Una vez fuera, Arthur no esperó siquiera a que él preguntara qué era eso tan importante que quería decirle y que requería que estuvieran afuera, sino que, tomándolo por sorpresa, empuñó su mano y le asestó un golpe en la mandíbula tan fuerte que Maurice se tambaleó.
—¡¿Qué te pasa?! –le gritó cubriéndose la boca con una mano y escupiendo sangre, pues le había roto la mejilla por dentro.
—Te lo mereces, y lo sabes –contestó Arthur sacudiendo su mano—. Sí que tienes la cabeza dura.
—¡Maldita mierda! –exclamó Maurice, dándole la espalda y dirigiéndose de nuevo al interior del hospital, sabiendo que si lo que Arthur buscaba era pelea, él terminaría interno en el edificio que tenían detrás.
—¡No he terminado!
Maurice miró en derredor y no pudo evitar sentirse un poco mareado, como si hubiese bebido demasiado rápido un trago especialmente fuerte y su cuerpo no pudiera resistirlo.Por su mente empezaron a pasar las escenas más importantes de toda su vida, las situaciones que lo habían puesto en este aquí y en este ahora.Cuando tenía doce años, un invierno, el tío Stephen lo llevó a celebrar la navidad en una cabaña en el campo, y mientras el tío salía y se reunía con sus socios, él estaba en una enorme casa rodeado de todos los del servicio y mirándolos preparar y decorarlo todo para nochebuena.Era aburrido, como siempre, estar solo, así que a diario deambulaba por el bosque buscando algún animalito perdido, o piedras raras, o cualquier otra cosa que lo distrajera.Ese día, conoció a la niña de cabellos rojos.La es
Abigail se hallaba en la mesa de partos vestida con una bata azul, una mujer con mono también azul estaba frente a ella examinándola y todo parecía bastante tranquilo, incluso la parturienta, pero al verlo, Abigail empezó a exaltarse.—¡¿Qué haces aquí! –le preguntó—. ¡Vete! ¡Vete! –los médicos presentes se extrañaron de la situación, pero al ver a Maurice calmado, pensaron que tal vez todo se debía a la vergüenza de ser vista en labor de parto por parte de la futura madre.Maurice le tomó la mano, pero ella le rehuyó.—Quiero que te vayas.—Quiero estar aquí.—No te permitiré que…—Abigail, por favor…—¡No te lo permitiré! –volvió a decir ella, pero la severidad de sus palabras se esfumó cuando tuvo un
En horas de la mañana, su familia y amigos aparecieron casi todos en la clínica, sin importarles que hubiese que hacer un largo camino para llegar aquí y que fuera un día laboral normal, y se fueron turnando para admirar al hijo de Maurice desde la ventanilla de la habitación donde se hallaban los recién nacidos en sus incubadoras.Stephen se mostró especialmente emocionado, y Agatha incluso lloró de alegría abrazándolo y felicitándolo; era como si hubiese nacido su primer nieto.Él se sentía pletórico. Era indescriptible esta sensación. Casi se sentía todopoderoso. ¡Su primer hijo había nacido!Aunque su sonrisa se diluía un poco cuando recordaba a qué se debía que su nacimiento se hubiese adelantado un poco, el pequeño había soportado la prueba y estaba aquí. Lo amaba sólo po
Abigail fue conducida en silla de ruedas hasta un auto, aunque no paró de protestar todo el camino diciendo que podía andar perfectamente. Nadie le hizo caso e igual la condujeron por los pasillos mientras ella llevaba a su bebé en brazos.Ya en la preciosa mansión Maurice la alzó, mientras Arthur llevaba al bebé, al piso de arriba. La llevó primero a la que sería la habitación del niño, y Abigail no pudo evitar abrir su boca sorprendida.Era un espacio absolutamente precioso, iluminado, con una cuna, una cama, cómodas, lámparas con motivos infantiles. Una pintura que representaba una pradera llena de flores y bichos decoraba la pared de extremo a extremo.—Todavía huele a pintura –se excusó Maurice—, así que creo que no será aconsejable que el bebé duerma aquí por un par de noches.—¿Cuándo&he
El día se fue pasando. Una enfermera se presentó ante Abigail para decirle que sería ella quien cuidaría del niño en todo lo referente a sus cuidados especiales, y le informó que un médico especialista vendría a diario para hacerle una revisión.Sonrió aliviada. Aunque el niño hasta ahora se había portado muy normalmente, prefería estos cuidados.Luego de airear lo suficiente la habitación recién pintada, por fin Samuel pudo dormir tranquilo en ella. La enfermera estaría con él todo el tiempo.Había suficiente personal para cuidar de él. Las muchachas del servicio, una llamada Katie y la otra Julie, estuvieron a su lado cuando ella empezó a organizar la ropita del bebé ayudándola a guardar todo en el armario de la habitación. Notó que, aunque ella era suficiente para hacerlo todo, el
Un largo suspiró salió de labios de Michaela, que yacía boca arriba en su cama mirando el techo.¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué las cosas eran así? ¿Por qué no era una chica normal viviendo en su propio espacio lejos del ruido y la falta de privacidad?Ni ella ni Peter podían desligarse de la familia, y eso estaba trayendo consecuencias para su relación. ¡No habían podido estar juntos!Primero, él tenía que cuidar de su hermana y su sobrina. Su presupuesto siempre era bastante ajustado, y en el caso de que empezara a ganar más dinero por los trabajos que constantemente hacía para Hugh Hamilton, entonces su plan era sacar a su hermana y a su sobrina de ese barrio en el que vivían. Si bien el edificio había tenido varias mejoras desde que Maurice era el dueño, el barrio seguía siendo el mismo.Hele
—¡Samuel! –exclamó Abigail, y corrió a la cuna antes de que Maurice pudiera alzarlo.Esto se estaba convirtiendo en leitmotiv de esta casa, y no pudo evitar apretar los dientes.—¿Cuándo podré alzarlo sin que estalles en una crisis de nervios? –le reclamó él—. Es mi hijo. Tengo derecho a alzarlo.—¡No alces la voz frente a Samuel! –lo reprendió ella, y comprendiendo que ella tenía razón, salió de la habitación del niño bastante furioso. Abigail se tardó bastante con su hijo, que había empezado a llorar segundos antes de que llegara. Le cambió el pañal y lo preparó para irse a dormir. Le habló y le dijo cosas hasta que el niño se quedó dormido y tranquilo en su cuna.Regresó a su habitación y se encontró allí a Mauric
Cuando se apartó un poco para mirarla, encontró que ella tenía la mirada perdida y el ceño fruncido. Tal vez estaba digiriendo todo lo que acababa de decirle.Suspirando, se alejó de ella unos pasos.—Ahora es tu turno –dijo—. Es tu turno de decir la verdad—. La vio menear la cabeza, como si se rehusara a hablar, y permanecieron en silencio por largo rato—. ¿Tienes miedo? –preguntó él, y ella al fin lo miró.—Te he amado desde siempre –dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Pero no soy, ni por asomo, la mujer que piensas que soy. No soy una heroína digna de tu historia; no soy decidida, no soy una guerrera que puede luchar siquiera por sí misma.—¿De qué estás hablando?—¿Chocolates? –preguntó ella—. ¿Mark Twain? –él, sabiendo a qu&eac