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Cuando se apartó un poco para mirarla, encontró que ella tenía la mirada perdida y el ceño fruncido. Tal vez estaba digiriendo todo lo que acababa de decirle.

Suspirando, se alejó de ella unos pasos.

—Ahora es tu turno –dijo—. Es tu turno de decir la verdad—. La vio menear la cabeza, como si se rehusara a hablar, y permanecieron en silencio por largo rato—. ¿Tienes miedo? –preguntó él, y ella al fin lo miró.

—Te he amado desde siempre –dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Pero no soy, ni por asomo, la mujer que piensas que soy. No soy una heroína digna de tu historia; no soy decidida, no soy una guerrera que puede luchar siquiera por sí misma.

—¿De qué estás hablando?

—¿Chocolates? –preguntó ella—. ¿Mark Twain? –él, sabiendo a qu&eac

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