desde las pequeñas manos atadas con delgados hilos de cártaro corrieron varias gotas espesas y letales, anunciadoras de los breves momentos de vida que restaban a la Madre. Dominic recordó el momento en que había sido atado de la misma forma, casi al borde la muerte y viendo a Lara hacer gala de sus dotes de hija de la noche en aquella iglesia de Altea.

Se acercó a ella con un temblor predecible en los labios, perdiéndose en el aro negro que circundaba el azul provocativo y amenazante de sus ojos. Percibió la debilidad de su respiración, disfrazada bajo una voluntad férrea y una ira concentrada y profunda. Quizás era eso lo único que se había permitido cambiar desde el día en que se habían conocido: ya no ocultaba quién era, la tormenta que antes recluía en su pecho se desataba ahora a su alrededor sin que nada pudiera aplacarla.

La besó con dulzura, con una que ella jamás le hubiera permitido de haber estado en libertad, la besó por el mañana que ya no tendrían, mientras los tigres rugían su dolor en agónicos estertores.

_ ¡Mátala!

Y esta vez no se hizo repetir la orden. Hundió la nívea hoja de la khopesh en el pecho de Lara y cayó de rodillas.

Matar a Lara.

Era la tarea a la que había estado destinado desde su nacimiento.

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